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Muestra de cine argentino: El lado onírico de Eliseo Subiela
Cinco películas del maestro argentino Eliseo Subiela constituyen la mayor y mejor parte de la Semana de cine argentino programada por el ICAIC, y dedicada a homenajear a uno de los cineastas latinoamericanos más representativos de los últimos 30 años. Cuestionado por excesivo y redundante, Subiela es el maestro absoluto del cine de autor surrealista, aquel que se naturalizó en América Latina a partir de adoptar los códigos literarios del realismo mágico, que al decir del escritor venezolano Arturo Uslar Pietri se trata de considerar al hombre como misterio en medio de datos realistas, en medio de “una adivinación poética o una negación poética de la realidad”.
El cine de Eliseo Subiela, al igual que la literatura de Miguel Ángel Asturias, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Laura Esquivel y lo real maravilloso de Alejo Carpentier, se caracteriza porque sus personajes perciben elementos fantásticos como parte de la “normalidad”, y nunca explicados desde la lógica. Los protagonistas de Subiela son engañados por sus sentidos, o la propia realidad ofrece connotaciones ilusorias, improbables. Su segunda película, Hombre mirando al sudeste (1986), constituyó el más feliz ejemplo de ciencia ficción metafórico-filosófica en el cine de la región, mientras que Últimas imágenes del naufragio (1989) se entregaba por momentos a imágenes de pesadilla amparadas en las elucubraciones de Luis Buñuel y Andrei Tarkovski; y El lado oscuro del corazón (1991, 2001) primera y segunda partes se desarrollaban a partir de diálogos con la Muerte o el Tiempo, ambos personalizados.
Si nos referimos solamente a los cinco filmes que incluye la muestra homenaje, habría que comenzar, cronológicamente, por Hombre mirando al sudeste, que nos presenta a un siquiatra, enfrentado a un paciente que insiste en que proviene de otro planeta y se encuentra en una misión secreta en la Tierra. El paciente logra desafiar prejuicios y convencimientos más firmes del doctor, aunque jamás se nos ofrezca una explicación concluyente respecto al origen del hombre que mira al sudeste, y por el contrario se aportan todo tipo de especulaciones desmesuradas sobre la verdadera naturaleza de Rantés, que así se llama el protagonista. Mientras se juega la carta de la ambigüedad entre el drama filosófico-existencialista y los giros hacia la ciencia ficción que incluiría la presencia entre nosotros de un ser procedente de una civilización extraterrena, el director y guionista subraya los razonamientos de este paciente siquiátrico respecto al egoísmo, la pérdida de la fe y la estupidez humana. Y los largos parlamentos entre los dos protagonistas, conversaciones cargadas de profundos cuestionamientos a la civilización humana, lograrán no solo que uno de los personajes se replantee su vida y su profesión, sino que el propio espectador se haga preguntas sobre sus actitudes y el lugar que ocupa en el mundo.
A través de sus diálogos muy literarios, sus actuaciones que oscilan entre el énfasis y el naturalismo, y una atmósfera general sombría y pesimista, Hombre mirando al sudeste manifiesta preocupaciones sociales, y filosóficas, desde una óptica poética, y a través de situaciones dramáticas que juegan con lo insólito, lo delirante y lo onírico. Para subrayar la atmósfera apesadumbrada y angustiosa, está el excelente trabajo de fotografía (Ricardo de Angelis) destinado a exaltar las obsesiones de los personajes, y a confundir visualmente lo real y lo ilusorio. A estos propósitos de acentuar el enigma y la ambigüedad contribuye también la banda sonora (con multitud de frases sueltas y susurros cuyo origen el espectador desconoce) y la música de Pedro Aznar, música gobernada por la música de un saxo solitario, sobre la cual se colocan los monólogos reflexivos del narrador en off, que no es otro que el angustiado doctor, incapacitado para comprender los desestabilizadores razonamientos de su iluso paciente.
Últimas imágenes del naufragio habla sobre un escritor aficionado, un papel para el cual retoma a Lorenzo Quinteros, protagonista de Hombre mirando al sudeste, y aquí también su personaje funge como narrador de la historia. Este escritor vive vendiendo seguros y sueña con escribir una novela, entonces conoce a Estela, una joven a punto de suicidarse, en el metro, y ella y su familia le sirven de modelo para elaborar la obra. De este modo el filme introduce su reflexión sobre el conflicto entre imagen y realidad, naufragio y sobrevivencia, individuo y familia, familia y nación. Al igual que en el filme anterior, hay un hombre normal que va al encuentro de la trascendencia, de algo que lo aleje del estado de “depresión colectiva”, la de un país sobreviviente de una dictadura militar.
El relato concebido en el estilo del pastiche postmoderno, con su carga provocativa y desmitificadora que derrumba jerárquicos esquemas representacionales, es táctica y estrategia de El lado oscuro del corazón, un filme capaz de refractar el caos de la realidad a través de la ordenada belleza de algunos excelentes poemas románticos latinoamericanos de Mario Benedetti, Juan Gelman y Oliverio Girondo. Sus poemas se amalgaman con boleros de Mario Clavel y Chico Novarro, y música electroacústica de Oswaldo Montes, teatro del absurdo y filosofía de almanaque; se asume a fondo el kitsch, elevado a la categoría de rango estético y funciona sorprendentemente el delirio sobre un poeta treintañero que recorre Buenos Aires mientras busca la mujer de sus sueños, que le comprenda y le haga volar. Hasta que conoce a Ana, una prostituta de la que se enamora, símbolo de la utopía por alcanzar la trascendencia mediante orgasmos cósmicos y epicúreos.
También infundido por el realismo mágico, por la poesía de Benedetti y por la imponente voz del actor Darío Grandinetti, Despabílate amor (1996) está protagonizada por un periodista, Ernesto, quien fuera otrora activista de izquierdas y sobrevivió como pudo a la Guerra Sucia y al exilio. Siempre reminiscente de los viejos tiempos, Ernesto se encuentra con un grupo de viejos amigos, luego de 25 años sin verlos, y así se reanuda un viejo amor y se inicia otro nuevo, en un poético filme que relaciona presente y pasado, pues está concebido a partir de la nostalgia, los recuerdos y fantasmas de una época revisitada con melancolía, con la añoranza de quien sabe que el pasado es irrevocable, y que por ello solo quedan hermosos recuerdos para soñar o imaginar una vida diferente.
Pequeños milagros (1997) llegaría a consumar la más violenta vuelta de tuerca del autor en un cine que asumía casi un siglo de realismo declamatorio con temas tan altisonantes como la inteligencia extraterrestre, la telequinesia practicada por nobles muchachas que influyen en el destino de los otros cual hadas buenas... todo ello interconectado mediante una historia sentimental de fe, amor y fantasía, estructurada al modo del folletín, regido por esta Cenicienta-Bella Durmiente porteña, llamada Rosalía, una joven introvertida que sufre por el abandono de su padre mientras trabaja como cajera en un supermercado. Ella se cree un hada que vino a cumplir una misión y quedó atrapada en este mundo. Un día descubre que puede mover objetos con su mente y hacer realidad sus deseos. Sueña con amar y ser amada por un hombre. Conoce a Santiago, un físico solitario, y entonces ocurre el pequeño milagro aludido en el título, un prodigio análogo al que pedía Rantés en Un hombre mirando al sudeste, que precisaba el escritor de Últimas imágenes del naufragio y el poeta enamoradizo de El lado oscuro del corazón.
(Tomado de La Jiribilla)