El Festival

La segunda conquista del fuego

Lun, 12/02/2019

¿Qué duda cabe? La historia del festival habanero es, en no poca medida, la del Nuevo Cine Latinoamericano que ha tomado aquel como sede para asentarse, expandirse y lograr un espacio no solo de mera exhibición, sino de verdadera (re)afimación. Este intercambio —dicho sea y no de paso— no es solo estético: es una muestra cálida de abrazo humano, de esa solidaridad que va mucho más allá, pero que, por supuesto, también incluye las coordenadas artísticas, las coincidencias, o al menos las semejanzas en un credo nada dogmático, pero sí auténtico.

1979 (¡veinte años ya, que sí son mucho más que nada, con perdón de Gardel!) fue el año cero, el de la primera cita: suerte de continuidad histórica de aquella que, una década antes, tuvo lugar en Viña del Mar, Chile, teorizando los rumbos ciertos que ya tomaba el Nuevo Cine Latinoamericano, declarándolo, reconociéndolo, como algo tangible, mucho más concreto (y hermoso) que una entelequia.

A partir de entonces, los encuentros se han ido perfeccionando, ensanchando, como lo ha hecho también el cine representado en los mismos. Lo más importante, creo, ha sido esa voluntad de resistencia y continuidad que a pesar de todas las crisis económicas y políticas han mostrado los cineastas del área para seguir haciendo; todo este tiempo demuestra que el cine latinoamericano, pertinaz Sísifo, no solo sobrevive, sino que exhibe, como mínimo, una dignidad inescamoteable.

El enemigo principal —para recordar aquel título emblemático de Sanjinés— sigue y seguirá siendo, no el cine norteamericano, como algunos creen, sino la hegemonía y omnipotencia que en el mercado internacional han logrado imponer las grandes compañías de Estados Unidos, afectando el arte de “nuestras repúblicas” y el del resto del mundo.

La década (prodigiosa) del inicio

Un recorrido por los años de la génesis implica detenerse en momentos muy significativos del cine latinoamericano. Los corales, dejando a un lado las cotas de inconformidad que toda premiación acarrea, apuntan, sin lugar a dudas, a lo más destacado de nuestro quehacer cinematográfico durante este tiempo. La primera cita, del 3 al 10 de diciembre de 1979, dejó claros unos objetivos que, ampliados y profundizados, han presidido las subsiguientes: “promover el encuentro regular de los cineastas de América Latina que con su obra enriquecen la cultura artística de nuestros países (...); asegurar la presentación conjunta de (todos los géneros...) y contribuir a la difusión y circulación internacional de las principales y más significativas realizaciones de nuestras cinematografías”.

La junta directiva, a su vez, creaba una estructura que incluía la sección competitiva, la teórica (Encuentros y Seminarios) y la no competitiva (Muestras y Retrospectivas de cinematografías y cineastas de la región) así como el Mercado del Nuevo Cine Latinoamericano (MECLA). Varios jurados compuestos por prestigiosos intelectuales (no solo cineastas) evaluarían, desde entonces, las obras presentadas y tendrían a su cargo la premiación.

La primera década del evento demuestra una evidente regularidad en cuanto a las cinematografías de vanguardia; el encuentro habanero surge en momentos en que Brasil conoce una etapa fructífera, no por ello menos paradójica pues una gran crisis económica (cierre de salas, problemas de distribución, competencia desleal de la TV) lejos de afectar los resultados concretos, generó una serie de filmes notorios, muy bien valorados por la crítica y el público locales.

Nuestras citas habaneras ayudarían a entender (y extender) esta realidad; resulta destacable que los tres primeros festivales estuvieran liderados por el “gigante sureño” en sus grandes corales de ficción, sin que faltaran otros galardones en varios géneros: Coronel Delmiro Gouveia, de Geraldo Sarno —ex aequo, en 1979—; Gaijin - Os Caminhos da Liberdade, de Tisuka Yamazaki, más el Premio Especial del Jurado a Bye bye Brasil de Carlos Diegues, en 1980, y Eles Não Usam Black-Tie, de León Hirszman, en 1981. A
lo largo del evento, el singular país del sur estará presente también con destacada insistencia, en los lauros de animados, documentales y cortometraje de ficción (modalidad en la que descuella desde los inicios del cine allí).

A partir de 1982, otro gran líder de “nuestras repúblicas”, Argentina, inicia una carrera de lauros ininterrumpidos: aún en plena dictadura, fue capaz de generar obras como Tiempo de revancha, de Adolfo Aristaraín (Gran Premio) o Volver, de David Lipszyc (Mención), que mostraban una cierta apertura social, inequívoco signo de que los militares iban perdiendo las riendas y un cambio apreciable saludaba el maltratado país; algo que continúa el año siguiente, cuando El arreglo, de Fernando Ayala, obtiene
el tercer premio y prosigue en las ediciones siguientes, ya en plena democracia, con preseas para Asesinato en el senado de la nación (Juan José Jusid), ganador, y Darse cuenta (Alejandro Doria), segundo lugar; idéntico peldaño para La historia oficial, de Luis Puenzo o Tangos, el exilio de Gardel, de Fernando, Pino, Solanas, que ese mismo año, 1985, había compartido el Gran Coral.

Junto a esos triunfadores, dos no menos vigorosas cinematografías van haciéndose notar desde el principio: Cuba (con Maluala, de Sergio Giral; Polvo rojo, de Jesús Díaz; Hasta cierto punto, de Tomás Gutiérrez Alea; Se permuta, de Juan C. Tabío; Un hombre de éxito, de Humberto Solas...) y México (Los pequeños privilegios, de Julián Pastor; Vidas errantes, de Juan A. de la Riva; Frida, naturaleza viva, de Paul Leduc; El imperio de la fortuna, de Arturo Ripstein...). Este último país, caracterizado siempre por una maratónica producción —no en todos los casos reñida con sus quilates artísticos, como se sabe— será quien señoree durante la segunda década del Festival (los 90), derrotando al omnipotente Brasil de los inicios.

Así mismo, comienzan a surgir, como brotes aislados, ciertos nombres y filmes en países con poca o ninguna tradición fílmica, que el Festival nuestro ayudará a dar a conocer y en muchos casos, incluso, descubrirá: los puertorriqueños Jacobo Morales y Marcos Zurinaga, el peruano Francisco Lombardi —muy pronto, un habitual entre los premiados—, el venezolano Thelman Urgellés, el haitiano Rassoul Labuchin y muchos otros.

Ocurre también que en esos filmes premiados, y en algunos que no lo son, aparecen excelentes actuaciones; los corales a esa especialidad son, desde los comienzos, de los más esperados y apreciados por el público; aunque también aquí ha habido grandes desconciertos. Lo importante, a mi juicio, es el hecho de constatar el gran potencial histriónico con que cuenta el cine latinoamericano: muchos de nuestros actores no tienen nada que envidiar a las grandes estrellas de Hollywood.

Un género de gran fuerza y posibilidades expresivas es el documental; si bien el gran público se siente arrastrado hacia la ficción, el encuentro habanero enfatizó desde sus inicios en la importancia del mismo, estimulando a los que, en medio de ingentes dificultades, logran denunciar los males de América Latina y el Caribe mediante ese lenguaje directo y sin afeites que el documental presupone: La batalla de Chile, de Patricio Guzmán; el conjunto de títulos realizados desde la Resistencia en el cono sur (Uruguay, Argentina, Chile); ABC del etnocidio, notas sobre el Metzquital de Leduc; Haití, el camino de la libertad, de Arnold Antonin; El Salvador, el pueblo vencerá, de Diego de la Texera, o Morazán y La decisión de vencer, del Colectivo Cero a la Izquierda, son algunas de estas obras de la primera década a las que habría que agregar Certas palavras com Chico Buarque, del argentino-brasileño Mauricio Berú o el singular Cabra marcado para morrer, de Eduardo Coutinho (Brasil).

Un galardón importantísimo tiene que ver con “la mirada del otro”: la manera con que cineastas foráneos reflejan realidades nuestras no solo con admiración y respeto sino con creatividad y, por ello, con estimables resultados. El Premio “a la obra realizada por un director no latinoamericano sobre América Latina”, tanto en ficción como en documental, ha propiciado el conocimiento y el análisis de nuestro subcontinente a través de esas visiones muchas veces sensibles y profundas. Nombres como Robert Young (Alambrista!), Glenn Silver y Teté Vasconcellos (El Salvador: another Viet Nam), Obi Benz (Américas in transition, Américas en transición) o el ahora famoso Oliver Stone (Salvador), todos de Estados Unidos, así como el francés Gabriel Auer (Les yeux des oiseaux, Los ojos de los pájaros) o el autraliano David Bradbury (Chile, ¿hasta cuándo?) sobresalen en los primeros diez años del Festival.

Merece destacarse que a partir de lo octava edición, el evento de diciembre ensancha su contenido: al cine se unen el video y la televisión, al tener en cuenta la creciente fuerza que adquieren estas manifestaciones del audiovisual; poco años después, se retirará la TV por resultar un medio harto complejo que complicaba demasiado el proceso de visionajes y ulterior premiación, amén del exceso de títulos que colmaban las ediciones; dentro de estos nuevos soportes, en especial el video que sí continúa, se descubren cada año obras y realizadores de no poca valía.

Otro espacio muy importante del festival son los seminarios y encuentros teóricos, amén de las conferencias de prensa, siempre tan buscadas y muchas veces sustanciosas. Los problemas y aspectos más trascendentes para el cine latinoamericano son abordados en ellos por destacados intelectuales de todo el mundo: el papel de las transnacionales, cine e imaginación poética, la crítica, (otros) medios masivos, la dramaturgia cinematográfica, el cine independiente norteamericano, el cine en África, Asia y Europa occidental, y la mujer, fueron algunas de las temáticas abordadas con enjundia y exhaustividad en la primera década.

Un aspecto que no debe pasarse por alto es la visita de personalidades; desde los inicios, el Festival despertó curiosidad y simpatía; no solo artistas involucrados abandonaban compromisos y responsabilidades por acudir a la cita habanera, sino muchos otros no vinculados a nuestro cine; el número de visitantes aumentaba a medida que pasaba el tiempo y el festival ganaba en prestigio y organización.

El séptimo año (1985), con un jurado presidido por el uruguayo Mario Benedetti en fición —nos acompañaría de nuevo en 1997— y el inolvidable Santiago Álvarez en documentales, resulta ejemplar en cuanto a visitantes ilustres; la capital del país se convirtió en una auténtica capital del cine mundial, cuando recibió a figuras como Jack Lemmon (a quien se entregó un Coral especial), sus colegas y coterráneos Treat Williams, Robert de Niro y Christopher Walken, el amigo Harry Belafonte, el director de fotografía y realizador Haskel Wexler (quien trajo su filme Latino), la cantante argentina Mercedes Sosa, el actor italiano Gian María Volonté, el realizador polaco Jerzy Kawalerowicz, los teóricos franceses Armand y Michelle Mattelart... aprovechando tan favorable coyuntura, la clausura del evento estuvo a cargo del presidente Fidel Castro, quien se declaró un “conquistado” por el Nuevo Cine Latinoamericano.

Esto se repetirá otros años con visitas no menos prestigiosas, y el festival, reciprocando y asumiendo ese carácter verdaderamente internacional, comienza a extender su radio en la programación; a partir de 1987, con una gran muestra de cine contemporáneo canadiense, comenzaremos a ser una verdadera sede del cine mundial. Si hasta ahora las muestras y retrospectivas se limitaban a América Latina y el Caribe, a partir de ahora el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano lo será también —aunque
la competencia se restringe, por supuesto, a nuestro subcontinente— del resto del mundo: cine europeo, asiático, norteamericano, cine contemporáneo internacional, tanto nombres y cinematografías poderosas, como prácticamente desconocidos, encuentran un espacio en el nuestro.

Los convulsos noventa

Como se sabe, el inicio de la década final del siglo implica un vuelco en la Historia: la caída del Muro de Berlín, y con él del “socialismo real”, nos coloca, en tanto cubanos, en una situación crítica. Sin embargo, a sangre y fuego, el país salió, sale adelante y tuvimos muy claro, junto a Fidel, que “lo primero a salvar es la cultura”; pese a los constantes cortes del fluido eléctrico debido a la carencia de petróleo, ni una sola de nuestras actividades artísticas se interrumpió, incluyendo por supuesto las alegres e imprescindibles citas de diciembre.

Más que países sobresalientes, comienzan a descollar poéticas individuales, así como una serie de propuestas novedosas de las más diversas cinematografías; el argentino Eliseo Subiela afirma su “cine poético” con Últimas imágenes del naufragio (1989), suerte de compensación al silencio con que el jurado recibió su filme anterior, tan popular (Hombre mirando al Sudeste), éxito que repetirá o quizás redoblará más tarde con El lado oscuro del corazón (Segundo Coral en 1994); si bien sus ulteriores títulos no alcanzaron la misma fortuna, Subiela se hizo de un público y de un lugar en los rumbos del Nuevo Cine; su coterránea María Luisa Bemberg logró premios especiales y grandes aplausos con Yo, la peor de todas (1990) y De eso no se habla (1993).

México afirma la veteranía y la indudable agudeza de Arturo Ripstein, aunque a veces, hay que confesarlo, un tanto sobrestimado; quien ya había obtenido un tercer coral con El imperio de la fortuna en la década inicial, logra siempre galardones, generalmente los primeros, con sus títulos sistemáticos: La reina de la noche (1993), Principio y fin (1994), Profundo carmesí (1996); así mismo, mientras sigue entregándonos la obra de colegas suyos también establecidos (Jorge Fons, Jaime Humberto Hermosillo, Sergio Olhovich...) México nos presenta una nueva promoción con mucho que decir (descuella en la misma Luis Carlos Carrera, acaso el nombre más sobresaliente con su cine personal e incisivo y títulos como La mujer de Benjamín, Vida conyugal, Sin remitente… ).

Y hablando de “sangre fresca”, de diversas partes no pocos realizadores asaltan los corales de los noventa: los cubanos Orlando Rojas (Papeles secundarios), Fernando Pérez (Hello, Hemingway; Madagascar), y Gerardo Chijona (Adorables mentiras), los chilenos Silvio Caiozzi (La luna en el espejo), Ricardo Larraín (La frontera) y Pablo Perelman (Archipiélago), los colombianos Jaime Osorio (Confesiones a Laura) y Sergio Cabrera (La estrategia del caracol), los venezolanos Carlos Azpurúa (Tiren a matar), Alejandro Saderman (Golpes a mi puerta) y Luis Alberto Lamata (Jericó)... Argentina y Brasil siguen alternando entre veteranos y bisoños, aunque en el caso del último hay una evidente caída que comienza a levantar ya a finales de esta década.

En 1993, una cinta para nuestro orgullo cubana, arrasa con los corales, pero logra algo más importante: empujar el cine latinoamericano hacia el mercado internacional, alcanzando incluso los umbrales del Oscar (nominada en el lauro de mejor filme no hablado en inglés) y por tanto, atrayendo las miradas del mundo entero: Fresa y chocolate, del tándem Gutiérrez Alea-Tabío; es un fenómeno semejante al que, una década atrás había protagonizado la argentina La historia oficial (que como se sabe, sí logró el anhelado premio de la Academia) pero al parecer, la cinta cubana ha llegado más lejos en su enfoque nada “oficial” de una historia bien conectada con la Historia cubana y mucho más allá: con la homosexualidad como motivo (hasta entonces tabú en nuestro cine) sondeaba el tema de la aceptación del diferente con tacto y sutileza, redondeando una obra cálida, humana, ampliamente comunicativa, lo cual nos hacía perdonarle ciertos descuidos dramatúrgicos y técnicos.

Hacia nuevos rumbos

Lo más significativo de estos dilemáticos noventa y que el Festival ayuda extraordinariamente a aprehender, es el cambio en los códigos de la identidad latinoamericana, y con ello de conceptos tan sobados —al punto de desgastarse o convertirse en simples consignas en las décadas anteriores— como solidaridad o relaciones con el cine “otro”: mientras los habituales seminarios se dedican a estos temas (junto a otros no menos importantes como “El universo audiovisual del niño latinoamericano”) en las pantallas, en las propias calles donde el festival es pan cotidiano antes, durante y después de diciembre, se hacen realidad palpable estos nuevos signos.

Cada día se abre más la paleta temática, estilística y tonal del cine latinoamericano, y para que este lo sea legítimamente y a todo grito, no tiene que abordar precisamente los tópicos de los golpes de Estado, la deuda externa, la omnipresente miseria, los desaparecidos o los (falsos) “milagros” económicos: decenas de temas y problemas universales, abordados, claro está, con y desde el prisma de “nuestras repúblicas” llenan los títulos de los noventa que se imponen y triunfan en nuestro Festival.

Cuando ahora se habla del SIDA, de las relaciones de pareja (de todo tipo), de la mujer, o hasta de temas tan aparentemente alejados de nuestras realidades como la reencarnación, no se está dejando de buscar en los meandros de la identidad, no se está dejando de ser solidarios con los hermanos del subcontinente y de otros rincones que también son afectados por situaciones similares: todo lo contrario: mientras más se universaliza, el cine latinoamericano es más latinoamericano; tampoco es la hora del
“cine imperfecto”; una voluntad de exquisitez estilística y formal invade a los creadores, y no solo a los nuevos, sino a aquellos mayores que en otras épocas, facturaron un cine sin recursos y doblemente pobre. Para ello, y más allá de ello, las coproducciones son la forma más urgente y enriquecedora de llenar en nuestros días el sintagma “solidaridad latinoamericana”: no son un lujo ni una medida preventiva, sino prácticamente la única solución (parcial) para sobrevivir ante el monstruo hollywodense.

No hay duda posible: los próximos veinte años de nuestro querido festival van a sorprendernos como al empecinado cineasta de La película del rey (Carlos Sorín), quizá sin dinero, ni actores, ni productores, pero con lo único imprescindible para hacer cine: los sueños.

Coda festiva(lera)

En definitiva ¿cómo cerrar un resumen de veinte intensos años de cine latinoamericano e internacional en un encuentro que potencia y estimula lo mejor, principalmente de nuestra área? Muchos términos y frases de empaque técnico, con la nomenclatura árida de las cifras o los conceptos, pudieran venir en nuestro auxilio, pero nada mejor que la poesía que ha sido, en buena medida, la sustancia principal de estas dos fructíferas décadas.
También un par de axiomas se desprenden de las mismas:
Uno, que la voluntad de nuestros cineastas es más fuerte que la hidra multifacética que absorbe mercados y pantallas, y que su talento es tanto como el que echa a rodar (aunque, lamentablemente sin su industria) cualquier realizador primermundista.
Dos, que tenemos un público consciente de que la pantalla es un espejo, una inmensa caja de resonancia, un multiplicador de Eco que le habla cara a cara de su esencia, que lo invita al diálogo y las confidencias, las coincidencias.

El Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, veinte años después es, como el primer día, un eufórico abrazo, un gigantesco ramo de flores, un arcoiris, un mapa, un baño de estrellas compartido en ese punto central de la circunferencia donde público, cineastas, críticos y películas confluyen: Latinoamérica, la Tule que soñaron los argonautas, el doloroso Dorado que se levanta día a día a golpe de esperanzas, la tierra de promisión donde el maná es a ratos (al menos cada diciembre) un rollo de película o una cámara despierta, la tierra más hermosa que ojos humanos (y cinematográficos) vieron...

[Tomado del libro El cineasta que llevo dentro. Más de 30 años en la revista Cine Cubano (1984-2015), Ediciones ICAIC, 2016]