Nelson Rodríguez

Nelson Rodríguez: maestro, amigo…

Jue, 02/20/2020

La última vez que me comuniqué con él fue el pasado 17 de enero. Le envié un mensaje para que escribiera con destino a un dosier de Cubacine al menos un párrafo sobre qué significó para él, en los años sesenta, la existencia de la Cinemateca de Cuba, por conmemorar el aniversario 60 de esta institución. Me extrañó que, tal y como acostumbraba, no me respondiera de inmediato con su afectuoso “¡Hola, Lucho!”.

Si bien sabía que su salud era demasiado frágil, la trágica noticia nos impactó este 12 de febrero: el corazón de Nelson Rodríguez había dejado de latir. Confieso que en circunstancias como esta me bloqueo y no atino a escribir nada. Prefiero recordar a quien disfruté del privilegio de que me incluyera entre sus amigos, con un cigarro en esas manos por las que pasaron las imágenes de tantos clásicos del cine iberoamericano, hablando del cine de cualquier época, de las nuevas adquisiciones en blu-ray para su impresionante colección o peleando con alguien.

Comparto con ustedes el prólogo a través del cual intenté definirlo en el proceso de escritura de nuestro libro El cine es cortar (2010), que nos acercó aún más. Mientras soñaba con lograr una nueva edición, Nelson siempre lamentó la deficiente distribución de esta suerte de memorias que ojalá intente publicar el sello editorial del ICAIC alguna vez. Tuve el honor y la satisfacción, además, de que me invitaran a entrevistarlo durante varias horas para el Programa de Historia Oral del Archivo de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. Estaba orgulloso de ser el primer cineasta cubano en ser elegido. He aquí aquel prólogo que, a mi juicio, lo describe:

En cortes godardianos, Sergio se debate acorralado lleno de incertidumbre en su apartamento, mientras, en el exterior, la masa que ha optado por observar desde su telescopio se prepara para el combate; Lucía grita el nombre de su hermano en el fragor de una carga al machete, en plena apoteosis de la cámara en mano de Jorge Herrera; la recia personalidad de Idalia Anreus —Fernandina, Tulipa— transformada en febril Antoñica, salpica con agua a los creyentes que la siguen; la chapliniana viuda de Montiel, presa de sus recuerdos, se pasea por un puerto tan garciamarquiano como ese Juan Sáyago dispuesto a enfrentarse en forzoso duelo; Amada se desnuda a la luz de la luna en un jardín evocador de otro en el que Bette Davis se paseara... cuántas secuencias y planos son evocados a la sola mención de un nombre: el editor Nelson Rodríguez.

Con una intuición innata para aprender el oficio conceptualizado por Eisenstein y Welles como el fundamental del cine, desde que allá por los años sesenta este cienfueguero se sentara por primera vez ante una moviola, por sus delgadas manos, además del cigarro perenne, han desfilado las imágenes de innumerables filmes. Cuando su maestro, el veterano Mario González, propuso a Tomás Gutiérrez Alea que, por sus pretensiones, Memorias del subdesarrollo demandaba otro tipo de edición a la que él prefería y le recomendó a Nelson, quien ya sumaba poco más de una decena de documentales a su incipiente filmografía, algún corto de ficción y un antológico mediometraje, Manuela, la suerte estaba echada.

Nelson no se amilanó ante tal desafío y evidenció pronto su maestría en el montaje al editar en un solo año —1968— dos títulos tan diferentes como Memorias... y Lucía, al extremo de que sus aportes sugeridos para redondear las tres historias de este último le convirtieron también en coguionista. Podría apelarse a la socorrida frase de “el resto es historia”, y no sería injusto: Nelson se convirtió en uno de los editores más notorios en el devenir del cine latinoamericano.

No existe estructura dramatúrgica compleja que no pueda solucionar en la mesa de montaje, sobre la que ha visto surgir una película de materiales en bruto con los que tuvo que ingeniárselas como un verdadero inventor para otorgarles coherencia; fuera una incomprendida versión libre asumida con actitud irreverente como Cecilia, objeto de varias versiones a cada una de las cuales le correspondió a Nelson Rodríguez conferirle un espíritu propio en medio de una auténtica trinchera con los demonios desatados en torno a la película; o la obra soñada por algún cineasta que llegaba al ICAIC procedente de cualquier país de América Latina, con las latas bajo el brazo.

Melómano por naturaleza, y ferviente admirador de Visconti y del actor Tyrone Power, pero también del melodrama “a lo Wyler”, Nelson tuvo la oportunidad de plasmar todas sus fantasías de cinéfilo y exorcizar sus fantasmas al escribir el guion de Amada, a partir de La esfinge, de Carrión. Su labor determinante se extendió a la realización, aunque luego su nombre no apareciera en los créditos como codirector.

Los numerosos realizadores que han contado con Nelson Rodríguez en su equipo: Humberto Solás, Titón, Manuel Octavio Gómez, Miguel Littín, Orlando Rojas, Jorge Alí Triana, Jaime Humberto Hermosillo, María Novaro, Marcos Loayza... coinciden en la profesionalidad y rigor de una persona con quien, a veces, sin hablar, logran comunicarse.

La nutrida filmografía que atesora Nelson, también multiplicado en maestro de editores, confirma su excepcionalidad en la historia del montaje del cine iberoamericano. Quizás la definición más certera de su inconmensurable aporte la debamos al propio Solás, cuando afirmó: “Si unimos la experiencia de editor, de musicólogo intuitivo, del director de actores nato, del cinéfilo que sabe encontrar en cada secuencia que tú filmas o que estás por filmar, un referente en la historia del cine, realmente se consolida una personalidad muy fuerte, muy vigorosa, de una altura profesional difícil de encontrar”.

Como editor, Nelson Rodríguez es consciente de que puede aportar mucho al realizador para el desarrollo de la estructura dramática de una película: seleccionar la mejor toma de cada plano, sacrificar aquellos planos innecesarios, aunque le duela al director. Y hasta algún personaje o secuencia que no añade nada a la historia central, sin contar que ha asumido la tarea de reducir una serie a la duración de un largometraje o de conformar varias ediciones de una misma película; algunas veces hasta ha editado varias simultáneamente.

Poseedor de una filmografía próxima al centenar de títulos, entre los que figuran algunos clásicos del cine iberoamericano, cualquier conversación con este cinéfilo a tiempo completo —quien en medio de sus acotaciones jocosas e irónicas, mientras permanece con los ojos entrecerrados, advierte que tiene muy mal carácter, pianista frustrado, además, —se torna una lección magistral.