Yojimbo

Toshiro Mifune: El actor japonés más popular en Cuba

Mar, 06/16/2020

Desde la pantalla, con su desaliñado aspecto, provocó nuestra risa al rascarse frenéticamente, o vestido con el atuendo de samurái, sus gritos, sablazos y saltos nos estremecieron. Toshiro Mifune, de quien conmemoramos el centenario de su natalicio el primero de abril de 2020, devino figura mítica no solo en nuestro ámbito: sus personificaciones de samuráis terminaron por sustituir en las carteleras de los cines cubanos en los años 60 y 70 del Siglo de Lumière al arquetípico cowboy de las películas norteamericanas del Oeste. Encarnó hombres que se valen de su fuerza y destreza verdaderas y que generalmente luchan por causas justas.

Contrariamente a la creencia general, Toshiro Mifune no nació en Japón, sino en Tsingtao, China. Siendo muy joven, sus padres de origen nipón retornaron a su país. Tras permanecer activo por 5 años en el servicio militar, hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, Toshiro no encontraba trabajo. Solicitó empleos en diversos lugares hasta que finalmente lo halló en la compañía productora cinematográfica Toho, como auxiliar de camarógrafo, a los 25 años de edad.

Su debut como actor en el cine ocurrió en 1946, cuando el director Senkichi Taniguchi advirtió la prestancia y el dinamismo de aquel joven y le ofreció un pequeño papel, el de un simple bandolero en su película Estos tiempos tontos. Satisfecho con su labor, al año siguiente volvió a llamarlo para Sendero nevado, en el que le confió un personaje con mayor protagonismo. Esta película fue vista por el realizador Akira Kurosawa, quien decidió contratar a Mifune para la cinta El ángel ebrio (1948), sobre la relación entre un gánster de la mafia japonesa, laYakuza, enfermo de tuberculosis, y el médico alcohólico que lo atiende.

Así comenzó su brillante carrera ante las cámaras y, al mismo tiempo, surgió uno de los binomios intérprete-director más famosos, sólidos y duraderos en la historia del cine. Kurosawa ya no puede prescindir de él y le asigna un papel en su siguiente película: El duelo silencioso (1949). A continuación, lo une a Takashi Shimura —otro de sus actores preferidos—, en su segunda incursión en el cine negro: El perro rabioso (1949), acerca de un joven detective al que le roban la pistola, y en el drama Escándalo (1949). Pero no es hasta la irrupción de Rashomon (1950), en el Festival de Venecia, que provoca el sorprendente descubrimiento del cine japonés por Occidente y, con este, de un autor tan prolífico y relevante y un actor imposible de olvidar como el bandido enjuiciado por asesinar a un señor feudal y violar a su esposa.

Toshiro Mifune reúne una filmografía superior al centenar de títulos, de los cuales dieciséis fueron dirigidos por Kurosawa. Aunque actúa con otros directores como Hiroshi Inagaki y el propio Taniguchi, es al renombrado Kurosawa a quien debe sus mayores éxitos artísticos. El llamado Emperador del Cine posibilitó a su actor fetiche el pleno lucimiento en piezas magistrales: el hombre epiléptico salvado del fusilamiento por sus crímenes de guerra en El idiota (1951), versión de la novela de Dostoievski, el desequilibrado de Los siete samuráis (1954), brillar en el drama de posguerra Crónica de un ser vivo (1955), su impresionante caracterización del ambicioso Macbeth en Trono de sangre (1957), rodada el mismo año, en que asume un personaje delineado por Máximo Gorki en la adaptación de Los bajos fondos. Kurosawa halló en él un actor maleable del que pudo extraer el máximo de su talento y expresividad. Quienes lo vieron dirigir expresan que el cineasta se comportaba con él y con los miembros del equipo de igual modo que el teatrista Konstantin Stanislavski en los ensayos donde aplicaba su método. El realizador le permitía orientarse hacia donde pretendía, según su intuición, pero, poco a poco, entre los dos conformaban los rasgos del personaje.

Mifune podía mostrar su intrepidez sable o lanza en mano en La fortaleza escondida (1959), concebir un invencible Yojimbo en El bravo (1961) —por el que obtuvo la Copa Volpi a la mejor actuación en el 22 Festival de Venecia—, al que siguió la secuela Sanjuro (1962), sin olvidar el padre desesperado por el secuestro de su hijo en Cielo e infierno (1963), traslación a Japón de una novela de Ed McBain. Yasumoto, el médico humanitario, tildado de arrogante y tirano de Barba Roja (1965), marca su última colaboración. Las causas de la ruptura del estrecho vínculo profesional no fueron muy difundidas. Coincide con la crisis de Kurosawa, provocada por el sistema de producción industrial del cine japonés.

Por su sensible caracterización de Matsu, que se gana la vida como conductor de rishka, un vehículo de tracción humana en El hombre del carrito (1958), de Hiroshi Inagaki, Mifune había recibido en el Festival de Karlovy Vary su primer premio de interpretación. Domina la acrobacia, el judo —alcanzó la cinta negra, sexto dan—. y se defiende en otras artes marciales. Esas habilidades le permiten consolidar su revelación en obras posteriores como el actor idóneo para intervenir en las sagas medievales que menudeaban en la producción del cine japonés. Entre estas pueden citarse: El audaz y el castillo (1961), de Inagaki, El pirata samurái (1964) y Los gigantes del desierto (1966), ambas dirigidas por Senkichi Taniguchi, El samurái rebelde (1967), excelente cinta de Masaki Kobayashi, y La espada maldita (1967), de Kihachi Okamoto, entre muchísimas otras. La mayoría fue estrenada en salas cubanas como parte de esa invasión que parecía teñir la pantalla de rojo por los surtidores de sangre que estallaban con demasiada frecuencia. Al mismo tiempo, sus dotes para los registros dramáticos íntimos y complejos le facilitan interpretar a un personaje legendario (Kansuke, el estratega), uno histórico (El día decisivo) o el magnate de una inmobiliaria, concebido originalmente por los guionistas de Los malos duermen bien (1960), thriller a lo Kurosawa.

En un momento preciso de su carrera, el afamado actor funda su propia compañía, la Mifune Productions, Ltd., a través de la cual financia su debut como director con La herencia de los quinientos mil (1963) y Samurái asesino (1965), de Kihachi Okamoto. Inevitablemente, descuella donde quiera que aparece, no importa la intrascendencia de algunas películas que explotan su estereotipo, como Zato Ichi se encuentra con Yojimbo (1970), de Okamoto, que lo reunió junto a Shintaru Katsu, muy popular por su esgrimista ciego. Entre los cineastas que más admira, después de Kurosawa, su mentor y mejor amigo, cita al estadounidense William Wyler y al francés Marcel Carné. Configura la imagen del samurái por excelencia, pero trata de no ser encasillado como tal y acepta desempeñar papeles disímiles, siempre con acierto. Si difícil es encontrar un género cinematográfico que no esté presente en su nutrido itinerario —tal vez el musical sea el único—, mucho más es afirmar cuál de sus actuaciones es la más lograda.

Por mucho tiempo rechazó numerosas ofertas de Hollywood. Sin embargo, no vaciló ante la invitación del cineasta Ismael Rodríguez para interpretar a un indio mexicano en Ánimas Trujano (1967), a pesar de no conocer una sola palabra en español, idioma en el que se entrenó sobre la marcha. Poco antes actúa como manager de un equipo japonés de carreras automovilísticas en la producción internacional Gran Premio (1966), rodada en Europa con un reparto estelar por el norteamericano John Frankenheimer. Luego interviene en Sol rojo (1970), un Oeste spaghetti dirigido por el británico Terence Young, en el que compartió créditos con Alain Delon, Charles Bronson y Ursula Andress. Nueve años más tarde, Steven Spielberg logró convencerlo para aparecer fugazmente en su comedia 1941 como el oficial japonés que asoma desde la torreta del submarino al inicio de la película. Su última actuación en el cine, a los 75 años, fue en Río profundo (1995), bajo la dirección de Kei Kumai, Dos años más tarde, el 24 de diciembre de 1997 falleció en Tokio.

Toshiro Mifune, completísimo actor, representa aún la personalidad más vigorosa entre los intérpretes del cine japonés de todos los tiempos. Al referirse a cómo Kurosawa descubrió e intervino en el proceso de maduración del talento histriónico de varios actores, el crítico colombiano Juan Diego Caicedo coincide, por supuesto, en señalar la inmensidad de su Yojimbo y la define en estos términos:

“La atronadora, jupiteriana impronta de Toshiro Mifune, un gigante de la interpretación dramática que fue su primer alter ego. Mifune, proteico y polifacético, ardiente y tierno, brutal y elegante, informal y recatado, es una de las presencias más impactantes que hayan nacido en la pantalla, tan convincentemente cautivante, que su nombre estará eternamente asociado al de su director. Hicieron juntos dieciséis películas, que suman más de la mitad de la obra del cineasta japonés. […].

”En resumidas cuentas, una carrera exageradamente ideal para un solo actor, una carrera de realidades imposibles, de metamorfosis drásticas e incomprensibles para el sentido común y las buenas costumbres. Trayectoria temible, pero singularmente atractiva de un meteoro humano que se catapultó a la fama de la mano de un guía paternal y amigo fiel, que fue capaz de maximizar su potencial para regocijo unánime del público internacional” 1.

Dúctil, expresivo, Toshiro Mifune conoce a fondo los secretos de la actuación cinematográfica, sabe dominar el gesto. Su potente voz y sus precisos movimientos guardan estrecha relación con los desplazamientos de la cámara. Nos quedamos esperándolo. Sus múltiples compromisos de trabajo le impidieron aceptar la invitación que, en representación del ICAIC, le manifestaron personalmente Julio García Espinosa y Raúl Taladrid en el descanso de un rodaje, en el cual lo visitaron y sostuvieron un fraterno encuentro. Si “incomparable” es el adjetivo que más se aproxima a alguien como él, su nombre, para los espectadores cubanos, es sinónimo de cine japonés.

1 Juan Diego Caicedo González. “La historia de un suicidio frustrado por el sol”. Kurosawa 101, Cinemateca Distrital de Bogotá. Bogotá: IDARTES: 2010.

(Tomado de Cartelera Cine y Video, nro. 174)