NOTICIA
Raúl Canosa: no solo el productor de Lucía…
No es raro detectar la omisión, generalmente imperdonable, de alguna personalidad en cualquier diccionario o libro de referencia. En el archivo de la Cinemateca de Cuba no existía expediente alguno suyo. Por ese motivo, la ficha biofilmográfica del productor cubano Raúl Canosa fue excluida del Diccionario de Cine Iberoamericano publicado por la Sociedad General de Autores y Editores. Unos pensábamos en su desaparición; otros, que se había marchado del país.
Cuando en diciembre de 2017 en la casa del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano tratamos de localizar a los sobrevivientes del equipo de realización de Lucía para invitarlos a la presentación de la copia restaurada, descubrí con sorpresa que el camagüeyano Raúl Canosa, nada menos que el productor de ese clásico, y también de un conjunto de valiosos documentales, vivía a escasas cuadras del edificio ICAIC, donde trabajó desde 1959. Era uno de esos tantos olvidados cuyos testimonios sobre la historia de nuestro cine ameritan preservarse. Acometí la tarea de reconstruir su filmografía título a título y año a año. Contacté de inmediato a Luis Lacosta, con quien comparto la pasión por el registro de la memoria del cine cubano, y él se encargó de coordinar y filmar esta entrevista con el octogenario profesional, quien comenzó así su testimonio:
“Nací el 21 de junio de 1934. Siempre me gustaron mucho la pintura y el dibujo. Me especialicé en el humorismo; en algunas publicaciones allá en Camagüey aparecieron algunas de mis caricaturas. Vine joven para La Habana, donde tuve que trabajar y luchar mucho hasta que pude comenzar en la parte escenográfica del teatro, en la Academia de Arte Dramático que dirigía Mario Rodríguez Alemán cuando aún no había triunfado la Revolución. Posteriormente, me integré al servicio de publicidad en la agencia Siboney como escenógrafo de comerciales para la televisión. Esas fueron mis primeras experiencias serias de trabajo. En Camagüey había realizado algunas incursiones en cine, porque yo rotulaba también y a veces dibujaba carteles que eran filmados por un camarógrafo llamado Manuel Cano. Con él hacíamos trabajos esporádicos que yo ni cobraba siquiera y se proyectaban en las salas de cine antes de comenzar la función. Era un tipo de publicidad comercial que se empleaba mucho en la época”.
¿Y cómo fue su vínculo con el ICAIC?
Esa fue una etapa de transición para mí, porque prácticamente con las medidas económicas que se tomaron en el país se acabó la publicidad comercial y dejó de existir la publicitaria Siboney con la que realicé muchos trabajos. Me ligué entonces a la Dirección de Cultura del Ejército Rebelde, y estuve trabajando en un departamento de teatro que crearon. Recorrimos todo el país representando algunas obras, y fue en ese momento que establecí contacto con Julio García Espinosa. Un día le hablé y le dije que no tenía trabajo, y en el verano de 1959 me llamaron para trabajar en el ICAIC. Éramos muy pocos… Fui uno de los primeros con expediente laboral en el instituto.
¿Puede hablar sobre los primeros documentales en su filmografía: Carnaval, de Fausto Canel; y Ritmo de Cuba, realizado por el fotógrafo catalán Néstor Almendros?
Carnaval tenía dos directores: Fausto Canel y Joe Massot, a quienes se les ocurrió una idea sencilla, todo un hallazgo: se utilizó una pareja para mostrar aquellos festejos del carnaval, y aprovechamos el primero que se realizó después del triunfo de la Revolución para hacer el documental. La recuerdo como una experiencia interesante. En Ritmo de Cuba trabajé con Néstor Almendros, que en ese momento era más documentalista, aunque después se especializó en la fotografía. Lo filmamos en el teatro de Miramar, que se llamó primero Blanquita, después le cambiaron el nombre por Chaplin y hoy es el Karl Marx.
Ya dentro del ICAIC integra el equipo de realización del documental La montaña nos une, dirigido por Jorge Fraga…
No, anteriormente trabajé como asistente de producción de Alberto Roldán en Tierra olvidada, filmado en la ciénaga de Zapata por Oscar Torres. Para mí fue la experiencia más interesante desde el punto de vista artístico, porque Oscar dirigía muy bien. Él pasó por el Centro Experimental de Cinematografía de Roma, donde estuvo trabajando la línea del neorrealismo. Tenía una maestría especial para dirigir a los campesinos del lugar, seleccionados como actores. Me impresionaba mucho como él dirigía.
Quiero que se detenga en Minerva traduce el mar, que realizaron Humberto Solás y Oscar Valdés para Enciclopedia Popular.
Enciclopedia… fue un departamento que creó el ICAIC, que no tenía grandes pretensiones artísticas, pero sí fue bueno para la formación técnica del personal y en la producción de notas didácticas de fácil comprensión para los espectadores. Fue como un aporte del ICAIC a la campaña de alfabetización que se desarrollaba en todo el país. Era un área que contenía todos los elementos para realizar los procesos del cine. Y allí aprendió mucha gente. Desde un preguion se realizaron muchos documentales de carácter didáctico para los que a veces hubo que hacer profundas investigaciones. La Enciclopedia estuvo dirigida por Octavio Cortázar y Enrique Pineda Barnet. Y yo era el productor de todo aquello.
Posteriormente, ya por razones económicas y otras que no recuerdo, hubo que variar las estructuras, y se aprovechó el personal para la producción de algunas películas, porque la idea de la filmación del ballet Giselle surgió allí. En un principio iba a ser un documental, pero Enrique Pineda Barnet lo complicó ¡y hubo que filmar el ballet completo! Esa experiencia fue muy interesante, porque exigió un estudio tremendo: ¡todos tuvimos que estudiar el ballet! Existía un gran amor por lo que hacíamos. Creo que los tiempos han cambiado bastante. Primero, como productor, yo creaba un contexto y se establecían relaciones de amor y amistad entre el equipo de filmación. Y ese clima de trabajo nos ayudó mucho a nosotros, esa política de llevarnos bien fue importante. Teníamos apoyo de las distintas organizaciones de masas y económicas del país. En todo sentido nos ayudaron siempre en aquella etapa incipiente. Ya después los tiempos fueron cambiando, por supuesto.
Minerva… surge a partir de un poema escrito por José Lezama Lima que sirvió como punto de partida para el argumento que se les ocurrió a Humberto y Oscar. Si no me equivoco, eso lo fotografió, junto a Jorge Haydú, un alemán que estaba aquí.
¿Esa estrecha unión, la rica atmósfera creativa reinante y la suma de esfuerzos entre todos los que integraban el ICAIC en aquellos años fundacionales incidieron en los resultados de un documental como Vaqueros del Cauto, de Oscar Valdés, por ejemplo?
Allí contamos con una gran cantidad de recursos, inclusive realizamos una estampida de miles de reses. Era increíble. Y lo filmamos en la mismísima cuenca de Cauto con esa seguridad en la técnica y el conocimiento inmenso del cine que caracterizaban a Oscar, quien parecía que estaba realizando todo un largometraje del Oeste y no un simple corto documental.
¿Conserva algún recuerdo sobre el documental Portocarrero, de Eduardo Manet?
Portocarrero comenzó con la idea de filmar las rejas barrocas de La Habana, inclusive se filmó en la casa donde yo vivía en la calle Línea, número 508, de El Vedado, en una residencia que tiene una reja maravillosa. Muchos años más tarde Humberto Solás la escogió como locación para la mansión de la protagonista en Amada. La experiencia con Manet en ese documental fue muy buena. Hice otra película con él, el largometraje de ficción El huésped.
¿Qué puede decir sobre David, de Enrique Pineda Barnet? ¿Fue otra importante experiencia?
David fue una producción que tuvo un trabajo muy profundo de investigación. Primero se concibió con las entrevistas a todas aquellas personas que tuvieron relación con Frank País, tuvieran la ideología que tuvieran. Ahí había de todo: creyentes, personas que no creían en nada, otras que eran enemigos de la Revolución, pero nosotros los entrevistamos a todos. Después el documental tuvo dos ediciones. El rodaje en Santiago de Cuba fue muy bueno. La gente se sentía partícipe de todo aquello que estábamos realizando. Esa fue una gran ventaja.
En su filmografía descubrimos documentales muy importantes, como Testimonio, realizado por Rogelio París…
Esa fue otra experiencia extraordinaria. Tuvimos que realizar un trabajo muy grande de investigación acerca de la economía agropecuaria del país, porque es un documental que abarca la genética, la industria azucarera… es decir, todo lo relativo al desarrollo agropecuario. Rogelio quería exponer un posible despegue de esa área de nuestra economía. Fue un gran esfuerzo, que demandó un recorrido por Cuba entera, desde el cabo de San Antonio hasta la punta de Maisí, incluyendo Isla de Pinos, como todavía se llamaba. Rogelio era muy jocoso, muy jodedor. Él quería siempre impresionar, le gustaba mucho impresionar con las imágenes. A veces eso nos creó problemas, porque trataba de hacer cosas que eran inverosímiles. Y entonces, qué ocurre, que a los dirigentes de algunos de aquellos centros agropecuarios les parecía exagerado lo que Rogelio pretendía, y entrábamos en discusiones.
Entre 1964 y 1965 usted produce dos cortometrajes de interés: La jaula, de Sergio Giral, con Titón como actor al lado de la actriz Marta Farrés; y El acoso, de Humberto Solás. ¿Puede evocar algo sobre estas dos primeras experiencias de ellos en la ficción?
El acoso lo filmamos en Guantánamo y La jaula en un hospital de La Habana. El tema de este último tenía como centro a una esquizofrénica, y es un corto que gustó mucho en su momento, sobre todo a los científicos, por la seriedad con que fue abordado el asunto. El actor Miguel Benavides tuvo un entrenamiento muy grande para interpretar al psiquiatra encargado del caso.
Durante el rodaje de El acoso me accidenté. Por allá por la punta de Maisí me quemé y tuvieron que hospitalizarme en Guantánamo. Pese a que Humberto era muy joven y novato no tuvo ningún tipo de dificultades, porque recibió mucha ayuda del equipo y, además, no creo que pudiera tenerlas con la puesta en escena por la seguridad que tenía en sí mismo. El trabajo le resultó verdaderamente fácil con los dos intérpretes, uno tan profesional como Omar Valdés y ella con escasa experiencia, por no decir ninguna.
¿Qué piensa sobre El huésped, que rodó con Manet en 1967?
Según mi criterio, Manet no puso en esa película todo el empeño que podía. Creo que es una obra mediocre por esa razón. Y al final el resultado fue ese. Después se archivó y transcurrieron muchos años sin que se exhibiera.
Mencionar El huésped, con gran parte de sus locaciones en Gibara, conduce a otra pregunta: ¿cómo eran en esa época las producciones del ICAIC en el interior del país, que después han disminuido tanto? Casi todo se filma en La Habana y sus alrededores, pero esa película y otras se rodaron en lugares distantes.
Siempre tuvimos un gran apoyo en Gibara. Manet escogió Gibara y también Campo Florido, porque los interiores los filmamos en una residencia de allí. Recuerdo, entre las múltiples anécdotas, que se le ocurrió seleccionar a una muchachita que estudiaba en una escuela secundaria situada en 17 y 12, porque le gustaba para el personaje que después interpretó Luisa María Güell. Le gustó mucho la chiquita y le dijo que le interesaría que hiciera un papel en una película que estaba preparando. Y ella le respondió: «Bueno, mire, para eso usted tiene que contar con mi abuelo. Tiene que hablar primero con él». ¡Y el abuelo era Gonzalo Roig! Cuando fuimos a verlo para que le diera el permiso, dijo que no, que no quería que ningún familiar suyo estuviera en la farándula. ¿Qué les parece? No sé qué problema tenía con la farándula.
Raquel Revuelta y Enrique Almirante se portaron muy bien en la filmación, aunque después, en Lucía, ella fue de otra manera. Ambos tuvieron mucha disciplina, se llevaron muy bien, como también la cantante Luisa María Güell, que debutó en la película como actriz y cumplió su cometido.
Un título muy raro de este período de los sesenta es La ausencia, realizado por Alberto Roldán.
Esa era una película que tenía un carácter psicológico muy complicado. El actor Miguel Navarro realizó un estudio muy profundo, hasta lo internamos en un hospital para que aprendiera a caminar como lo hacen los hemipléjicos. La preparación fue muy buena, todo marchó bien por el interés enorme de todos los participantes en el rodaje. Fue un trabajo muy estrecho entre la dirección y los actores, entre los que estuvo Sergio Corrieri, también coautor del guion. Roldán trabajó muy duro, con mucho ahínco. Pero el resultado no estuvo a la altura de las expectativas. La ausencia no es una película para la mayoría de la gente, algunos no la entienden.
¿Cómo lo designaron productor de una película tan ambiciosa como Lucía?
Fui designado para producir una película de tanta envergadura como Lucía porque en aquel momento prácticamente al que le tocaba el turno para filmar era a mí. Y aunque no debuté con ella, porque ya había producido otros largometrajes, para mí fue algo nuevo involucrarme en un proyecto tan tremendo: ¡eran tres películas a la vez! Mi relación con Humberto Solás —con quien ya había trabajado en el corto El acoso, que filmamos en una zona de Guantánamo como si fuera Girón—, fue buena en general, aunque en algunos momentos tuvimos discrepancias. ¿Por qué? Pues porque Lucía, sobre todo la del 95, demandó un estudio muy profundo. Tuvimos que realizar análisis e investigaciones muy acuciosas, y se emplearon muchos recursos que después…, bueno… Yo respeto al director; a los directores siempre los he respetado por creer que la idea y la responsabilidad creativa les corresponden. Pero a veces se consigue una cantidad de recursos increíble que luego no se utilizan. Nosotros para ese cuento llegamos a reunir 120 parejas de jinetes allá en el Escambray, y en la secuencia de la carga al machete filmada en el valle de Jibacoa, él no usó toda la caballería disponible. Realizamos un estudio histórico de cómo conformaban los españoles la situación de la artillería, pero un estudio profundísimo en el que todos participamos, todos, desde el productor hasta los ambientadores, todo el mundo.
Y al final, para esa secuencia él se basó fundamentalmente en las riñas aquellas en el agua entre los mambises y los soldados. Teníamos piezas de artillería. Construimos reproducciones de esas piezas especialmente para la película, que después no llegaron a utilizarse. Humberto decidió lo contrario. Yo se lo respeto, aunque me dolió que tanto esfuerzo no se hubiera aprovechado. Inclusive escenográficamente se construyeron maravillas que desde el punto de vista estético podrían haber sido más aprovechadas, como el fuerte que levantamos allá en Jibacoa, que era maravilloso porque se aprovecharon las condiciones geográficas del lugar, aquel valle con un promontorio sobre el cual se construyó.
¿Recuerda anécdotas de los rodajes de los cuentos?
Desde el punto de vista de producción fue complejísima. Para el primer cuento tuvimos que echar abajo gran parte de la cablería eléctrica de Trinidad. En el segundo, filmado en Cienfuegos, hubo una señora herida en la represión de la manifestación de las mujeres. Lo que ocurrió fue que con el plástico utilizado para los desodorantes se elaboraron las porras con que las golpeaban los policías. Pero resulta que le pusieron a esas barras de plástico unos tacos de madera en la punta con unas puntillas… ¡y la bronca del parque de Cienfuegos fue natural de verdad! La golpiza fue real y sucedió que uno de los extras que hacía de policía le dio un tremendo fuetazo a aquella mujer por la espalda. La hirieron de mala manera, pero por suerte su esposo comprendió lo ocurrido.
¿Cómo fue su relación con el fotógrafo Jorge Herrera?
Mi relación con Jorge Herrera siempre fue buena. Era una persona muy intrépida, muy audaz en todo lo que hacía. Recuerdo que en el valle de Jibacoa, donde filmamos muchas escenas para el primer cuento que luego no salieron en pantalla, un extra que interpretaba a un soldado español con su bayoneta le rompió el parasol de la cámara. Aquel figurante, que era medio loco, vino corriendo con su bayoneta y fue para arriba de Jorge Herrera, que no se apartó, porque quería filmarlo todo con su cámara en mano.
Uno de mis dos asistentes de producción era el joven Camilo Vives. Él fue de gran utilidad, porque tenía una gran experiencia como contador y comenzó su carrera con esta película tan importante.
¿Conserva aún en la memoria imágenes de cómo Humberto dirigía a los actores?
No recuerdo bien cómo establecimos el orden de filmación de los cuentos, pero sí que lo decidió Humberto, aunque debo decir que el tercero tuvo una variante. Hubo que cambiar el plan de rodaje porque Adela Legrá, que era una campesina descubierta por él como la protagonista ideal de Manuela, viene para La Habana, y se quiere pulir como actriz —o la quieren pulir— y la meten en Teatro Estudio. Ella era una actriz natural, y en aquel grupo Vicente y Raquel Revuelta empezaron a darle clases de dramaturgia y de actuación. Y no sé qué pasó que cuando empieza a rodarse, Humberto decide comenzar por las escenas más complicadas desde el punto de vista dramático, esos interiores donde ella discute con su esposo y está presente el alfabetizador, y entonces ella no lograba bien el papel. No entraba en el personaje. Y tuvimos que hacer una variante en el plan de filmación que no recuerdo con exactitud, pero sí que fue necesaria para que ella recuperara esa frescura tan deseada por Humberto.
Este no demoraba mucho en los ensayos antes de dar la orden de rodar. Creo que lo hacía con bastante facilidad, ¡y eso que se trataba de su primer largometraje! Muchas veces el director varía el orden y la duración de las escenas aunque se mida el guion original para calcular el tiempo aproximado. Siempre nos salimos de eso. No creo que se le haya cortado a la película nada que fuera importante. Recuerdo que hubo discrepancias también en el rodaje, entre Adela Legrá y Teté Vergara, porque Adela siempre le estaba buscando la lengua. Siempre tenían problemas entre ellas, y había que intervenir continuamente, pero es que a Adela le gustaba mucho fastidiarla.
¿Qué significó para usted asistir a la primera proyección de Lucía, felizmente concluida luego de un trabajo que se extendió desde el 20 de febrero de 1967, cuando comenzó la prefilmación, hasta el 20 de septiembre de 1968, cuando terminó la posproducción?
Me dio mucha alegría y satisfacción ver la película terminada. Los cortes que hubo que darle fueron necesarios por una cuestión comercial, para que tuviera una duración aceptable. Uno la ve después y piensa: ¡Caramba, como se han perdido cosas en las que trabajamos tanto… y no están en pantalla! Uno siempre siente esa insatisfacción, pero también tiene que entender que la película debe tener una longitud determinada, porque si no es imposible exhibirla.
Algo que llama poderosamente la atención es cómo en 1968, después de una producción de la envergadura y la repercusión de Lucía, se interrumpe su filmografía como productor de largometrajes de ficción.
Yo seguí haciendo producciones, porque después de Lucía produje el documental Testimonio, que no dejó de ser complejo, así como Muerte y vida en El Morrillo y Un retablo para Romeo y Julieta. Estaba bastante decepcionado de la producción, y lo digo honestamente. Me decepcionaron, precisamente, algunas cosas que ocurrieron en Lucía, aunque me sirvió de satisfacción haber intervenido en una película tan importante como esa. Sin embargo, no puedo dejar de hablar de la decepción que experimenté. Otras producciones, como Testimonio, me proporcionaron mucha alegría. Entonces empecé a trabajar en los departamentos tecnológicos del ICAIC, específicamente en trucaje, del que fui productor por mucho tiempo; la mesa de animación existente allí la explotó mucho Santiago Álvarez, junto a Jorge Pucheaux, en sus documentales.
Después dirigí el laboratorio de blanco y negro y más tarde trabajé en el laboratorio de color en procesos tecnológicos. Aquello era terrible, porque no lográbamos una calidad estable. Por las dificultades económicas que ha atravesado el país siempre, las materias primas no eran uniformes y los resultados en pantalla no eran los que se pretendían.
Muerte y vida en El Morrillo es otro documental muy importante en la historia del nuevo cine cubano gestado por el ICAIC, ¿cuál fue su experiencia a cargo de esa producción?
Conservo pocos recuerdos de esa película. Por supuesto que estuvo precedida por un trabajo investigativo muy grande junto a Oscar Valdés, y conocimos a familiares y compañeros de lucha de Antonio Guiteras, a quienes pudimos entrevistar, pero no puedo aportar mucho más.
¿Y sobre Un retablo para Romeo y Julieta, documental realizado por el diseñador Antonio Fernández Reboiro?
En 1971 el Ballet Nacional de Cuba estaba poniendo esa obra y se decidió filmarla. No ofreció grandes dificultades ni problemas. No fue como en el caso de Giselle, que fue toda una epopeya, porque Alicia Alonso era muy exigente con su técnica. Inclusive confrontamos algunos conflictos con ella porque Tucho Rodríguez, el fotógrafo, un día utilizó un lente muy ancho para encuadrar un movimiento en diagonal que realizaba Alicia, y qué pasa, que al aumentar el espacio visual a través de ese lente, a ella no le gustaba la velocidad de su movimiento. ¡Y aquello fue una bronca tremenda! Otra bronca que recuerdo fue con René Portocarrero, porque no le gustaban cómo se veían algunos colores de sus cuadros en pantalla, pero eso fue provocado por los resultados del laboratorio y en esa época, como no podíamos revelar en Cuba, teníamos que recurrir a laboratorios en otros países. Este, por ejemplo, fue procesado en España. En definitiva, Portocarrero no estuvo de acuerdo con los resultados de los colores en el documental de Manet.
¿En qué momento decidió retirarse?
Yo me retiré casi obligado. Porque después de lo que conté tuve otra etapa, esta vez como productor de locaciones, fundamentalmente en servicios prestados por el ICAIC a extranjeros. Después del período especial, el ICAIC comienza a prestar una serie de servicios y empiezan a venir a filmar aquí, no coproducciones precisamente, sino más bien producciones que reciben aquí servicios de selección de locaciones, de personal técnico y también de actores para personajes secundarios, así como los figurantes y extras. Tuvimos mucho trabajo de ese tipo y yo tuve que entrar a ese campo. Pero en esos momentos me afectó un herpes zóster, creo que tenía ya sesenta y ocho años, y una de las piernas la tenía casi paralizada. Eso provocó que forzosamente tuviera que estar mucho tiempo alejado de las filmaciones. Sin embargo, considero que no actuaron todo lo correctamente conmigo.
Yo tenía la Distinción por la Cultura Nacional, había trabajado bastante desde la fundación del ICAIC y casi me dijeron que tenía que retirarme, porque por mi estado de salud no podía trabajar. Y, bueno, me retiré. Yo tuve varios accidentes en el cine. Un helicóptero donde me encontraba allá en la ciénaga de Zapata buscando locaciones para Tierra olvidada, en noviembre de 1959, descendió bruscamente, y nos caímos. Después tuve otro accidente en el que me fracturé la tibia y el peroné, y un hueso se me salió. Íbamos con Luis Newhall, ingeniero de sonido de la CMQ, a quien invitamos a que nos acompañara en ese viaje, y el pobre, falleció en el accidente. Yo estuve de reposo varios meses por las fracturas. Y a raíz de eso se me deterioró la cabeza del fémur y tuvieron que operarme la cadera. Años más tarde tuve otros accidentes en medio de los rodajes.
¿Qué consejo daría a los jóvenes interesados en su profesión?
Ante todo, que siempre vean el cine como un arte. Considero también que deben ver todo el cine posible, porque siempre será algo útil e imprescindible para su trabajo. La imaginación en muchas de nuestras producciones ha sustituido lo que parecía imposible por los presupuestos, y las vivencias se acumulan. Mira, el cine documental fue para mí muy importante, porque me creó un nexo entre la sociedad, las organizaciones, las industrias, todo aquello… y me dio experiencias que me sirvieron después para buscar soluciones a muchos problemas que se presentaban en el cine de ficción. Los contactos que establecí fueron básicos. Y en el aspecto de la producción, por ejemplo, en Lucía, el rayadillo de los uniformes de los soldados españoles, que era una tela con rayas bien finitas, recuerdo que estábamos como locos pensando que esa tela teníamos que comprarla en España, y entonces recordé que yo había producido un documental en la textilera de Ariguanabo, y allí existían unos cilindros para elaborar telas estampadas a rayas. Y me dije: caramba, si nosotros cogemos una tela blanca y la estampamos con esas rayas podríamos lograrlo. La tela kaki de que disponíamos tenía una textura propia que cuando se estampó quedó perfecta para ser utilizada en la confección de los uniformes. Y todo fue porque sabíamos, por haber realizado aquel documental allí, que existían aquellos equipos. Hallamos la solución de esa manera.
Entrevista realizada con la colaboración de Luis Lacosta.
(Texto publicado en la revista Cine Cubano, nro. 206-207, cedido por el equipo de redacción para su publicación en Cubacine)