NOTICIA
La última confesión
Paraíso (2016) —película con que el veterano cineasta Andrei Konchalovsky alcanzara el León de plata en el 73 Festival de Venecia—, ofrece otra aproximación a la Segunda Guerra Mundial; concretamente, el relato se emplaza en las circunstancias de la denominada «solución final» de la «cuestión judía». De ahí que se pudiera pensar que Paraíso es tan solo «más de lo mismo», cuando en realidad resulta, por varios motivos, una excelente propuesta cinematográfica.
De entrada, no podemos pasar por alto la dimensión de ese trágico episodio y sus repercusiones en la sensibilidad y el pensamiento humanos, razones suficientes para que volvamos continuamente sobre él. ¡La revisión histórica del Holocausto constituye una lección ética que invita a revisar, cuestionar y replantear la posición que sostenemos ante los otros! Por supuesto, dado que estamos hablando en términos fílmicos, la certeza de la cinta se halla en el notable trabajo de ingeniería cinematográfica consumado por Konchalovsky, resultado, sobre todo, de la singularidad argumental y la solidez dramatúrgicas del guion, así como de la elocuencia expresiva del estilo.
Si bien Paraíso entrega un tiempo considerable de la puesta en escena y del universo temático a la reconstrucción de la época, dentro y fuera de los campos de concentración, lo cierto es que la escritura privilegia una perspectiva mucho menos panorámica. La narración se concentra en explorar el comportamiento, las actitudes y las decisiones de tres individuos que ocuparon posiciones (de poder) bien desemejantes al interior de aquel cruento escenario.
Y justo uno de los méritos mayores del filme consiste en enfrentarnos al modo en que personalidades específicas, marcadas por pasados y contingencias de vida diferentes, responden psicológica y emocionalmente a la experiencia del fascismo, uno de los capítulos más agrios de la Historia universal. De hecho, el guion tiene su carta de triunfo en la precisión y organicidad con que los accidentes dramáticos que garantizan la progresión del relato se ponen en función de develar la profunda complejidad de los personajes protagónicos, los matices de unos caracteres que sobrevivían todos a los horrores de aquel contexto.
La película alterna los testimonios de Jules —colaboracionista francés con la ocupación nazi—, Olga —emigrante rusa unida a la Resistencia francesa, quien ayudaba a niños judíos— y Helmut —capitán nazi de las SS— con pasajes que ilustran o recrean las perspectivas de sus respectivas palabras. Los interrogatorios tienen lugar en un espacio que parece una suerte de limbo en el que esperan por el paraíso, resueltos con unos planos frontales que depositan el peso de las escenas en las interpretaciones y el valor de los parlamentos.
El resto transcurre entre un París que intentaba oponerse a las fuerzas alemanas y los campos de concentración; en ambos sitios se subrayan la violencia física y las atrocidades cometidas durante el periodo, pero el interés fundamental es observar las motivaciones y los actos de los protagonistas en el momento en que sus vidas se cruzan. De este modo, Paraíso termina siendo una aguda reflexión sobre el hombre en sus circunstancias, sobre la conducta humana; una meditación sobre la ética y la posibilidad que tiene cada persona de elegir.
Aunque lo hizo con la finalidad de proteger a su familia, Jules torturó a personas inocentes. Helmut quiso proteger y salvar a Olga, pero estaba convencido de que aquello era solo el inicio de la construcción del paraíso en la tierra. Esta última, por su parte, pudo aprovechar la oportunidad que Helmut le ofrecía, sin embargo, escogió el sacrificio personal. Cuando el filme va a terminar, allí donde es interrogada, escuchamos una voz que le dice a Olga: «no tienes nada que temer. Pasa.» Suponiendo que le están dando entrada al paraíso, es ahí cuando se comprende el sentido último de la obra: no importan las razones profundas que cada uno de ellos haya tenido para actuar del modo en que lo hizo, todos son igual de culpables. Olga también tuvo la opción mínima de elegir y renunció a ser privilegiada por quienes le impidieron salvar a los niños por los que renunció a su propia vida.
Son admirables las ambiciones discursivas y el rigor caligráfico de Konchalovsky, un cineasta que ha transitado por los más variados tonos de realización y en todo ha conseguido los más altos créditos. En El cartero de las noches blancas (2014), por poner un ejemplo reciente, apostaba por una fotografía naturalista que pulsaba en los códigos del documental para indagar en la vida de un grupo de seres relegados prácticamente al olvido del mundo; película interpretada, además, por actores no profesionales.
Acá decide una visualidad en blanco y negro ciertamente expresiva, con la facultad de potenciar, sin excesos esteticistas, el sentido de la historia; con el trabajo de luces resuelve sumergir al relato en una atmosfera confesional e introspectiva que favorece la postura del discurso. En cuanto a las actuaciones, hay que destacar las de Yuliya Visotskaya (Olga) y Christian Clauss (Helmut), quienes con sutileza y contención gestual lograron un alto nivel de convencimiento a la hora de asumir el cosmos de contradicciones que sus personajes implican.
Tenemos aquí, definitivamente, otra obra con la que pulsar la capacidad del cine para, sin renunciar a su condición de artilugio estético, lanzar una mirada contundente sobre el ser y el mundo; o antes, para encontrar en ellos un motivo para potenciar las capacidades y combinatorias de su lenguaje.