NOTICIA
Una Habana que llora (y que sueña)
La Habana puede demostrar que es fiel a ese
estilo y al estilo que perfila una raza. Sus
fidelidades están en pie. Zarandeada, estirada,
desmembrada por piernas y brazos, muestra
todavía un ritmo. (...) Tiene un ritmo de
crecimiento vivo, vivaz, de relumbre presto,
de respiración de ciudad no surgida en una
semana de planos y ecuaciones.
José Lezama Lima
Dentro de la producción cinematográfica cubana realizada a partir del tercer siglo y el tercer milenio, Suite Habana, de Fernando Pérez (Madagascar, La vida es silbar...) es otra cosa. Y no me refiero tan solo a la cuestión genérica que, a decir verdad, cada vez preocupa menos: el cine ya no se clasifica; da lo mismo si la nueva cinta es un documental o no. En puridad lo es, más con abundantes elementos fictivos como para «confundir». Dígase cine y ya se ha dicho todo, en tanto esa capacidad de conmover, de convencer, de promover, de proponer, que todo y más, aparece en esta pequeña pieza cuyo título remite a una forma musical que, en italiano antiguo, significaba «sonata de cámara» , en oposición a la otra, más colectiva, que sonaba en las iglesias.
La pieza de Fernando tiene, en efecto, el sentido de una obra íntima, hecha como para decir al oído, aún cuando su proyección final es múltiple, tal si un gran amplificador multiplicara sus acordes. Pero un término inglés de los siglos XVII y XVIII para designar la suite es lesson, aludiendo, sin duda, a su carácter didáctico, y también en ello cuadra esta pieza fílmica, la cual, sin alardes pedagógicos dice, enseña tanto sobre cierta, o ciertas Habana(s) que no siempre, si entran en la mirada, se quedan en la retina. Fernando ha orquestado una suite que ataca, en el mejor sentido, todos los sentidos, que provoca una sinestesia múltiple, una reacción en cadena pero relacionada siempre con nuestra más íntima sensibilidad.
El día a día, o un día al azar, de varios citadinos, no precisamente la gente más exitosa en cuanto a posibilidades económicas, constituye el superobjetivo del realizador; sobre todo la familia de un niño con Síndrome de Down, y además, un médico con vocación de clown, un trabajador de servicio de la Salud que en las noches actúa como travesti, un hombre que rompe con todo por seguir a una mujer a Miami, una anciana que vende maní, un bailarín que trabaja en la albañilería para reparar su casa y ayudar a la madre...
Esos seres son los protagonistas, o el protagonista coral de Suite Habana: la cámara los sigue, alterna e intercala sus acciones comiendo, bañándose, trabajando, descansando... pero siempre soñando. El tiempo de esta película es el gerundio: nunca esta gente se detiene, siquiera cuando aparenta no hacer nada; luego, el gran mensaje de la obra es que, al contrario de lo escrito un día por el ilustre Calderón de la Barca, los sueños no solo son sueños, sino acicates perennes para luchar, para empinarse, para seguir viviendo, y sobre todo, para encontrar incentivos en la vida, por muy amarga y difícil que esta parezca o de hecho, sea.
No es fácil la existencia para esas personas que seleccionó el lente de Pérez: cuentan con pocos recursos, tienen que trabajar fuerte para sobrevivir, pero aún así en cada acción de ellos hay un reto, una afirmación, una meta. Por eso, aunque la lluvia pertinaz que rueda en forma de lágrimas por los ojos estáticos de John Lennon en su parque quizá nos comunique tristeza o sensación de derrota, nada de eso: La Habana y sus habitantes, sobre todo estos, los más humildes, los menos aventajados, llevan en sí aquella condición martiana de la constancia, el sacrificio, la voluntad incansable que el Apóstol plasmó en un artículo donde alababa las virtudes del cubano: «Vindicación de Cuba».
¿Y cómo ha procedido Pérez? En poco más de una hora elimina prácticamente los diálogos; a golpe de imagen y sonidos nos trasmite esas y otras ideas. Confeso deudor del norteamericano Goofrey Redgio (Kooyanisqatsi, Powaqatsi), el cineasta procede mediante un admirable trabajo de ambientación: su Habana es más espiritual que física, aún cuando muchas de sus calles, sus «hombres trabajando», su paisaje, aparezcan en pantalla. Sin embargo, hay sobre todo una «Habana auditiva», una geografía sonora que tanto nos caracteriza: el mapa de tantos ruidos característicos, mujeres que comunican sus mensajes a gritos, sonidos peculiares del tráfico y las obras constructivas, han generado, más que la pieza emblemática, toda una sinfonía, a la cual se une el ejemplar (en todo sentido) tratamiento musical de ese colaborador habitual del realizador: Edesio Alejandro.
Él ha diseñado unos pasajes de cuerdas realmente hermosos, con ecos impresionistas que en vez del mero subrayado ambiental, «comentan» los estados de ánimo de los personajes, inducen al espectador al perenne diálogo con ellos que sugiere la diégesis. Otras veces hay pasajes más complejos donde el sintetizador imita estructuras como el cuarteto, o nos presenta una verdadera fuga donde las alternancias instrumentales emulan las sustituciones y mezclas de los personajes.
De cualquier manera, la banda sonora es un elemento esencial en la cinta, por cuanto contribuye a llenar uno de los propósitos del realizador: hacer la historia, las historias, mediante la alusión, en este caso sonora; acercarnos un mapa que permita identificar la ciudad y sus habitantes desde el lenguaje especial que recibe el oído.
Pero si importante es esto, no menos lo es, claro, el aspecto de la imagen; cierto que la textura digital no ofrece la calidad visual a que nos acostumbró el celuloide, pero de cualquier modo, el trabajo en este campo resulta admirable; en primer término, lo propiamente fílmico se acerca de modo inteligente al mundo de esas personas que integran el macromundo, ese contexto mayor que informan. Así, de la panorámica al big close-up, la cámara emprende un examen más introspectivo que externo: a veces capta, repetidamente, un ventilador, pero este se erige en un sema preciso, esencial, pues el objeto abunda en las condiciones climáticas, en las necesidades de la familia, en el movimiento de todos en función de uno de sus miembros...; otras es un rostro, o una actitud reiterada: la anciana que mira invariablemente la TV (en blanco y negro) donde, también de modo constante pasa lo mismo: manifestaciones, marchas populares, «tribunas abiertas», o son planos americanos en torno a la acción de bañarse, no una mera acción física de rutina, sino la expresa voluntad de «sacudirse el polvo del camino», también literalmente con el objetivo expreso de seguir adelante, de pasar a otro momento de la lucha, aunque este consista en el inevitable reposo del guerrero.
Entonces, el trabajo de planos y encuadres responde a un estudiado mecanismo de relojería que no ahorra iteraciones (aparentemente superfluas, algunas de ellas) para comunicar las ideas tan no(ta)blemente armadas y mejor proyectadas que animan al director: esas vidas no están vacías; el sufrimiento de esos seres no tiene nada que ver con aquel existencialismo sartriano que invitaba a cruzarse de brazos y a caer de bruces en la anemia y el quietismo; la rutina del cotidiano lleva a la otra dimensión del círculo, en cada vuelta del reloj y de la tuerca esos personajes estarán cada vez más cerca de sus propósitos, de sus más recónditos anhelos, aún cuando dejen un pedazo de sus vidas en el intento...Y la cámara ha sintonizado de tal modo con esos ideotemas que se vuelve un siervo eficaz, pero a la vez creativo, cómplice, lúcido, a cada acercamiento, a cada travelling.
La labor del director de fotografía (el cada vez más inmenso Raúl Pérez Ureta) tiene, claro, una responsabilidad superlativa en ello. El imprescindible pintor de otros abordajes habaneros en la obra de Fernando —o más bien los mismos, solo que precedentes, iniciales paletadas de un gran mural ahora completo— retoma sus miradas agudas, hondas, nada epidérmicas que ya lanzara en Madagascar y La vida...; esta vez, con un énfasis en el claroscuro que define en buena medida, la poética de este maestro en el lente, aquí sumado a proyectar esa visión más espiritual y metafísica de la capital que su personalidad externa; claro que ella está también desde sus rincones, sus muros donde alguna leyenda, con falta de ortografía incluida, proyecta un estado del alma; su tráfago, su tráfico, sus calles soleadas o artificialmente iluminadas en las cerradas noches, pero sobre todo brilla Ureta en la profundidad de campo, en esos interiores donde las vidas convocadas han erigido sus refugios, los cuarteles personales de cada lucha cotidiana, y ahí aparece el sutil contraste, la imperfecta belleza del segmento que tanto define Suite Habana , privilegiando la paleta amplia, colorida o la gama tenue, íntima, según lo requieran la situación y/o el personaje.
No por último, menos importante, es la edición, a cargo de otra «reincidente» en la obra de Fernando Pérez: Julia Yip. Sin un montaje esmerado, incluso preciosista, la película no sería lo mismo; de entrada no podría haberse conseguido ese sistema donde cada elemento responde al todo. La ilación de los diferentes casos, de modo que resultan uno solo, responde a un creativo trabajo que demuestra, de nuevo, cómo este rubro del cine es más un arte que una técnica; Yip ha sabido contribuir al singular tempo logrado por la obra desde un sabio sentido del tiempo y el espacio; ambas categorías parecen fundirse en una sola, de modo que los delicados engarces entre los planos que refieren a la diversidad-unidad con que se juega todo el tiempo en el filme, no pueden apreciarse por el espectador que simplemente se sumerja en el decurso de la historia.
Esa alternancia, yuxtaposición, mezcla, o como quiera llamársele a la manera en que se imbrican momentos semejantes de las vidas elegidas, seguidas, delatan una mano precisa, amén de sensible, pues no se trata de un simple proceso artesanal, sino de un muy bien pensado e interiorizado juego de causales que imita la propia vida. Y así funcionan el racord, las delicadas transiciones y, como decía, el peculiar tempo ideado por Fernando Pérez, concebido para trasmitir una ciudad reflexiva, meditada.
Suite Habana es un paso firme en el estudio que más de un artista (dentro y fuera del cine) realiza en torno al carácter y la idiosincrasia del cubano, dentro de unas condiciones histórico-concretas que, bien sabemos todos, son muy peculiares, porque estos seres que se mueven entre las columnas de la hermosa, mas a ratos afeada capital, pueden encontrarse en muchos puntos allende a la misma.
Pero es también el personal homenaje que el artista Fernando Pérez realiza a la ciudad que lo ha visto crecer y crear; es su Habana, la Habana de muchos, compartida, multiplicada, dolida, La Habana que cobija a su sombra y su sol, esos inderrotables sueños que le confieren buena parte de su hermosura y de su grandeza.
(Tomado de La Jiribilla)