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Capitolio

La serpiente puso su huevo en el Capitolio

Lun, 01/11/2021

Ante las miradas incrédulas y atónitas de millones de personas en todo el mundo, las pantallas de televisión testimoniaban este 6 de enero el violento asalto de una multitud airada de simpatizantes de Donald Trump al edificio del Capitolio, en plena sesión del Congreso para certificar la victoria electoral de Joe Biden como cuadragésimo sexto presidente de Estados Unidos, en Washington, D.C.

Una imagen sin precedentes, que conozcamos no imaginada hasta ahora por ningún escritor o guionista de futurismos distópicos, un suceso que iba más allá de nuestros sueños más salvajes. No ocurría en ningún país de América Latina, ni de Asia o África, sino en el corazón mismo de los Estados Unidos de América, a las puertas de lo que los propios estadounidenses proclaman no sin cierto exceso de estimación propia como “el mayor órgano de debate del mundo”, el símbolo de su democracia. No era el primero, pero sí el atentado más escandaloso por masivo, por contexto y por alcance perpetrado contra la instalación que representa el principal orgullo de una nación, transmitido en vivo y en directo.

Al ver los rostros amenazadores de los manifestantes y sus desafueros dentro del recinto legislativo, y escuchar sus proclamas de que estaban “haciendo historia”, pensé en el Berlín de los años 20 que retrata la película El huevo de la serpiente, de Ingmar Bergman, y en aquellos otros presuntos simpatizantes de la causa nacionalsocialista que en la década siguiente, específicamente el 23 de febrero de 1933, también hicieron historia prendiéndole fuego al Reichstag para darle el vuelco definitivo a Alemania en favor del partido político y la ideología del nazismo.

Resultaban estas de ahora escenas escalofriantes de una “horda salvaje” profanando el sacrosanto recinto donde se discuten, aprueban o rechazan leyes en nombre de “We, the people of the United States…”, el templo neoclásico donde los escolares norteamericanos son llevados por sus profesores, y los turistas, por sus guías, para constatar cómo se ejerce la democracia.

Pues sí, hicieron historia.

Tuve entonces la impresión de que aquel huevo de la serpiente se rompía, y de su interior surgía impetuosa como el alien de Ridley Scott una criatura que escalaba la escalinata del Capitolio, trepaba por sus paredes, invadía sus salones y despachos y destilaba el viscoso fluido de la intolerancia extrema y el fanatismo: el fascismo.

Era algo así como el acta de nacimiento oficial y mediática, el documento audiovisual que certificaba el alumbramiento institucional por su propio presidente — independientemente de que la criatura en sí no es ningún recién nacido en ese país— del fascismo en Estados Unidos. El bebé de Donald Trump.

Este parto se venía gestando desde hace cuatro años, pero sus primeras contracciones se hicieron evidentes sobre todo en la campaña electoral del padre del engendro, mientras ante auditorios enardecidos se paseaba cual emperador romano de un lado a otro de las tribunas “bailando” robóticamente a los compases de YMCA, de Village People, una de las varias canciones usadas por la campaña Trump sin permiso de sus autores.

Me detendré solo en uno de esos actos, aquel en que el magnate arremetió una vez más contra el Dr. Anthony Fauci, epidemiólogo principal de Estados Unidos. El rebaño, motu proprio, comenzó a gritar desaforadamente: “Fire him!”, a lo que su pastor respondió con indulgencia y retorcido sentido del humor que lo pensaría, que no lo divulgaran, pero que lo iba a tener en cuenta. Regocijo de la jauría ante su próxima víctima.

¿Habrá algo más parecido que este rotundo menosprecio por la ciencia, el conocimiento y el intelecto a la quema pública de libros que lideraron las juventudes hitlerianas en la Plaza de la Ópera de Berlín el 10 de mayo de 1933? Para quien solo conoce el fascismo por los libros de historia, la escena descrita es un retrato de este fenómeno socio-político-ideológico live action. Si alguna diferencia distingue a seguidores de Hitler de los de Trump es que los primeros usaban la porra y la tea incendiaria, mientras los segundos enarbolan en plena calle y sin pudor alguno fusiles de asalto.

A estos fieles e incondicionales soldados de fila se dirigió el mandatario, a exigencias de Biden, Pelosi y otras personalidades políticas de las más variadas tendencias, en un video grabado para aplacar sus ánimos. Se le veía inusualmente sosegado, sereno, conciliador, en una palabra, complacido. No les estaba hablando, por supuesto, a los activistas de Antifa, ni a la “izquierda radical”, ni a Black Lives Matter, ni a los fakenews media, contra los que suele despotricar histéricamente, sino que casi les susurró al oído a sus mimados “proud boys” que eran gente “muy especiales” y que regresaran a casa en paz. Como un padre que invita a dormir con gentileza y halagos a sus niños, después de que estos acabaron con la quinta y con los mangos durante el día. Solo le faltó agregar: “Felices sueños”, para acto seguido hacer un aparte en cámara y espetarles a los demócratas: “¿Vieron de lo que soy capaz?”.

Fue capaz de asaltar el Capitolio y el Congreso de Estados Unidos y puede serlo de mucho más. Donald Trump ha sido capaz de minar en cuatro años el andamiaje político que una nación se tardó más de dos siglos en edificar, y de contravenir la letra de la constitución más antigua en vigor actualmente en el mundo. Durante su presidencia, la proyección política de un país se ha convertido en la proyección corporativa y despiadadamente competitiva de una empresa. Su accionar no es el de un dirigente de un gobierno o partido político, sino el del chamán de una secta. Dejo a psicólogos o psiquiatras evaluar si se trata de un caso extremo de narcisismo patológico; para mí es el más integral y consecuente cuadro de la extrema derecha imperial a nivel del Sistema Solar… y más allá.

Es la encarnación perfecta de un estado de cosas magistralmente resumido por un analista político ante las imágenes del Capitolio asediado por la turba trumpista: “Estados Unidos ha ‘exportado’ tanta democracia que se ha quedado sin ninguna dentro”. Por fortuna, una fuerza de seguridad sospechosamente insuficiente logró a duras penas impedir que destruyeran completamente el hemiciclo donde se encontraban reunidos la Cámara de Representantes y el Senado; de haber ocurrido así, tal vez ambas Cámaras hubieran tenido que acceder a solicitarle a la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba que le prestáramos el Capitolio nuestro para reasumir la sesión plenaria en la única sede en el resto del mundo donde podrían seguirse sintiendo como en casa.

Hace unos dos meses, establecí en estas mismas páginas virtuales un paralelo entre Donald Trump y Charles Foster Kane, el personaje protagónico de El ciudadano Kane (Citizen Trump, Cubacine, 08-11-2020). A la luz de los últimos acontecimientos, veo que me quedé corto, y surgen nuevos referentes cinematográficos que me gustaría compartir como conclusión de estas líneas. Ejemplos: el vengativo exconvicto que interpretó Robert Mitchum en El cabo del miedo (Cape Fear, 1962) (mucho más intimidante que su versión posterior por Robert De Niro en el remake de 1991), o la amante psicótica de Glenn Close en Atracción fatal (Fatal Attraction, 1987).

Ambos personajes tienen como denominador común la determinación de no detenerse ante nada ni ante nadie para la consecución de sus malsanos propósitos: Mitchum, destruir al fiscal que lo condenó y a su familia; Close, acabar con el hombre que la sedujo y su matrimonio. Como Donald Trump, quien ha dejado ver claramente su intención de no cejar en el empeño, a cualquier precio, de entorpecer a Joe Biden y su presidencia, y en última instancia, siguiendo el curso de nuestras analogías obstétrico-natales, abortar su mandato. Sin importarle si Twitter le suspende la cuenta por 12 horas o por 12 años, o si también Facebook e Instagram lo prohíben indefinidamente.

Este miércoles 6 de enero de 2021 en nuestro mundo hispanohablante, Día de los Reyes Magos, Estados Unidos volvió a ser fuente de una noticia tan inaudita como aquella que justamente este año hará dos décadas, el 11 de septiembre de 2001, estremeció al mundo con una serie de atentados coordinados contra sitios emblemáticos de la nación estadounidense. El Capitolio, por cierto, estaba entre ellos, solo que el avión destinado a estrellarse contra la construcción no logró su objetivo. Por esas paradojas del destino, 20 años después el propio presidente norteamericano y su ejército de acólitos terroristas internos simbólicamente sí lo lograron.

“La lucha por hacer grande a América de nuevo —declaró el promotor del auténtico intento de golpe de estado que ha sumido en la consternación al pensamiento más liberal de ese país— solo ha comenzado”.

(Foto tomada de RTVE)