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Tres piezas para recordar arte y oficios de Rigoberto López
Cineasta y guionista, promotor cultural y ensayista, avezado en las artes del periodismo reporteril, Rigoberto López (1947-2019) consiguió hacer sus primeros documentales cuatro años después de entrar en el ICAIC, en 1971, en una primera etapa de su filmografía afincada en el empeño de descubrir el alma de la cultura cubana y su dinámica evolutiva.
Durante los años ochenta, López trabajó incansablemente, dentro y fuera de Cuba, en una serie de documentales de sesgo más reporteril, o periodístico, como Granada: el despegue de un sueño (1983) y El viaje más largo (1987), que de acuerdo con la opinión del ensayista cubano Mario Naito, en el artículo “El documental cubano desde sus orígenes hasta nuestros días”, se encuentran “entre la producción más descollante del documental cubano del ICAIC de los años ochenta”.
En los mencionados documentales, y en otros suyos de los años ochenta, el cineasta manifestó sus opiniones de autor respecto a los temas que más le preocupaban, es decir, la cultura caribeña y cubana, la música de estos países, la enorme ascendencia de lo africano en esta zona de América Latina, la lucha de las naciones por la emancipación y la igualdad.
Sin embargo, luego del notable aval conquistado en el género documental, el realizador sobresale en la ficción cuando realiza el excelente mediometraje La soledad de la jefa de despacho (1989), con una espléndida actuación de Daisy Granados. Con guion de Alberto Pedro y el director, y excelente fotografía de José Manuel Riera, en función de resaltar la tragedia del personaje y de revelar gradualmente hacia el final el verdadero motivo de su angustia, La soledad de la jefa de despacho avisó tempranamente sobre ciertas tendencias al consumismo individualista y el aburguesamiento en el marco del funcionariado burocrático.
En la década de los años noventa, que marcó la mayor crisis productiva del cine cubano, López realizó tal vez su obra maestra, el documental de largometraje Yo soy del son a la salsa (1996), que el cineasta consideraba resultado de un momento decisivo en la historia de Cuba, cuando se precisaba como nunca “la reafirmación y la defensa de su identidad, es decir, de los ejes que conforman eso que llamamos cubanía”.
Con guion de Leonardo Padura, Yo soy del son a la salsa muestra los orígenes del son cubano y la evolución hacia la salsa que se hacía en los Estados Unidos y Puerto Rico, La Habana y Caracas. Se recogen testimonios de los protagonistas y conocedores (Isaac Delgado, como anfitrión o narrador, Celia Cruz, Tito Puente, Oscar D’León, Cheo Feliciano, Marc Anthony, el Gran Combo, Johnny Pacheco, Eddie Palmieri, Gilberto Santa Rosa y muchos más) sobre la larga historia de un movimiento musical que ha hecho bailar al mundo entero.
Según Rigoberto López, este documental se realizó porque “la música popular cubana está en el centro de la identidad; creo que es un acto de reconocimiento, pero otra lectura que está en la película es el subrayado de que la cultura popular es un lugar de encuentro, de coincidencias, para todos los cubanos. Y dado que la cultura popular cubana es muy conocida, fuerte y rica, y deja su impronta en todo el que sea cubano, viva en Alaska, Miami o El Vedado, esta película propicia un reconocimiento de esa identidad nuestra, y al propiciarlo muestra cuánto de común tenemos los cubanos, estemos donde estemos, e incluso con puntos de vista muy distintos sobre el presente y el destino de Cuba”.
Muy distinto, aunque tal vez no tanto si se comprenden los temas que obsesionaban al cineasta, es el documental también de largometraje Puerto Príncipe mío (2000), que cuenta con un dream team integrado en la fotografía por Iván Nápoles y Rafael Solís, la edición es de Manuel Iglesias y la música fue creada por Sergio Vitier y George Rodríguez.
El filme retrata el caos y degradación que dominan la superpoblada capital de Haití, dentro de un testimonio fílmico que colinda con la tragedia, pero también testimonia el espíritu de supervivencia y los intentos por evadir la pobreza y la desintegración.
Después de realizar Puerto Príncipe mío, el cineasta argumentó en la Revista Cine Cubano que todo documental debe “revelar los costados más expresivos del tema y de las ideas, su potencialidad poética, su posibilidad dramática. Respetar las exigencias dramatúrgicas del documental, asumir el género consecuentemente allí donde la realidad demanda de su lenguaje y no de otro, es reverenciar las cualidades poéticas de la realidad, y eso es un desafío para el artista”. Queden sus ideas como una lección para todos los que hacen documentales en Cuba.