El Greco

Moderno, original y complejo

Mié, 04/07/2021

“Fui al Museo del Prado buscando a Velázquez y me encontré al Greco”.

Manet

 

“No es ya el soplo paganizante del Renacimiento italiano […] sino elaustero y triste recogimiento del espíritu de Castilla, que quiere salirse del cuerpo elevándose al cielo. Las almas de los personajes que pintó El Greco, de aquellos hombres enjutos y recios que parecen hechos con sarmientos, como de San Pedro de Alcántara decía Santa Teresa, parecen querer salirse de sus alargados cuerpos. […] Y les ilumina una fantástica luz de ensueño, a las veces una luz de pesadilla”.

Miguel de Unamuno

 

Tal vez en más de un libro de Historia del Arte e incluso en varias biografías el lector lea que Doménikos Theotokópoulos, El Greco, fue olvidado enseguida, casi que en el mismo siglo de su muerte. Le sobreviviría un hijo arquitecto y su descendencia, que luego se esfumaron sin dejar rastro alguno. Aunque, en honor a la verdad, Jorge Manuel, el hijo declarado del artista, no se iría del todo, pues su padre lo integró a la narración pictórica de ese retrato grupal célebre y atrevido que lleva por nombre el Entierro del Conde de Orgaz (1586-88).

El Greco, como era costumbre ya de otros pintores, se representó en más de un lienzo. El juego entre presente y pasado, más su ego, que sin duda lo llevaron a estampar más que la firma de su nombre griego, pues jamás certificó en pintura de su autoría El Greco, llevan al espectador a pensar en cierto anhelo del hombre de vencer el tiempo a través de la obra artística, su bien más preciado.

Más allá del anterior tanteo de perdurabilidad, El Greco―a quien llamaron extravagante, altanero, soñador, caprichoso, lunático…― yació oculto en la memoria transnacional, pues no solo en Toledo, la ciudad española que lo apadrinó y que él amo con condiciones y tiranteces recíprocas de por medio, sino en otras regiones del mundo se sabía de la existencia de su obra rara, inscrita para colmo en las excentricidades del manierismo; una obra religiosa y sensual al mismo tiempo que acopiaba la prolijidad de la pintura bizantina, lo plástico pictórico de los maestros venecianos, esos que como Tiziano pintaban sin necesidad de dibujar y le otorgaban a la luz y en especial al color una preponderancia exclusiva cual si la técnica deviniera también asunto y personajes.

Pudo El Greco gozar, al menos, de alguna aceptación en su propia ciudad de nacimiento: Creta, más tarde en Venecia y Roma, hasta empezar a destacarse en Toledo luego de ser oficialmente menospreciado por Felipe II. El artista siempre ambicionó contribuir a la decoración de El Escorial. Una de las primeras pinturas que le encargó el monarca fue El martirio de San Mauricio (1580-82), obra que rechazó por chocante y no apegada a la estética de aquel momento.

¿Qué motivaría en realidad a un advenedizo devenir representante excepcional de un estilo no solo de figuras alargadas y colores harto radiantes (rojo y azul, verde y amarillo), sino de compleja espiritualidad alegórica incluso para su época? ¿Cómo se atrevió a enfrentarse a un canon artístico que negaba a Miguel Ángel al tiempo que recordaba su ímpetu y tenacidad? El Greco se supo único. Para imponerse a tanta incomprensión de mecenas, público y otros creadores, a los conflictos emanados de su propia manera esquiva y presumida, el camino no le fue fácil ni en vida ni después de muerto. El paso del tiempo le haría justicia.

No fue hasta después de la segunda mitad del siglo xix que se redescubriría hasta ser asimilado por ojos más contemporáneos y comprendido su legado, inconforme y moderno no solo con lo que pintaba, sino cómo lo hacía. Los primeros en reconsiderarlo fueron los franceses Théophile Gautier, Gustave Doré y el Barón Davillier. Luego vinieron los ingleses Sir William Stirling-Maxwell y J. C. Robinson. Con posterioridad es que entrarían Mariano José de Larra, Gustavo Adolfo Bécquer, Emilia Pardo Bazán, Martín Rico, Benito Pérez Galdós, Pedro de Madrazo, Giner de los Ríos, Manuel Bartolomé Cossío, Santiago Rusiñol, Ángel Ganivet, Raimundo Casellas…, más tarde la Generación del 98, los pintores expresionistas, Cézanne, Picasso…

Basado en una novela de Dimitris Siatopoulos, el también griego Yannis Smaragdis dirigió el largometraje El Greco (2007), el cual no gozó del favor de público ni de la crítica, incluso los especialistas en arte se decepcionaron por un resumen biográfico demasiado abrupto en pantalla, amén de incurrir en imperdonables errores históricos. Hubo que esperar hasta el año 2014 para que varias instituciones culturales se unieran no solo en España, sino en Italia y Grecia, para rendirle justo homenaje al artistaen la serie El Greco: alma y luz universales, la cual saldría en seis capítulos con contenidos específicos para entender la recepción de sus imágenes difíciles y casi siempre atractivas.

Con guion de David Zurdo, realización de Fernando García Beottiere, Antonio Medina como narrador, la voice-over de Manuel Galiana como El Greco, la serie estuvo dirigida por Miguel de los Santos. El equipo tuvo a bien dividirla en apartados de 20 minutos o un poco más para no atiborrar con la opresión del dato exacto o probable y al instante con la sucesión de imágenes que recordara los convencionales programas Genios de la pintura o la serie Palettes, de Alain Jaurbert.

No obstante, la influencia de esas realizaciones pesa sobre Molinos o cualquier otro director, pues los documentales sobre artistas se estructuran desde hace tiempo sobre procedimientos expositivos convencionales: entrevistas a especialistas, voz en off del creador ―en caso de estar vivo o haberse grabado en un material calificado de archivo―, fotos fijas, una voice-over que cuenta, la obra calzada con una banda sonora que aprovecha también los silencios para que lo artístico asegure o reemplace lo que ya se expresa.

En El Greco: alma y luz universales no se pretende el cine de autor de un David Mauas (Goya, el secreto de la sombra, 2011), Karim Aïnouz (Velázquez o el realismo salvaje, 2015) o lo que se propone José Luis López-Linares con El jardín de los sueños (2016) y menos de un Enrique Pineda Barnet con Pintura Cinética de Sandú Darié. Cosmorama. Electro Pintura en movimiento (1966) o el Víctor Erice de El sol del membrillo (1992).

La serie documental sobre El Greco se vale de la convención equilibrada de una biografía que se narra cronológicamente, desde el nacimiento del artista hasta su muerte. El documental cobra entonces importancia por mostrar casi la totalidad de sus pinturas, la invitación de expertos en disímiles ramas del saber, con lo cual se esperaron novedades interpretativas o al menos echar abajo hipótesis ya ingenuas sobre la vida y obra del Greco. El carácter de homenaje del audiovisual testifica una estética renovadora y vigente.

A 407 años de la partida física de este inigualable pintor, cumplidos este 7 de abril, El Greco: alma y luz universales muestra a un artista magnífico con la capacidad de seguir sorprendiendo.