Rigoberto López

Una imagen sobre sus propios pies

Lun, 09/09/2019

“El socialismo es la autoconciencia positiva del hombre”: afirmaba Marx en sus Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, partiendo de esta afirmación podemos considerar que la práctica de la revolución socialista implica, en su programa y superobjetivo, el reconocimiento del hombre como tal, la identificación de sí mismo en una libre apropiación de si, de sus potencialidades, y la desaparición progresiva de los factores enajenantes que históricamente el capitalismo ha impuesto como condición de dominación.

Dicho en otras palabras: un hombre lúcido, apropiado de sí mismo, reconocido en sus esencias y afirmado en su mundo objetivo, en su práctica, en su historia: parado sobre sus propios pies en un salto del reino de la necesidad al reino de la libertad, un hombre más pleno, porque más libre: más libre porque más pleno. Eso buscamos y por eso luchamos –en todas las instancias del combate ideológico– los comunistas. Cuando analizamos el complejo de realidades de los países dependientes confirmados en todos los planos de la vida económica, social y cultural de estos, que nadie ha sido tan dramáticamente preparado para ejemplificar la naturaleza enajenante de la explotación capitalista como los pueblos colonizados y neocolonizados.

Los que desde la revolución socialista triunfante miramos con ojos propios nuestra experiencia histórica en un continuo y renovado descubrimiento, sabemos que en pueblos como el nuestro el imperialismo no solo se dedico –y se dedica, en los pueblos por liberar– a saquear las bases de la vida económica, sino también a saquear y suplantar las bases de la conciencia de sí mismos, de su conciencia de nación, de su cultura; de su conciencia histórica.

No bastan a la burguesía y el imperialismo para la obtención sistemática de ganancias, apropiarse del objeto de la producción; sino que a su vez necesitan apropiarse absolutamente del sujeto que la realiza, dominar su conciencia, debilitar sus reservas morales, desdoblarlo en un ser conforme: alguien que acepta la realidad dada como la única posible, cuando no la mejor, alguien extraviado de sus esencias.

El capitalismo necesita hombres activos y eficientes en la producción, perezosos en sus mecanismos conscientes. Dueños de su fuerza de trabajo para ser vendida, no dueños de su historia, de su conocimiento de si, de su mundo, de su nación, alguien, por lo tanto, cada vez más lejos de emprender la acción transformadora de la sociedad y de si, lejos de la acción revolucionaria.

La trampa capitalista no solo reside en el salario, sino como podemos ver en todo el falseamiento de la vida.

Dice Armand Mattelart, en Por un medio de comunicación de masas no mitológico: “Para asegurar su legitimidad, el modo de producción capitalista precisa de un cuerpo de fetiches que arman su racionalidad de dominación social”.

De lo anterior queda claro que, como forma de dominación el imperialismo tiene que, para saquear nuestros recursos económicos saquear a la par, sistemática y, consecuentemente, la imagen de nosotros mismos, monopolizar el sentido de la historia y acompañar este saqueo con la correspondiente sustitución o anulación de modelos históricos, saqueo y sustitución de conciencias. Esto es el saqueo de las esencias del dominado, su separación de sí mismo y la incorporación a sus modelos de pensamiento a través de su realidad enajenada, de una imagen falseada de ella y, por lo tanto, de sí mismo: un mito; una impedimenta a la razón, un acto, por lo tanto, de consumada rendición.

Toda esta sostenida operación, o complejo de operaciones, en el programa de dominación imperialista incluye como equilibrio la oferta de los asideros ideológicos y los modelos culturales de sustitución.

Frente a un pobre conocimiento de mi mismo, frente a mis aparentemente endémicas bases históricas y por tanto débiles bases de conocimiento. Frente a mi pobreza no solo económica sino también ética, se me presenta sistemáticamente una opción contemporánea y salvadora, moderna, culta, rica, elevada moralmente y sostenida por una liberal y emprendedora tradición histórica.

Dos alternativas: ser como ellos o reducirme a ser la imagen de mi que la dominación ha propiciado en mi conciencia, lo que es igual a: ser como ellos o que ellos participen en mi engrandecimiento, porque soy inferior; sencillamente, dependo.

Volvamos a los manuscritos de 1844:

“Un ser solo se considera independiente cuando se para sobre sus propios pies; y solo se yergue sobre sus propios pies cuando debe su existencia a sí mismo”.

Frente a fatalismos geográficos, históricos y políticos, el primer derecho conquistado por la Revolución cubana fue el derecho a existir, entre y con los hombres y mujeres que la han hecho posible.

Haber hecho posible una revolución –más grande que nosotros mismos al decir de Fidel– es también habernos hecho posibles como revolucionarios, como hombres independientes.

Por su parte, y coherente con existencia de la revolución a la que se debe, el cine cubano afirma que su primer logro como hecho ideológico y cultural es y ha sido existir.

La revolución constituye desde un principio el descubrimiento y redescubrimiento de nosotros mismos, los cubanos; los que coronamos más de 100 años de luchas por nuestro rescate y afirmación, con la revolución socialista.

El cine cubano es un producto cultural de primera generación de esa revolución, y no puede, no ha podido, sino corresponder esencialmente a esos contenidos.

En el siglo pasado, el mayor de los pensadores americanos, José Martí, había definido: “Yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”.

El acto del dominado por poner fin a su condición de tal –la revolución es también, el primer acto de liberación de sí mismo, el inicio de su proceso integrador y la primera posibilidad de recreación autentica y digna de su imagen.

El propio Martí, reflexionando sobre el 10 de octubre con penetración y pluma siempre asombrosas, refrenda lo afirmado: … “Entro la patria, por la acumulación de la guerra, en aquel estado de invención y aislamiento en que los pueblos descubren en sí y ejercitan la originalidad necesaria para juntar en condiciones reales los elementos vivos que crean la nación: el orden de la familia, los inventos de la industria, y las mismas gracias del arte, crecían espontáneos, con toda la fuerza de la verdad natural, en la punta del machete; pero “¿somos nosotros?” se decían aquellos hombres, como si se desconocieran, y andaban como por un mundo superior, felicitándose de hallarse tan grandes con el poder de la tempestad en la mano y la limpieza del cielo en la conciencia”.

El capitalismo es una fuerza desintegradora del hombre. El socialismo es la posibilidad del logro de su integralidad. Por ello, a los revolucionarios no nos basta solo con tomar el poder político, ser el estado y su fuerza, erigirnos en clase dirigente, aunque ello es el sancto sanctorum y única garantía del proceso creador del socialismo.

La construcción de una nueva sociedad, la progresiva aparición de una nueva cultura, implican un complejo y múltiple proceso crítico, de conocimiento, reconocimiento y afirmación, consolidación, restitución enriquecimiento, superación y defensa de nuestra identidad, de nuestras conciencias, de nuestras esencias como seres libres y revolucionarios.

Estas razones son suficientes para explicar y saludar como un acto de profunda justicia y potencialidad creadora, la tarea de rescate que en nuestra historia han mantenido y desarrollado las imágenes del cine cubano en sus ya 20 años de encuentro cotidiano con el público. Pero el asunto motica algunas otras reflexiones.

Recientemente y presentando Cincuenta años de arte nuevo en Cuba el compañero Alfredo Guevara decía:

“La cultura socialista no será ni puede ser solución de recambio. Tendrá que ser, y será, resultado de una línea de continuidad, y no podrá ser, ni será socialista, si no acepta la compleja y complicada tarea de rescatar, con la historia olvidada y por muchas arrinconada de nuestra cultura nacional, que es la historia de nuestro pueblo y de sus combates, la de nuestras artes, y especialmente de nuestra literatura. En ella que fue arma, está el testimonio vivo del surgimiento y desarrollo de la conciencia nacional, independentista, antiesclavista, solidaria, internacionalista, latinoamericanista, humanizadora del hombre, dignificadora. Y de su desarrollo hasta la última gesta libertadora. Pero no solo eso. En la cultura nacional esta la raíz que nos une a la América Latina, y que en la separación, y frente al imperio que la prolonga para saquear al continente, frustrando el desarrollo de nuestros países y malogrando la vida de una y otra generación de latinoamericanos, nos recuerda que somos hijos de una gran patria dividida…”

En ese proceso de asunción, crítica y reelaboración de nuestra historia, tanto en lo teórico como en lo específicamente artístico, se manifiestan las relaciones dialécticas entre la historia y el conocimiento, entre el pasado y el presente, entre la esencia del objeto y el proceso histórico real de su desarrollo; y que así mismo para revelar la esencia del objeto, en este caso la realidad revolucionaria y la cultura cubanas, es preciso reproducir ese proceso histórico, lo cual solo es posible si conocemos sus esencias.

Lo anterior se desprende de los principios de la lógica dialéctica marxista-leninista y los postulados científicos que explican las relaciones entre lo lógico y lo histórico, así como del principio del historicismo, uno de los más importantes de la dialéctica; usual categoría metodológica en las obras de Lenin.

De este modo, cuando en los fundamentos conceptuales del cine cubano –expresión artística y por tanto forma específica de conocimiento de la realidad cubana– encontramos, con reiteración, en obras y declaraciones, el rescate de nuestra identidad nacional, su enriquecimiento y defensa, y cuando encontramos el peso de una temática que podríamos singularizar como histórica, en el conjunto de sus obras, no estamos ante actos formales, orientaciones destinadas y por decreto, actitudes ideologizantes e incapacidad velada de los cubanos para ver en el presente. Presente por demás, solo a tientas visibles si no se desentraña y asimila el proceso de desarrollo de sus esencias, su historia: condición esta para revelar con acierto y fidelidad crítica a la realidad que se toca, un presente que no lo es nunca en el vacío. Esto es también, dicho en breve, la contemporaneidad de la historia, cuando más que un apoyo referencial es un nexo presente y dinámico.

Luego, en la práctica coherente de un principio revolucionario: el rescate y superación de nosotros mismos, subyace una demostración, en términos creadores, de la rigurosidad científica de la lógica dialéctica.

Quiere esto decir que la historia en el cine cubano además de un mandato de la razón y la pasión revolucionaria es una expresión objetiva de los principios científicos de la lógica dialéctica.

A este análisis, como a las propias obras en cuestión, no les rige una posición ideologizante o sociologista vulgar.

Sabemos que como resultado de su propio proceso formador, la obra artística aparece dotada de cierta coherencia interna y una autonomía relativa que impiden restringirla a un fenómeno ideológico. Tampoco nos estamos refiriendo a la transformación mecánica de una categoría gnoseológica en estética.

Nuestra historia y el reflejo elaborado de sus esencias se comporta como una fuente natural de motivación del cineasta cubano que encuentra en ella una posibilidad artística de innumerables posibilidades expresivas y en sus contenidos una vía de logro para la aspiración tradicional del artista: el diálogo, la comunicación estética con el público.

El cine cubano es el cine de la nación cubana en su forma más madura, la de la revolución socialista de Cuba: un reflejo y una expresión orgánica de ella en el campo de la cultura.

No pueden estudiarse los contenidos y elementos formales que distinguen nuestro cine, sin considerar el desarrollo histórico real de la nación y la cultura cubanas. Asimismo, este cine no sería tal y no se reconocería a sí mismo, si como movimiento artístico nacional y progresivamente socialista, no comportara los rasgos que conformaron en un largo y accidentado proceso de desarrollo esta nación y esta cultura; preparando en la práctica y en la teoría la posibilidad de la revolución socialista, y de su propia existencia como expresión artística de caracteres propios.

¿Puede entonces el cine cubano, no ser sino su esencia?

¿Puede el cine cubano haber obviado el peso de la historia vivida por la nación cubana y la patria latinoamericana, que es la historia de la evolución de sus propias esencias?

¿Qué puede conocer o reconocer de la realidad un arte que se desconoce a sí mismo y su sustancia?

¿Y qué autenticidad podríamos pedir a un arte semejante?

Pero podemos decir más: libre y en condiciones de expresarse, es la historia cubana y es la historia de los pueblos latinoamericanos de tal fuerza seductora, que el arte verdadero, el necesario, no puede sino repetir con Martí cuando escribía sobre Olegario Andrade: “Ver grandeza es entrar en deseos de revelarla. Y ver grandezas patrias es sentir como que se la tiene propia. Hacer justicia es hacérnosla. Nacer en América es haber nacido en tierra donde en el corazón, como fuera de él, lucen astros nuevos, arden fuegos vírgenes, corren ríos oceánicos”.

Se ha hablado del cine cubano como de un autentico producto de la revolución en el campo de la cultura artística. Pero se hace valido para estas notas destacar como una referencia de análisis en ello, que la relación entre la realidad revolucionaria y el cine que la expresa no aparece como el logro artificial de una unidad, sino que esta relación se refleja dialécticamente como una identidad; por ello hablamos de producto auténtico.

Esta identidad va a condicionar los caracteres generales del conjunto de obras en sus formas y contenidos.

La revolución hace de la historia una realidad viva y continua, no un juego de esquemas y referencias muertas sin correspondencia con la vida.

Si algo hemos logrado y aprehendido de la práctica revolucionaria es que somos los hacedores de la historia, sus protagonistas; que son reales nuestros héroes. Que somos el resultado del nivel ascensional de un proceso revolucionario en el que a través de siglos se han ido superponiendo, complejizando y expresando los valores de la nación, los valores de nuestra historia, es decir, de nuestra cultura.

Somos el producto de lo que hemos sido. El fundido de las herencias. La primera de todas: una herencia combativa, una vocación libertaria, un sentido de la patria, porque la patria es historia, nuestra historia: la patria somos.

Así, en la presencia de lo histórico en el cine cubano no hay artificios, mas allá de los que produce la combustión del talento y la idea en la creación de los artistas. Porque una nación revolucionaria, formada y desarrollada en la violencia de más de un siglo caracterizado por la esperanza y el combate; no puede menos que marcar la impronta de su arte verdadero y sus expresiones naturales con su fuerza expresiva acumulada.

La historia contiene el arte y el arte, recreación de la realidad, contiene a la historia.

La historia, decíamos, no es una abstracción del vacío. Es, en nuestro caso, la trayectoria de la nación y la cultura cubanas por el desarrollo de las armonías, tensiones y contradicciones  que las han llevado a su caracterización de hoy. Solo identificando ese proceso podemos identificarnos y superarnos en la vida y en el arte, como resultado de su continuidad y desarrollo. Razones todas para que la historia cubana y latinoamericana transite con vigor por las imágenes del cine cubano, a la que se suma una más, tan legítima como las anteriores: el orgullo de quien, no inferiorizado, descubre desde su justo lugar sus propias fuerzas, en una historia que es su fuego prometeico.

Reprimida, secuestrada, desaparecida, nuestra verdadera historia tuvo como condena dejar de ser ella misma, ser su caricatura; un engendro  del laboratorio imperialista. De la historiografía a la música, del cine que veíamos a la retorica discursiva que escuchábamos, frente a la autentica tradición del arte nacional y sus expresiones populares más ricas y prometedoras se oponía un “arte superior”, arte de minorías miméticas, transculturadas y degeneradas pero dominantes. Era el arte que acompañaba la otra imagen de la historia. La cultura popular quedaba como un concepto menor y discriminado; divertimento del ruedo, en palabras dichas y sentidas entre comillas burguesas  y colonizantes: “el folclore”, “la tradición”, en unos casos olvidados con la historia que acompañan, en otros “estilizados”, que en realidad quería decir traicionados, deformados, lastrados, asfixiados: reprimidos.

Esto explica que antes del triunfo revolucionario la trascendencia de los valores más elevados de nuestro arte y nuestra cultura, vivamente enraizados en nuestra historia y tradición popular nacional, no podía sino a su vez convertirse en expresión de resistencia cultural antiimperialista.

Restituir nuestra verdad histórica es, en lo político, un acto de consecuente antiimperialismo y en su esencia el lógico pronunciamiento de nuestra afirmación como individuos y como nación. Pero esto no lo reducimos a un principio de justicia o de nuestra legítima defensa.

Con anterioridad enunciamos otro elemento nuclear de esta problemática: el análisis y expresión del presente. La historia y su incidencia en la obra general del cine cubano es tambien la necesaria apoyatura para las interpretaciones de lo contemporáneo y aún de sus perspectivas.

Tomando el cine cubano como fenómeno de conjunto, este no puede expresar el presente como una de sus aristas, sin transitar en su interpretación general los nexos de este presente con el pasado y con el futuro.

Esta concepción dialéctica ha sido expuesta una y otra vez en los planos de la teoría del conocimiento.

Antes que Marx y Engels desarrollaran la dialéctica materialista y el ella el principio del historicismo como uno de los más importantes, dado que la teoría de un objeto no puede dejar de ser simultáneamente su historia; Hegel, por su parte, había ridiculizado las concepciones que hacen de la historia un simple balance en el presente o en el futuro de las situaciones del pasado.

Al igual que los fundadores de la concepción materialista de la historia, Lenin consideraba la apelación al pasado un componente obligatorio para comprender el sentido del presente.

Aleccionadora  en su actitud hacia la historia en la que el factor de partida es la convicción de que en la realidad objetiva existe un nexo dialéctico entre el pasado, el presente y el futuro.

La afirmación de Fidel de que en Cuba solo ha existido una Revolución, la que inició Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868, es una síntesis ejemplar del manejo dialéctico de la historia y del reconocimiento de su unidad y continuidad.

Es usual en Lenin, como en Fidel, encontrar frases como “La historia enseña”, “Las masas aprenden de la experiencia de la historia”, etc. Esto evidencia la importancia atribuida por ambos a la función educativa de la historia como experiencia del pasado bien entendida, asumida críticamente.

Si una ya extensa cantidad de títulos del cine cubano sirven consistentemente a la educación de nuestro pueblo en su historia, en sus tradiciones revolucionarias, en sus héroes o en sus definidos perfiles en el arte, también están sirviendo a la educación de nuestro pueblo en su propia identidad antes falseada, y están contribuyendo a nuestro lógico encuentro enriquecido con la nación, con nuestro ser nacional, que es tambien nuestro ser universal.

La experiencia histórica como criterio de la verdad, puede señalarse como uno de los principios metodológicos referidos por Lenin: “… La historia demuestra irrefutablemente…”, decía reiteradamente, es decir, que apelaba a la historia como práctica, como confirmación de unos hechos y crítica de otros.

Decía Marx en sus tesis sobre Feuerbach: “Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento”.

La práctica revolucionaria cubana, la historia de la nación y la cultura cubanas, bien pueden prendarse con orgullo de alimentar la obra de sus artistas, de sus cineastas, porque esa práctica, de modo formidable demuestra y restituye la verdad, nuestra verdad.

Llegados a este punto hay que decir que todo lo anterior se comporta y expresa en el cine cubano como lo que este es: un movimiento artístico, un conjunto de obras ya patrimonio de la cultura artística cubana. Por lo tanto las relaciones con la historia como conocimiento y fuente de expresión, aparecen en el cine cubano con las especificidades que acompañan al arte.

Comparando la idea poética con la científica decía el demócrata revolucionario ruso del siglo XIX, V.G. Belinski: “El arte no admite ideas filosóficas abstractas y tanto menos especulativas: solo admite ideas poéticas. Y la idea poética no es un silogismo, ni un dogma, ni una regla. Es la pasión viva, el pathos… en el pathos, el poeta aparece enamorado de la idea como de un ser vivo, bellísimo, esta apasionadamente penetrado de ella; y no la intuye con la razón, con entendimiento, con los sentidos ni tampoco con una sola facultad de su espíritu, sino con toda la plenitud e integridad de su ser moral. Por eso la idea en su obra no aparece como un pensamiento abstracto, como una forma muerta, sino como una creación viva”.

La historia, su sentido dialéctico de continuidad de experiencia, de reflejo en el presente, de proyección en el futuro, es la marca más significativa en los contenidos y en las formas de aproximación a la realidad de la mayoría de los cineastas cubanos.

La historia, es el gran pathos del cine cubano.

Interesa al cine cubano conocer y actuar sobre la actualidad en sí misma y para ello en un nexo dialéctico la experiencia histórica aporta su material para ser elaborado.

En el fondo radica una concepción revolucionaria ya que tambien es sabido que en ocasiones apelar al pasado, lejos de ayudar a tomar conciencia del presente, impide comprenderlo. Pero no se habla de hacer la suma pasiva de un pasado histórico, cultural y artístico, sino de afirmar la continuidad histórica y cultural de los núcleos expresivos de la nacionalidad y latinoamericanidad, no como una repetición frustrante sino como una constante superación creadora.

Muy reciente al triunfo revolucionario Fidel nos decía: “Nos casaron con la mentira y nos obligaron a vivir con ella. Por eso nos parece que se hunde el mundo cuando decimos la verdad”. Creemos que la Revolución en el sentido de la imagen de nuestra historia hay que hacerla así: como quien hunde el mundo y luego lo saca limpio y a flote.

No hay visión crítica del presente, no hay perspectiva del futuro sin una conciencia revolucionaria que es primero conciencia de la verdadera historia. Eso significa analizar, eso es subvertir, eso es instrumentar ideas que clarifiquen el porqué y el objetivo de la lucha; es comprender para crecer, es hacer la Revolución en el sentido de la imagen de la historia.

Defendemos un cine, ese que al decir de Jorge Sanjines: “En términos dialécticos contribuye a transformar mediante el conocimiento liberador que contiene, el mundo, la realidad objetiva”.

Ese cine, como los cineastas que lo asumimos sabemos que, como también diría el realizador boliviano: “Volver la vista atrás, es también mirar hacia adelante”.

Cuando la historia aparece elocuente y sin velos, cuando la pantalla es escenario del reencuentro con nuestra identidad, espejo y reflejo de nuestra afirmación y enriquecimiento, nos vienen a la memoria las palabras de Cecilio Acosta, aquel venezolano brillante aclamado por Martí: “La historia es el ser interior representado”.

A veinte años del surgimiento del cine cubano podemos ver en él y en la obra de los cineastas revolucionarios de América Latina que le acompañan, desde nuestra historia, desde y hacia nuestra cultura, cubana y latinoamericana, una imagen, la nuestra, que en acto liberador se levanta sobre sus propios pies para reconocerse en el mundo.

(Tomado de revista Cine Cubano, nro.95)