Luis Alberto García

Los tímidos antecedentes

Mié, 05/19/2021

En Cecilia (1981), controvertida versión de Humberto Solás de la novela de Cirilo Villaverde, los personajes de Leonardo (el español Imanol Arias) y uno de sus amigotes de juergas muestran algo que pudiera interpretarse como una insinuada y, a la vez, soterrada bisexualidad; entre ellos hay ciertas miradas, ambiguas señales —sobre todo, cuando comparten con el sexo opuesto—, que permiten aventurar tal posibilidad. Sin embargo, por este guiño no puede afirmarse la presencia del tema en esa cinta.

De un modo mucho más abierto sí aparece, exactamente una década más tarde, en Adorables mentiras (Gerardo Chijona, 1991). En una escena, vemos al protagonista, un guionista (Luis Alberto García), sentado en las piernas del personaje del director (Jorge Cao). Pero tampoco aquí pasa de una pincelada, un detalle, una motivación dramática sin siquiera peso en la trama.

También en Alicia en el pueblo de Maravillas (1990), la polémica cinta de Daniel Díaz Torres, la protagonista interpretada por Thais Valdés se disfraza de varón ante determinada circunstancia, y cuando, en tal facha, besa a su novio (Albertico Pujols), una mujer que los descubre, grita escandalizada: «¡Dos hombres besándose!». Aunque es una fugaz pero clara referencia al terror social que este tipo de evento genera en la gente sencilla, de pueblo —el aviso tiene la traza de quien revela un grave delito—, tampoco en esta obra el tema pasa de ser una anécdota, un gag de los muchos que informan la comedia.

Donde acaso por vez primera, muy poco antes, encontramos un personaje de este tipo que, aun siendo secundario, tiene un indudable peso diegético, es en La bella del Alhambra (Enrique Pineda Barnet, 1989). Adolfito (Carlos Cruz) es el gay entregado en cuerpo y alma a la formación profesional de la estrella protagónica; sin embargo, la conformación psicosocial del personaje no trasciende los lugares comunes, el estereotipo, la visión tradicional que tiende a caracterizarlo como el individuo servil, sin luz propia —trabaja y vive por y para la figura que está intentando convertir en artista—.

Incluso, la mirada hacia el personaje desde el filme es mucho más paternalista que la de Miguel Barnet en la novela que le sirve de referente literario (Canción de Rachel, 1969), donde muestra mayor entereza dramática, más consistencia: es él mismo, también, un verdadero artista. Como manda la tradición, y siguiendo las convenciones que cierta literatura y el propio cine gay «establecía» en los años cincuenta, Adolfito debe morir; la «justicia poética» lo condenaba a ello irremediablemente: no existía cabida ni posibilidades de elemental subsistencia para este ser frágil, inocente, bondadoso y puro en un mundo de corrupción y maldad.

Ya en la metarrepresentación que hace la película del teatro vernáculo (espectáculo musical-danzario, revistas de variedades y humorísticas), dentro de la puesta que «lanza» a la protagonista, se introduce el término «cundangos», como también se les llamaba a los homosexuales en la época: Rachel, travestida de hombre, besa a su compañero de escena, lo cual provoca la «respuesta» musical y satírica de su antagonista y el coro, utilizando tal palabreja.

Hubo que esperar a principios de la siguiente década, con la película que finalmente entronizaría al gay como sujeto en el cine cubano, para superar la visión lastimera y convencional del mismo. Por supuesto, se trata de Fresa y chocolate (1993), de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío.

(Fragmento del ensayo "Fresas no tan silvestres. Buceando en el audiovisual cubano", incluido en el libro Diferente. Cine y diversidad sexual, Ediciones ICAIC, 2021)