NOTICIA
Shakespeare en el oeste neoyorquino
Si a veces Noche de clásicos, el espacio de los viernes en el canal Clave, se apresura un tanto incluyendo en su programación títulos que aún no detentan el tiempo suficiente para probar tal condición, recientemente sí dio en el clavo y además se vistió de gala con el filme West Side Story (Robert Wise y Jerome Robbins, Estados Unidos, 1961).
Basado libremente en una de las tragedias más conocidas del inglés universal William Shakespeare (1564-1616), Romeo y Julieta, que, como otras de ese grupo (Hamlet y Macbeth, sobre todo) han sido adaptadas a los más diversos registros teatrales, cinematográficos y hasta danzarios, primero ocupó exitosamente el dinámico mundo de la escena musical en Broadway, para luego saltar exitosamente al cine.
Con libreto de Ernest Lehman, música de Leonard Bernstein y letras de Stephen Sondheim, el espectáculo recrea libremente el malogrado romance de aquellos jóvenes que en la Verona isabelina desafiaron a sus familias rivales mientras traslada la historia al Upper West Side neoyorquino de mediados de los cincuenta y explora la rivalidad entre dos bandas juveniles de diferentes etnias: los Jets (de raíces europeas) y los Sharks (de origen puertorriqueño). Todo se complica cuando Tony, un antiguo miembro de los primeros, se enamora de María, la hermana del líder en la pandilla contraria.
Como decíamos, cuando Wise decide llevar a la pantalla el conocido referente shakesperiano desde el lenguaje del teatro musical, ya este había triunfado profusamente en el fuego caldeado de Broadway cuatro años antes, al punto de granjearse seis nominaciones a los Tony, como se sabe, los premios al teatro en Estados Unidos.
El filme aprovechó la coyuntura del éxito teatral sacando partido a la confluencia de ritmos latinos que comenzaban a imponerse en la patria del jazz desde hacía varias décadas, permeando y enriqueciendo el de por sí rico pentagrama norteamericano, y la legitimación de las luchas por los derechos de las minorías étnicas que ganaban terreno dentro del magma civil y social del momento, todo ello envuelto en polirrítmicas canciones, imaginativas coreografías y la inserción feliz del romance y los meandros de la tragedia en los palpables conflictos sociales que ocurrían fuera de las salas.
Enfrentarse a la versión fílmica de 1961 (mientras esperamos con ansias el remake dirigido nada menos que por Steven Spielgberg propuesto para diciembre de este año si la pandemia lo permite) implica constatar la vigencia de un relato cinematográfico que, aun sin renegar del genotexto teatral, detenta una dinámica y un vigor propios de la pantalla.
La sensual vitalidad de sus coreografías, la gracia y riqueza de su música, la fotografía y dirección de arte, junto a vestuario y maquillaje no menos rigurosos, o la precisión de un montaje que empalmó de modo admirable las secciones, acercándonos a los turbios ambientes marginales del Nueva York cincuentero, y la manera en que el aura shakesperiana emerge dentro de un cronotopos tan alejado del hipotexto literario, pero cuyas pasiones y tensiones para nada se diluyen ni empobrecen, al contrario, se complementan con los desempeños de brillantes actores/ cantantes/ bailarines ―Natalie Wood, George Chakiris, Richard Beymer, Rita Moreno…―.
Todo lo anterior nos confirma la justeza en esta ocasión de las diez estatuillas alcanzadas entre las once categorías a que estuvo nominado el filme (incluyendo mejores película y director) dentro de los premios Óscar, la notable recepción de crítica y público y la clasificación de obra “cultural, histórica y estéticamente significativa” por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos o la selección para su preservación en el National Film Registry.
Una vez más, Shakespeare se confirma nuestro contemporáneo, gracias a la magia y el espectro ilimitado del séptimo arte.