Historias de la Revolución

¡Más allá de La Habana! (La ciudad y los personajes de El herido)

Mar, 06/02/2020

El herido, primer cuento del largometraje Historias de la Revolución (Tomás Gutiérrez Alea, 1960), abre con una vista aérea que registra la ciudad de La Habana. Pero no es cualquier Habana la que observa el cineasta, el plano urbanístico y arquitectónico esbozado por la cámara nos coloca justo en el corazón de la Habana metropolitana de los 50. Sobre esas imágenes irrumpen un par de letreros que informan: “13 de marzo de 1957” y “El gobierno del general Batista lleva 5 años y 4 días en el poder”.

De este modo, Titón nos sumerge, de inmediato, en el núcleo mismo de la Historia. Si aceptamos que la ciudad es una geografía humana, en tanto expresión material de una cultura o un imaginario, entonces los primeros planos de El herido consuman una metáfora de los vectores de sentido que recorren la película toda: la ciudad como emplazamiento o receptáculo de los grandes acontecimientos históricos. No por gusto la cámara se detiene frente al Palacio Presidencial, el plano se cierra y somos situados en medio de la calle en el instante mismo en que se suceden las acciones armadas. El Palacio es, a nivel arquitectónico, la objetivación material de una ideología que debe ser eliminada.  

Si bien todavía no tenemos aquí el carácter autoral que distinguiría a Titón más adelante, sorprende la destreza con que filma el enfrentamiento y la atmósfera de violencia y muerte desatada en aquel momento. Con una retórica más propia del documental que de la ficción, se alcanza a representar la dinámica de la lucha intestina que se estaba librando: la cámara se desplaza por múltiples zonas de la urbe mientras capta las calles ocupadas por tanques, a los militares moviéndose entre la gente, a las personas corriendo aterrorizadas entre los edificios…

Luego, se abandona esa suerte de reportaje de guerra y la anécdota se concentra en observar el comportamiento de un personaje: un individuo que, incapaz de tomar partido ante la llegada de un revolucionario herido a su apartamento en busca de refugio, decide salir a la calle y abandonar a su mujer, quien permanece en el lugar para socorrer al joven combatiente.

Ese es el detonante para que el protagonista —suerte de antihéroe que prefigura algunos rasgos caracterológicos que se desarrollarán a profundidad en el Sergio de Memorias del subdesarrollo (1968)— comience a desandar las calles de la ciudad, hasta que, hacia el final del relato, ocupe, involuntariamente, el lugar del revolucionario que se negó a proteger. Tanto el lugar físico —en la medida en que termina herido y prófugo de la ley—, como el lugar ideológico que el otro representaba —pues en el trayecto argumental su pensamiento experimenta una sacudida—.

En apenas media hora, un joven Tomás Gutiérrez Alea procura un retrato de la contienda histórica como un conflicto de conciencia individual. Esa es quizás la mayor certeza del primer cuento de Historias de la Revolución: la inteligencia con que el discurso emerge de la sencillez de la estructura narrativa y la ecuanimidad del plano expresivo.  

Pero decía antes que resulta fundamental el tema de la ciudad. En El herido, la ciudad no es solo arquitectura o tránsito urbano, sino que es la expresión más acabada de un habitus específico. Titón hace de la ciudad una metáfora del estado en que se encontraba el país en una época definitoria de su devenir histórico. El perfil que se nos entrega de La Habana es determinante para comprender el conflicto del protagonista.

Cuando Alberto decide salir de la casa porque cree no encontrarse seguro allí, descubre que la ciudad lo cerca. La ciudad lo observa. Él escapa de su casa para negarse a sí mismo que hay un refugiado allí, pero se enfrenta a una ciudad que lo mira, lo asecha, lo interroga y le hace temer de su secreto. Tal vez la escena más relevante en ese sentido sea aquella en que, encontrándose el personaje en medio de un parque, el plano se abre en plano cenital hasta contemplarlo desde arriba. En ese instante, Alberto es expuesto como un ser insignificante en medio de una ciudad sitiada que lo vigila, que lo presiona.

Después está el silencio que inunda las calles, que las ocupa en su totalidad. Esa atmósfera de tranquilidad, solo quebrada por los tanques militares en tránsito, es la más elocuente señal del terror que abraza a la ciudad. Hay varios segmentos en los que se hace patente ese estado de sitio en que se halla la urbe: cuando el personaje va a visitar a unos amigos en los que, quizás, cree encontrar apoyo, descubre que estos no están o no lo quiere atender, lo cual habla del mismo escapismo a que acudió él frente al refugiado.

Pero es aún más contundente la secuencia en que Alberto camina por La Rampa y los carteles lumínicos del cine contrastan con la sensación de vacío y ausencia que el personaje experimenta al mirar sus alrededores. La ciudad está tan sumida en la sospecha y el miedo, que ni siquiera los interiores son espacios de seguridad y protección.

De hecho, es de una particular elocuencia la dialéctica que se traza en la anécdota entre el adentro y el afuera. Alberto sale del apartamento porque está convencido de que dejó de ser un espacio donde estar a salvo. También abandona el cuarto de hotel en que se alquila para pernoctar porque tiene el presentimiento de que allí tampoco está protegido. Al verificar que el exterior también es inseguro, decide regresar a su apartamento. Y al llegar se enfrenta a un hecho irreversible: la policía batistiana ha penetrado en el lugar.

Alberto consigue entrar en el apartamento, pero debe escapar de inmediato. Apenas consigue abrazar por última vez a su esposa, quien es asesinada en sus brazos. Nuevamente se encuentra en la calle. En esa cadena de desplazamientos físicos que emprende el personaje —espacio interior/ espacio público/espacio interior/espacio público— se evidencia que es imposible escapar del terror. Lo ha ocupado todo. La entrada de las fuerzas batistianas al apartamento deviene la metáfora definitiva de que los límites han desaparecido.   

Definitivamente, la ciudad de El herido trasciende la mera funcionalidad de “espacio de los hechos” para asumir una carga simbólica capaz de connotar todo el discurso del filme, al punto de convertirse en un sujeto central de la trama. Esa apariencia de modernización, pulcritud y elegancia que se transpira en el entorno físico que acoge el relato parece desprovista de su contenido real de “Habana de los 50”. El estatus y el poder que la urbe metropolitana representa están desapareciendo.

La Habana de El herido está despojada de sus clubes nocturnos, del cabaret Tropicana, de aquellos flujos citadinos que hacían de ella una atracción turística. Pronto esa Habana será tomada por el sujeto revolucionario, el otro que hará al Sergio de Memorias del subdesarrollo extrañarse ante la atmósfera de una ciudad que, hecha a la medida de su identidad burguesa, no consigue reconocer.

El entorno urbano que recorre Alberto es el mismo entorno que recorre Sergio. El miedo experimentado por el primero al caminar por La Rampa se ha transformado ahora en el frenesí de los cuerpos sudorosos que bailan al ritmo de Pello el Afrokán, en la masa que invade las calles al compás de una conga y que hace a Sergio decir: “En otra época tal vez hubiese podido entender lo que está pasando aquí. Hoy ya no puedo”.

Ya esta no es la época de Sergio. Y en efecto, en El herido, la ciudad comenzaba a ser la ciudad de Asamblea General (1959), donde la alegría y la actitud carnavalesca del pueblo reunido en la plaza cívica —el pueblo como identidad de la Revolución triunfante— representan la victoria popular, la entrada del sujeto popular en la Historia.

Alberto traspasa las enormes rejas de hierro que cercan la mansión republicana donde viven sus amigos —ellos pertenecen a una clase social que queda materializada en la propia casa—, pero no encuentra allí la protección que busca. No halla otra salida que escapar en el carro del lechero. No creo que haya sido inocente la escogencia de ese sujeto como protector y salvador del personaje. El lechero es un proletario y un personaje popular —uno de esos que tanto interesó a Julio García Espinosa—.