NOTICIA
Misión (im)posible
Filmes bélicos llenan la historia del cine, entre ellos los dedicados a la Primera Guerra Mundial, contienda que, como es sabido, supera en desastres, horror y pérdidas humanas y materiales, otras de su tipo, incluyendo la mucho más recurrente continuadora: la Segunda.
Con varias nominaciones al Óscar y premios en importantes festivales, 1917 (Gran Bretaña), dirigida por Sam Mendes (American Beauty), es un relato en torno a una de esas misiones suicidas, arriesgadas y casi imposibles, humanamente hablando, que recaían en simples soldados y ponían a prueba su heroísmo, lealtad e incondicionalidad con los valores que habían jurado defender hasta la misma muerte.
Según el propio realizador, que como recuerdan obtuvo un Óscar en 1999 por aquella hermosa y profunda disección de una familia clase media norteamericana, se inspiró en un cuento que le hiciera su abuelo, participante en el conflicto, según el cual dos jóvenes británicos reclutados deben entregar un mensaje que cancele un premeditado ataque tras la retirada alemana durante la Operación Alberich, justamente durante el año que da título al filme; pero aun sin ello, sabemos por otras referencias que hubo muchos casos reales por el estilo.
En torno a esta cinta hay dos claras posiciones bien radicales que han definido la crítica, 1: quienes ven sobre todo un despliegue de efectos especiales realmente brillantes y artísticamente impecables, lo cual justifica una de sus estatuillas recibidas, la concerniente por supuesto a ese rubro, pero sin que ello esconda un contenido enjundioso y trascendente por sí mismo; y 2: quienes además de tal mérito, esencialmente técnico, son capaces de sensibilizarse con una historia conmovedora, sólida desde el punto de vista dramatúrgico y muy bien narrada.
En la segunda línea se sitúa, sin la mínima duda, el autor de estas líneas. Es cierto que todo lo referente a la visualidad y el sonido en 1917 es extraordinario: infinitos planos secuencia que desde el inicio siguen e involucran a los protagonistas; iluminación gradual y en función de las modulaciones y peripecias narrativas; sonido sutil y matizado, incluyendo esa partitura que deviene toda una sinfonía, la cual asciende de única nota “tenida” en segundo plano sonoro a toda una explosión sonora en los momentos-clímax; fotografía oscilante entre lentes abiertos correspondiente a grandes espacios y claroscuros en escenas interiores; y una cámara que, cual videojuego de lujo, va (per)siguiendo, dueña de un punto de vista exclusivo, los avatares del héroe...
Sin embargo, todo ello, y más, está en función de un relato bien armado desde la escritura y mejor plasmado en una puesta en pantalla que cuida con exquisitez y tino cada detalle dentro de una dramaturgia cohesionada y sutil, donde hallamos una correspondencia casi perfecta entre segmentos parciales y un todo narrativo convincente.
La estructura aristotélica de su diégesis pudiera hacer pensar en un periplo demasiado predecible, y no voy a negar que, habiendo visto a estas alturas un poco de cine, no eran de esperar los detalles del desenlace, pero aun así, la fuerza y consistencia de todo lo que antecede a esos momentos, casi dos horas, es a más de deleitable desde el punto de vista sensorial —incluyendo el estremecimiento que provoca la honda desgracia circundante del personaje—, también contagiosa humana e históricamente hablando.
No se busque, sin embargo, profundizaciones ni reflexiones en los causales de la contienda bélica porque la obra no va de eso; apenas el seguimiento de una peligrosa y brutal misión finalmente cumplida, la que, eso sí, nos llega con la garra y el acento de los Ulises, Jason y Hércules de la antigüedad clásica y su respectivo si(g)no trágico, finalmente triunfante.
La actuación de George Mac-Kay merecía al menos una nominación al tan controvertido Óscar, y no menos la de su malogrado compañero, asumido por Dean-Charles Chapman, y el resto de un elenco profesional y virtuoso.
(Tomado de Cartelera Cine y Video, nro. 173)