NOTICIA
Las aventuras de Juan Padrón
A primera vista, lo único que diferencia el dibujo animado del dibujo es el movimiento. La evidencia, sin embargo, tiene en cuenta forzosamente un elemento cuya apreciación multiplica la desigualdad en innumerables significaciones: el tiempo. Uno lo reproduce en su carácter de secuencia, como heredero de la linterna mágica, y el otro lo detiene en su noción de instante, como equivalente de la fotografía. La historia viene a ser un híbrido en el cual coexisten el imperativo editorial y la voluntad de extender la acción fuera de los marcos de un solo cuadro ―es decir: abarcar mayor tiempo en el mismo medio de representación― y resulta el género gráfico que más se emparenta con el cine. Como si Tarzán y Supermán no bastaran para demostrarlo, ahora Batman y Dick Tracy resucitan en Hollywood alimentando la nostalgia por una época cuyos héroes batían con igual destreza a enemigos rusos y a récords de taquilla. Adviértase cuántas mutaciones sufre el tiempo en la necesidad subyacente de revivir aquellos años; de hacerlos transcurrir otra vez, al menos, en la conciencia de una nación que ha sabido moderar lo inhumano con lo sobrehumano.
Cuando llegó al cine en 1974 luego de haber aparecido en las historietas del semanario Pionero (donde nació el 4 de agosto de 1970), Elpidio Valdés fue acusado por algunos de nutrirse de los modelos del héroe individualista burgués. Es cierto que desde Una aventura de E. V. y E. V. contra el tren militar, aquellos dos primeros cortos del personaje mambí, Elpidio se diferenciaba bastante de los insurgentes marineros del Potemkin; pero no porque se pareciera más a James Bond o a Sherlock Holmes que a Ignacio Agramonte: todo lo contrario. La imputación era lo suficientemente estúpida para ignorar la historia de la cultura cubana; en particular, la procedencia social de una parte considerable de los héroes de las guerras del 68 y del 95 y la educación recibida por un joven que, como Juan Padrón, había nacido en 1947. Quizás con la mejor voluntad del mundo, pero el caso es que quienes así le juzgaron esperaban que el autor borrara súbitamente de su conciencia todo el Walt Disney digerido con inocultable placer durante años, y que reinterpretara las gestas independentistas leyendo a Eisenstein en vez de a Miró Argenter y a Ramón Roa.
En Una aventura de E. V., el protagonista, solo, rescata a su caballo Palmiche, capturado por los españoles y sometido a vigilancia en un fuerte militar repleto de soldados. Valdés empieza por sorprender a uno de ellos apuntándole a la boca desde dentro del cubo de agua que el centinela saca del pozo, y poco después sale ileso de cañonazos a quemarropa, no sin antes neutralizar con el machete a todos los que le rodean en un cuarto oscuro. Los proyectiles no le hacen daño, pero tampoco matan a sus adversarios, uno de los cuales ―el del pozo― asimila en la boca seis disparos que sirven para poner fuera de combate a otros dos guardias cuando la abre nuevamente para advertirles del peligro. En el desasosiego del acecho un inofensivo gatito es víctima del fuego concentrado de los vigilantes apenas maúlla, y hasta la luna de fondo resulta agujereada por la impetuosa descarga de fusilería. Ante la incomprensión de los relinchos del caballo torturado para que delate a su amo, el oficial español pregunta a un subalterno qué dice el animal, y la respuesta es otro relincho que muy pronto paga el aludido al precio de una bofetada por efecto de la cual su cabeza adquiere la forma de un guante con ojos, nariz y boca. Entonces mandan a buscar a… la traductora: una yegüita coquetona capaz de relinchar y hablar el castellano.
Son secuencias cargadas de situaciones cómicas que pueden funcionar ―y funcionan― más allá del contexto de referencia. Elpidio no es un vencedor sobrehumano, sino un tipo en cuya proyección individual convergen numerosos rasgos de la idiosincrasia criolla. En cada una de sus aventuras y en la suma de todas, la relación vencedor-vencido (cubano-español) no está sujeta a utópicas especulaciones de fuerza y debilidad, sino a un reconocimiento activo de esa parte de la historia de Cuba gracias a la cual el concepto de nación se fundió para siempre con el de independencia. El hecho de que los españoles sean presentados a menudo como una partida de imbéciles afecta menos la verosimilitud de los episodios que la creciente atribución al personaje de rasgos exclusivamente “heroicos”, de acuerdo ―por supuesto― con nuestro tradicional sentido del heroísmo. Y ocurre así porque, al margen de la rigurosidad histórica con que el autor ha abordado el período en cuestión ―al punto de convertirle en asesor de filmes como Baraguá―, la seriedad no es en este caso sinónimo de beatitud. Si algo hizo de Elpidio Valdés un héroe formalmente individual fue su visible deuda con el espíritu colectivo. Por eso, beatificarlo sería un sacrilegio.
Elpidio es más lejano pariente de Supermán que de Ulises, el itaqueño. Supermán encarna un ideal metafísico cuya materialización terrenal sobrepasa toda experiencia humana posible, mientras que Elpidio ―como Odiseo― representa la sublimación de una epopeya protagonizada por hombres y recreada en la fantasía de un heredero de los valores sociales legitimados por la epopeya. Aunque Ulises invoque a los dioses y se enfrente a un cíclope cuyo esqueleto no figura en el Museo Británico, su itinerario sigue siendo esa mezcla de documental y ficción que tantos epígonos arrastra hoy en la literatura y el cine. Aunque dispare con el arma en los pies, duerma sobre el caballo a galope (E. V. está rodeado, 1977); obligue a Palmiche a emprender rutinas de Pegaso o sea invencible ante un enemigo proporcionalmente invencible (Una aventura de E. V.), el coronel mambí no puede ser considerado la versión cubana de Supermán por elementales diferencias de naturaleza ―las mismas que, a la postre, distinguen a las idealizaciones del héroe individual de las encarnaciones del héroe colectivo―: solo cuando hace algo increíble, Supermán abandona prácticamente la imaginación y se inserta en la realidad para convertirse en una fuerza social; Elpidio Valdés se permite lo inverosímil para trascender la realidad y cristalizar en la imaginación, para acreditar una fuerza individual: la de su creador. Se trata, en última instancia, de vectores incongruentes que no se anulan recíprocamente, en virtud de las correspondientes motivaciones sociológicas que los originan.
Cuanto mayores sean los esfuerzos por “personalizar” a Elpidio sobre la supuesta base del respeto al tipo de héroe que encarna, mayor peligro de despersonalización corre. Téngase en cuenta que la vitalidad del personaje depende de la vitalidad de la imaginación de su autor, cuya materia prima se divide en recursos agotables (información pasiva: textos de historia, testimonios de la guerra) y en recursos inagotables (información activa: las vivencias cotidianas). Cualquier limitación de estos últimos en función de los primeros es un formidable recurso para provocar la esclerosis múltiple de la creatividad. El afán de salvaguardar la pureza del protagonista toma por contaminante todo rasgo que no contribuya a enaltecer su imagen idílica, primero de una serie de errores ocasionados por el dogmatismo reduccionista y cultivados en la anestesia ideológica de la honra mecánica. La interpretación más sutil de semejante demanda nos obligaría a aceptar que sólo la autoridad política está capacitada para reconstruir la imagen del héroe, y que el creador es un tonto aprendiz sujeto a lecciones de Historia; una Historia que, por otra parte, elige a sus juglares en perjuicio de la tolerancia.
Si Elpidio Valdés no es, a un tiempo, aquel y este, no tiene sentido. Me parece bien que sus cortos y sus largometrajes cumplan simultáneamente funciones didácticas, pero cuando se le emplea como instrumento didáctico en historias compuestas con ese superobjetivo delata corrosivas variaciones que perjudican su relativa independencia.
(Tomado de Revista Cine Cubano, no. 131)