NOTICIA
La ganancia por la desilusión
Cuando Virginia Woolf conoció a la poetisa, novelista y jardinera inglesa Vita Sackville-West, la escritora de La señora Dalloway (1925) y Al faro (1927) frisaba los cuarenta años. Sackville-West, que era más joven, hermosa y rica, si bien menos talentosa que la Woolf, pudo darse el lujo de llevar una vida peregrina y bastante efusiva al pie de la letra. La rompecorazones pero generosa Vita tuvo el tino de atestiguar en su tiempo y para la posteridad su admiración por aquella mente fascinante y curiosa, experimentadora y adelantada.
Amén de celebrarla casi hasta la idolatría, Virginia representó para Vita una conquista intelectual y carnal apetitosa. No creo que buscara la aprobación de la miembro del grupo de Bloomsbury. Vendía mucho más que aquella y hasta le gustaba ser un tanto la comidilla de la sociedad inglesa de su tiempo. Ella y su marido tenían una relación abierta, lo que no significaba que dejaron de quererse alguna vez.
Como se sabe, Virginia también estuvo casada y su esposo, Leornard Woolf, fue un hombre meritorito por muchas razones personales e intelectuales, sobre todo por apoyar la genialidad de una mujer tan creativa pero complicada por su trastorno bipolar. A la sombra de su esposa, la obra de Leonard pudiera tenerse como pequeña y desechable. Todo lo contrario.
Antes de suicidarse Virginia en 1941 en el río Ouse, dejó una nota/misiva harto conmovedora, entre la confesión sobria pero terrible sobre su estado físico y emocional, donde hubo espacio para apuntar algo sobre el amor, la profesión y la generosidad para con Leonard: “Tú me has dado la máxima felicidad posible. Has sido en todos los sentidos todo lo que cualquiera podría ser. Creo que dos personas no podían ser más felices hasta que vino esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí tú podrás trabajar. Lo harás, lo sé”.
Virginia Woolf es y seguirá siendo con razón una heroína del feminismo, y considerando los estudios realizados sobre su obra y persona, no he leído, ni siquiera en una biografía, algo más hermoso sobre su legado y vida que el resumen escrito por Fernando Savater en una cuartilla y media.
Tampoco recuerdo que alguien arremetiera tan fuerte contra la Virginia de Nicole Kidman en Las horas (Stephen Daldry, 2002) como la escritora española Laura Freixas. Pero el cine tiene las de perder ante la contemporaneidad de una autora que todavía da de qué hablar.
Ahora nos llega de Chanya Button Vita y Virginia, una especie de microhistoria en apariencia, pues la relación de ambas mujeres condicionaría la escritura y posterior publicación en 1928 de Orlando: una biografía.
No espere el espectador una biopic a la manera habitual. Aquí interesa la consecuencia específica de una relación amorosa, esa que desencadenó la hechura de un libro. La conformación del Orlando figura cual claraboya de una poética mayor, distintiva del trayecto social de una coexistencia llamativa que involucra como la de Orlando/Vita/Virginia.
Vita y Virginia no provoca el inmediato hechizo de la Emily Dickinson de Una pasión discreta (Terence Davies, 2016) o el Oscar Wilde de El príncipe feliz (Rupert Everett, 2018). Pero consigue enseguida que uno se involucre en el romance audaz de dos mujeres hechiceras y la mar de influyentes. Eso sí, se parte del presupuesto auténtico de la necesidad del roce social para recordar cuánto, sin esperarlo, nos aporta el otro. En este caso, cómo la pasión ajena impulsa la nuestra e incluso como la primera puede ser sacrificada en favor de la creación.
La obra de Button se sustenta en su destacada puesta en escena, pues una película de época es el texto audiovisual con cuanto conlleva: vestuario y maquillaje, escenografía, iluminación y color, actuación. En este aspecto, estamos ante un largometraje no solo acerca de un relato atractivo, sino de interpretaciones sobresalientes —Gemma Arterton en el papel de Vita y Elizabeth Debicki en el de Virginia— apoyadas en su eficiente guion. Cuando se pudo optar por la grandilocuencia de las líneas, se eligieron aquellos cruces de expresiones concretas y miradas frontales que alejan el filme de una potencial pedantería y falsedad. La cuestión era decir mucho con poco y se logró.
Desde el punto de vista visual, pudo pecarse de kitsch a la hora de reflejar cómo era afectado el mundo interior de Virginia Woolf, pero el brote y ramificación floreciente que se advierte en más de una escena deviene metáfora visual acorde con la excitación de la escritora del ensayo Una habitación propia por la narradora de The Edwardians y All Passion Spent.
Vita le sobrevivirá a Virginia. Tendría otras amantes en vida de la Woolf y después de su muerte. Aunque siguió escribiendo y vendiendo cuanto le imprimían, lo mejor que pudo haberle sucedido fue avivar la imaginación jugosa de quien la inmortalizó con Orlando: una biografía, libro que no para de reeditarse.