NOTICIA
La vida de William Randolph Hearst vista por un director genial
Texto escrito por Alejo Carpentier
Alejo Carpentier
Leyenda del hombre de los castillos fabulosos, que quiso hacer una estrella con ayuda de sus periódicos por y fracasó su excesiva en la ambición empresa
El público de La Habana acaba de conocer una de las películas más extraordinarias que haya salido de un estudio americano. Me refiero a Citizen Kane, la prodigiosa obra de Orson Welles, en que se nos narra — ¡con cuánta poesía, con cuánta penetración psicológica! - la existencia grandiosamente fracasada de William Randolph Hearst, el Napoleón de la prensa amarilla de los Estados Unidos.
Orson Welles se hizo célebre, hace años, con su admirable realización radiofónica de La guerra de los mundos de H. G. Wells, en la que logró tal realismo emocional que muchos oyentes abandonaron sus hogares y corrieron por las calles presa del pánico, al escuchar las exhortaciones a la calma lanzadas por un falso presidente Roosevelt de estudio, que parecía admitir, muy naturalmente, el arribo a la tierra de monstruos venidos en cilindros volantes desde el planeta Marte.
Desde aquella primera realización sonora, la mente de Orson Welles se ha madurado - si puede hablarse de proceso de «maduración» cuando se trata de un hombre que tiene actualmente veintiséis años.
Su mente ha madurado, en el sentido de que ya no necesita recurrir a habitantes de otros planetas para emocionarnos. Ha comprendido que el mundo moderno encerraba monstruos tan desmedidos, tan tentaculares, tan complejos, como los que un genial narrador inglés colocó a orillas de los canales geométricos que observaron los astrónomos en la gran estrella vecina... Y, como 1-Iitlcr había sido acaparado ya por Charlie Chaplin, Orson Welles miró a su alrededor... Ya John Dos Passos, en su 1919, en su Paralelo 42, había trazado la biografía de más de un fenómeno de la vida americana... Los modelos propios no faltaban...
Orson Welles eligió a William Randolph Hearst.
Hearst es uno de los personajes contemporáneos que crearon, para los hombres de mi generación, un nuevo género de cuentos de hadas... Apenas salidos de la dictadura de la cenicienta y la Caperucita Roja, de Alice in Wonderland y de las ilustraciones de Rackham, conocimos todos, por las revistas ilustradas, por los rotograbados dominicales, la existencia de hombres-aves, de exploradores prodigiosos, de nibelungos poseedores del oro de New York - lo que resultaba más real, si bien menos poético, que los tesoros de Golconda y el cofre de Monte Cristo -. Lindbergh, Martin Johnson, Up de Graff, Henry Ford y Rockefeller, eran los héroes de una nueva mitología real que a cada paso nos hacía tangible el milagro... Pero, entre todos esos dioses de la aventura o de la bolsa, del ingenio o del tesón, se destacaba la figura extraordinaria de Hearst...
Diversas informaciones nos habían familiarizado con su fabuloso castillo, lleno de cimborrios indios, torres medievales, yedras centenarias y escaleras volantes; con sus jardines donde retozaban las focas, las jirafas, los avestruces e hipopótamos; con sus fiestas medievales, en que los invitados sorbían incontables high-ball de whisky muy actual, vestidos de pajes, azafatas, cruzados, trovadores, princesas de torneo, haciendo alarde de una erudición más cercana de Walter Scott que de los tratados de historia... El castillo de Hearst nos seducía por lo infantil, por lo ingenuo, por lo de la capilla traída de Europa en piezas numeradas con la ingenua ambición de ver desintegrarse bajo el sol de América piedras de seiscientos años de edad... Hearst era un verdadero personaje de Salgari, pariente de Sandokan y Yáñez de Gomara... ¡Ni siquiera le faltaba el tigre amaestrado de Tremal-Naik!...
Pero había algo más.
Todos estábamos celosos de William Randolph Hearst.
Y era porque todos estábamos enamorados de Marion Davis y guardábamos sus retratos bajo nuestros pupitres, entre la Aritmética de Bruño, la Fisiología del Padre Calasans y Gil, el Epítome de la Real Academia, la Black Family del Método Jorrín...
Orson Welles ha conservado bastante juventud espiritual para percibir, como podría hacerlo un niño, todo el aspecto mitológico de su personaje. Pero, formado entre las corrientes más avanzadas del arte, ha sabido enfocarlo con profundidad pirandelliana. Porque no le basta narrarnos, cinematográficamente, la existencia de Hearst - lo que ya habría sido hazaña—. Enfoca su vida desde tres ángulos distintos. La refleja en espejo de tres lunas. Nos la muestra a través de los testimonios de tres seres que lo conocieron, lo amaron o lo detestaron. Y esto, sin seguir una cronología exacta. Saltando - como lo hacen Huxley y Dos Passos en sus novelas — de momentos trascendentales a momentos trascendentales, de años recientes a años anteriores, regresando del «después» al «antes», realizando un grandioso montaje psicológico, guado por la obsesión de una idea fija.
Esa idea fija es: «Rosebud».
¿Qué es «Rosebud»?
«Rosebud» es una palabra extraña pronunciada por el magnate al morir. (Haciéndolo «morir» como él quiere, Orson Welles se evita un proceso ruidoso, ya que su «ciudadano Kane» no aspira de modo alguno - ¡ante las leyes norteamericanas, desde luego! - a representar el personaje verídico de Hearst. No, no... ¡ni pensarlo!) Unos cineastas que acaban de realizar un documental acerca de la vida del Napoleón periodístico — ese es el argumento de Orson Welles — encuentran imperfecta su propia película por no poder explicar el sentido de «Rosebud». ¿Se trata de una invocación cabalística?... ¿Se trata de un mito religioso?... «Pieza ínfima, que impide reconstruir en su totalidad el rompecabezas de su existencia», afirma Orson Welles. Y por ello, un reporter inteligente inicia una acuciosa investigación por todo el territorio de América, buscando la clave del misterio en los testimonios de amigos, amantes, colaboradores, del millonario...
Este gigantesco trabajo de reconstrucción de una mentalidad aporta increíbles sorpresas. Hearst, el hombre que envidiábamos, el hombre omnipotente, estaba hecho con arcilla humana, como todos los demás. Sufría, y sabía sufrir en silencio. Su drama era el del anhelo de ternura. Aspiraba a que se le quisiera. Pero nadie lo quería realmente. Porque asombraba demasiado, porque era demasiado personal, porque desconcertaba con su don de comprar voluntades, de adquirir conciencias, de forjar la actualidad en su propio cerebro, de acuerdo con los dictados de sus fantasías o de sus intereses... Un día, ante noticia demasiado mendaz publicada en uno de los periódicos, su primera esposa se atreve a insinuar:
- Pero... ¿qué pensarán tus lectores?
Hearst-Kane responde con soma:
- ¡Pensarán lo que yo les haga pensar!...
A fuerza de estar habituado a imponer su criterio contra viento y marea, Kane sufre una caída cruel, que Orson Welles nos narra, cinematográficamente, con una habilidad nunca vista. Enamorado de una pequeña cantante sin talento ni inteligencia - léase Marion Davis -, Kane especula con el absurdo. Apoyado por su cadena de periódicos, se empeña en extraer una voz maravillosa de una garganta escuálida. Llama a los mejores profesores del mundo. Los mejores técnicos del universo. Los mejores maestros de mímica, de coreografía, de vestuario. Por fin, la protegida — verdadero mono amaestrado — debuta estrepitosamente en una ópera especialmente elegida para ella en el menos conocido — para mejor evitar comparaciones —: la Salambó de Gustavo Flaubert. Se han gastado millones en el decorado, en los trajes, en la dirección. Pero los espectadores responden al esfuerzo con un silencio frío... ¡No importa!... ¡Para forjar la opinión está la cadena de periódicos! «Pensarán lo que yo quiera que piensen!» ... A fuerza de publicidad se construye una estrella artificial que brilla, con fulgores de oro propio «de costa a costa». Y en el momento preciso en que parecía ganada la batalla, la voz de la falsa cantante se rompe como un vaso de cristal...
Hearst ha fracasado ante lo único que nunca se anuncia porque no admite publicidad: la ley natural.
Matado políticamente por su escándalo debido a un candidato adverso, de menos talento que él; muerto para la amistad, porque sus amigos nunca llegan a quererlo verdaderamente; traicionado por la garganta de su mujer; viendo declinar su buena estrella por haber declarado, al regresar de un viaje a Europa, que «Hitler y Mussolini eran demasiado inteligentes para desear una guerra», Kane-Hearst se retira en su fabuloso alcázar de millonario... Pero un palacio no basta para hacer la dicha de un hombre. La intimidad no puede reinar en salas de sesenta metros de largo, donde estatuas arrancadas a catedrales góticas parecen sonreír con desdén ante los alardes del nuevo rico... ¡Demasiadas jirafas, demasiadas cúpulas, demasiadas chimeneas sombrías! Kane está solo, porque el temor no provoca amistad, y el interés sólo alimenta reverencias hipócritas... Pero Kane, rey y fracasado, potentado e insaciado, posee todavía un refugio espiritual: ama a su mujer, la malograda cantante. Pero la ama a su manera, es decir, para sí, solitariamente, sin expansiones, sin dar nada de su vida interior. La contempla interminablemente, a quince metros de distancia, en las fúnebres veladas del palacio suntuoso, hallando en ello un placer que no pueden dar los millones... Pero, un buen día, esa mujer lo abandona... Kane no sabe retenerla. Cuando cree haberla convencido, un gesto de soberbia rompe la voz humana de su congoja...
Solo ya, después de entregarse a un terrible acceso de cólera, cae muerto pronunciando la palabra extraña:
- ¡Rosebud!...
A través de imágenes prodigiosamente logradas, a través de alardes fotográficos capaces de maravillar a los técnicos exigentes, valiéndose de una sincronización musical sin precedente en el cine, jugando con un diálogo de una agilidad prodigiosa, Orson Welles nos explica el sentido de la enigmática invocación.
ROSEBUD era la marca de un trineo con que Kane-Hearst jugaba cuando era niño. El trineo «Rosebud» era regalo de su madre. Era el único objeto que le hubiesen dado por amor. El único que no le hubiera costado nada. El único regalo venido del corazón que cayera entre sus manos... «Rosebud» ... Una acción de gracia... Algo sin valor, pero que era fruto de ternura hacia él...
El ciudadano Kane es una obra maestra. Una de las realizaciones más logradas, más profundas, más perfectas, que nos haya dado el arte contemporáneo.
Orson Welles, con veintiséis años de edad, ha dado una tremenda lección de cinematografía a todos los directores que, hasta ahora, se creían grandes...
Tiempo. La Habana, 13 de julio de 1941
Texto extraído del libro “El Cine, décima musa”. Compilado por Salvador Arias
Selección para la Jornada de la Cultura Cubana 2024 de Daryel Hernández