NOTICIA
Películas de ayer
Texto escrito por Alejo Carpentier
Mis primeros recuerdos del cine me hacen evocar los años inmediatamente anteriores a la otra guerra. En el período comprendido entre 1911 y 1914, La Habana vio multiplicarse las salas de proyecciones con renovado repertorio de películas de largo metraje. Se ofrecían << tres tandas >>. Los programas estaban redactados en forma ingenua. Se nos anunciaba: 1) una << sinfonía >> (generalmente un danzón de Antonio Romeu, tocado por el pianista); 2) una << una hilarante comedia >> (Polydor o Max Linder); 3) una << preciosa cinta >>. ¡Ah! ¡Cuánto daría hoy por volver a ver esas << preciosas cintas >>! Todavía conservo en la memoria el argumento de una de las más << preciosas cintas >>, realizada por la firma Pasquali de Turín. Era la historia de un dandy desdeñoso por el que suspiraban todas las mujeres de París. Había un gran misterio en su vida: nunca podía vérsele después del crepúsculo. Un día, una duquesa apasionada descubre un secreto: cada noche, el irresistible varón va al Tibet (¡!) para amar a la reina del Himalaya. Anonadada por esta revelación, la duquesa se suicida, en medio del Lago de Como, en una barca cubierta de flores.
En los albores del cine se produjo un fenómeno psicológico, de orden colectivo, que está todavía por estudiarse: ¿Cómo fue posible que un público nutrido de buen teatro, que conocía a Ibsen, a Maeterlinck, a Brieux, a Becque, favoreciera un tipo de espectáculo que era, por aquel entonces, de una ingenuidad desconcertante? Hombres que nunca leían un folletín aceptaban el folletín en la pantalla. Individuos que adoraban a Réjane, a Eleonora Duse, a Isadora Duncan, a Sarah Bernhardt, encontraran encanto en las intérpretes de las primeras películas, admitiendo argumentos como el que acabo de narrar. Recuerdo que lo único que chocaba a mi madre, en dicha película, era lo del viajecito cotidiano de París al Tibet. Por lo demás, todo le parecía muy bien. Tal vez porque el cine tuviera, desde sus inicios, el don de alimentar los sueños íntimos de cada espectador, ofreciéndole esa evasión de la vida real que todo hombre busca en ciertas formas de arte.
Poco después de agosto del 14, La Habana conoció, em la pantalla del Politeama, las primeras grandes películas de reconstrucción histórica: Quo Vadis?, Cleopatra, Cabiria, Los novios de Manzoni. Films que duraban tres horas, y abrían una era nueva, ofreciendo al público un tipo de espectáculo nunca visto. La guerra determinó el ocaso del cine italiano, salvo en lo que se refería a las producciones de Francesca Bertini y Gustavo Serena, tan bien recordados y elogiados por Salvador Dalí (<< Francesca, esa mujer de tipo arte modernista catalán, que no sabe andar sino a lo largo de las paredes, colgándose de las cortinas… >>. Intolerancia de Griffith, las comedias de Chaplin, así como las grandes series de episodios (Lamoneda rota, los misterios de Nueva York), determinaron una orientación del público hacia el cine norteamericano. Mary Pickford, Dorothy Phillips, Douglas Fairbanks, Williams Hart, Pearl White, Francis Ford, Pauline Frederick y la vampiresa Theda Bara, no tardaron en invader la pantalla, seguidos inmediatamente por Gloria Swanson, Wallace Reid, Nazimova, Mary MacLaren, Alice Lake, Rod La Rocque, y otras estrellas que disfrutaron de hoy ante las generaciones nuevas. Todos los hombres de mi edad recordarán la extraordinaria revelación que fue para nosotros, Capullos rotos de Griffith, y, poco después, Macho y hembra y Allá en el este.
Para los que entonces tenían inquietudes nuevas, en poesía, en pintura, en música, el estreno en La Habana de El gabinete del doctor Galigari fue un inolvidable acontecimiento. Esa obra maestra del expresionismo alemán (que aún resiste victoriosamente el examen como he podido comprobarlo hace poco), nos abría las puertas de un mundo desconocido. El cine era un hecho. Nadie discutía ya su categoría de arte, cuando salía de manos de responsables. Por ello, La avalancha del oro, Potemkin, Sigfrifo, no nos agarraron desprevenidos.
Para todos los hombres que vieron nacer y crecer el cine, la época del << silente >> está unida a recuerdos imborrables. Aquel mundo de sombras mudas era mundo de poesía; el desconocimiento de la técnica, aumentaba el misterio; cada actriz era un hada inaccesible, evanescente, síntesis de feminidad; en la oscuridad de las salas de proyecciones reinaba una verdadera atmósfera de prodigio.
Tal vez muy pronto volveremos a encontrar en La Habana esa atmósfera inolvidable, asistiendo a la proyección de películas dotadas de un valor histórico, o que marcaron una fecha en el desarrollo del séptimo arte (Caligari, El Golem, Intolerancia, Allá en el este, etc.). Si ciertas gestiones dan el resultado esperado, a fines de año existirá en La Habana un cine-club que, por iniciativa de José Manuel Valdés Rodríguez[1], José Gómez Sucre, y quien firma estás líneas, presentará al público los programas de la Cinemateca del Museo de Arte Moderno de New York – es decir: el cine, de 1895, hasta nuestros días.
Información. La Habana, 5 de agosto de 1944
Texto extraído del libro “El Cine, décima musa”. Compilado por Salvador Arias
Selección y notas para la Jornada de la Cultura Cubana 2024 de Daryel Hernández
[1] Profesor universitario, periodista y promotor cinematográfico. Director de la columna “Tablas y Pantallas” del periódico El Mundo. Fundador del Departamento de Cine, la Filmoteca Universitaria, las Sesiones de Cine de Arte y el curso “El cine; industria y arte de nuestro tiempo” en la Universidad de La Habana. (La Habana, 1896 – 1971).