NOTICIA
La belleza doblemente peligrosa de El Ángel
Pasolini lo advirtió: la belleza siempre encontrará redención. En contraste con el rostro deforme de la maldad, ella porta cierta inocencia prístina, angelical, que mueve fichas a su favor. Por tanto, los torturadores de Saló o los 120 días de Sodoma (1975) no poseen perdón divino. Los hermosos jóvenes secuestrados ―mutilados, vejados― tienen las puertas abiertas al cielo.
Pero qué pasa cuando el asesino de la historia es tan hermoso como psicópata y sádico, si su belleza y juventud acompañan los crímenes, al punto de lograr una amplia empatía popular.
El director argentino Luis Ortega (Caja negra, Monoblock, Los santos sucios, verano maldito, Dromómanos, Lulú y las series El marginal e Historia de un clan) llevó a la pantalla la vida de uno de los asesinos en serie más conocidos de su país: Carlos Eduardo Robledo Puch, alias El Ángel. Más que un tradicional biopic, Ortega ficcionaliza parte de la vida de Robledo Puch, hoy aún en prisión por haber protagonizado 11 asesinatos y 42 robos en apenas un par de años.
Pero qué hace de El Ángel un criminal diferente a otros tantos asesinos seriales. Algo tan sencillo como que tenía apenas 17 años, un rostro y un cuerpo querúbico (cabello rizado, semblante juvenil, etéreo) y la cierta “ingenuidad” con que cometía el hecho. Robledo Puch poseía un aire infantil, ambiguo, que podía desconcertar de igual manera a mujeres y hombres. De hecho, cuando fue detenido, se le comparaba con Marilyn Monroe.
En el Buenos Aires de 1971, un joven de ojos celestes camina por una tranquila zona residencial. De golpe, salta el cerco de una de las casas y, luego de constatar que está vacía, irrumpe en el lugar con total desparpajo: se toma un whisky, pone música y baila la canción “El extraño del pelo largo”, del grupo La joven guardia, lo que deja bien claras las intenciones de la película: la inspiración está en la realidad, pero la interpretación es plausiblemente libre.
“Yo soy ladrón de nacimiento. No creo en que esto es tuyo y esto es mío”, nos dice Carlitos como si nada. Así inicia el filme, protagonizado por un magistral y debutante Lorenzo Ferro, totalmente principiante, es cierto, pero al mismo tiempo cínico, despampanante, luciendo amplias capacidades histriónicas, como si Luis Ortega lo hubiese moldeado, cual arcilla, pensando en Robledo Puch. Aquí Ferro es tan parecido físicamente a su contrapartida auténtica que podemos acabar confundiéndolos de no ser porque las fotos en blanco y negro de los diarios de la época se distinguen de los fotogramas del filme.
Si algo aleja El Ángel del clásico biopic sobre un personaje de la crónica negra y criminal es que Luis Ortega no enjuicia a Carlos Robledo Puch: se conforma con mostrarlo ―es cierto, con una realismo lacerante y hasta cierta abstracción― y en esa contención objetiva, sin prejuicios ni moralina, muestra también la sociedad argentina de entonces, a inicios de los 70. El director logra así una película fascinante, seductora, no solo por el personaje en que se inspira.
El filme es narrado con elegancia pop, el director de fotografía Julián Apezteguía demuestra cierta estilización visual, setentera pero elegante, con influencia de Tarantino y Scorsese, y en la que, cuando más, sobra algún que otro plano como forzado de un filme de Hitchcock. Incluso notamos cierta visita a los predios de Pedro Almodóvar, coproductor de la cinta junto a su hermano Agustín: desde una paleta de colores rozando el pop al sentido de la toma, le da vida a una crónica negra vigorosamente narrada que se sitúa en las antípodas de la crítica social y esquiva, además, toda posible explicación efectista.
Ortega logra alejarse de la denuncia horrorizada al hecho, entiéndase los asesinatos del joven angelical, del psicologismo tranquilizador, de la demonización y el ensayo sobre la culpa en esta crónica tan negra como delirante, donde abunda la estética colorista y despampanante y éxitos del rock argentino de los setenta y de la música del momento. Esta parece un personaje más en el filme: además del tema inicial, que volvemos a escuchar al final, como cerrando un ciclo, Billy Bond, Pappo, Manal, Leonardo Favio, Johnny Tedesco, el “No tengo edad” de Gigliola Cinquetti y hasta Palito Ortega.
El reciente cine argentino (uno de los más sólidos y variados genéricamente de la región) y los hermanos Ortega en particular (Luis, director y coguionista; Sebastián, productor) parecen haberse fascinado por célebres delincuentes: la familia Puccio en El clan, de Pablo Trapero; la miniserie Historia de un clan, del propio Ortega; ahora la historia de un adolescente que conmovió a la sociedad argentina de entonces y hoy, 47 años más tarde, es el preso más antiguo de la historia penal de ese país.
Pero si en los Puccio el eje de todo era la familia, en El Ángel tienen poco peso: no hay un plan cerebral, robos orquestados, golpes minuciosamente planeados. No, El Ángel no sabe de eso, lo suyo es algo más cercano al libre albedrío, a la impunidad, a la diversión desmedida, a una cuestión impulsiva y que roza con un lúdico cinismo… Para Carlitos, al menos al principio del filme, todo forma parte de un juego, algo que nació con él, pero del que, cree, no tiene demasiada responsabilidad: la mayoría de las veces roba un auto, da unas vueltas en él y lo abandona, o regala lo robado a alguien…
No hay demasiadas actuaciones memorables en El Ángel, aparte, claro, de Lorenzo Ferro y un interesante y hábil Chino Darín, como Ramón, compañero de colegio, socio de fechorías y eje de una latente relación homoerótica que va in crescendo hasta casi el desenlace del filme. Por un lado, los padres de un inofensivo Carlitos: la veterana Cecilia Roth ―quién iba a pensar que llegaría el momento de decir que la Roth es una veterana del cine hispanoamericano― y el chileno Luis Gnecco, a quien vimos recientemente en Neruda, de Pablo Larraín. Y por el otro, los progenitores de Ramón, un poco más convincentes, con Daniel Fanego y Mercedes Morán. Aun así los registros son medios, sin demasiadas intenciones.
Ortega está seducido por su joven protagonista y logra, de esta manera, que el espectador se identifique con este ángel ―como mismo sucedió en su momento― y llene las salas de cine. Más de un millón de argentinos la han visto, subraya uno de los posters promocionales del filme. Es un desafío y un riesgo del que sale airoso construyendo posibilidades para un antihéroe separado de la realidad y dando rienda suelta a instintos primitivos, rebeldes y espontáneos. Se sabe ―al principio del filme nos lo dice su voz en off― algo así como un enviado de Dios, un mensajero divino, como asegura el origen etimológico de la palabra ángel; su nombre, Carlos, significa precisamente “hombre libre”, como le dice un personaje, una especie de amante de Ramón, que inclina a este a desarrollar sus motivaciones artísticas.
A diferencia de su coterránea Plata quemada, dirigida por Marcelo Piñeyro en el 2000, donde sí encontramos una palpable relación sentimental homosexual entre sus protagonistas, Los Mellizos, dos jóvenes bandidos que han robado varios millones y huyen de la policía, en El Ángel hay mucho de cachondeo, de seducción ambigua, de deseo sin consumarse todavía. Y eso parte de la imprecisión y la androginia del propio personaje de Carlitos.
Carlitos se sabe lindo, es consciente de ello, por eso su seducción es natural, orgánica y al mismo tiempo cínica. Se siente “un rey de pelo largo” capaz de tragarse al mundo, como la canción de La joven guardia, con una personalidad, además, idónea para convencer a cualquiera. Hasta el propio oficial policía, en el momento del interrogatorio, sede a las demandas de este “chaval con cara de mujer”, como lo anunciaron los periódicos de la época, que asesina a sangre fría y no se arrepiente, salvo, quizá, al final, cuando le vemos unas lágrimas. A propósito de la empatía popular con este ángel armado, capaz de matar y robar por placer, la propia Cecilia Roth ha recordado que en sus años de estudiante, ella y sus amigas llevaban en sus carpetas fotos de Carlitos, como si fuera una estrella del pop del momento.
Hay varias escenas deliciosas en la película, instantes que refuerzan esa suerte de ambigüedad sexual del personaje de El Ángel, esa ambivalencia que porta un deseo erótico a flor de piel. (A propósito, en los debates teológicos de la Edad Media se discutía, entre otras cosas, el verdadero sexo de los ángeles). Cuando Ramón y Carlitos asaltan una joyería, este último se prueba, parsimoniosamente, un par de aretes de broche y se descubre, frente al espejo, hermoso y altamente andrógino. Ambos se quedan mirando fijamente…
―Pareces Marilyn Monroe, le dice Ramón.
―Parezco a mi mamá cuando era joven, responde Carlitos.
―Te quedan lindos.
―Gracias.
La tensión y la atracción se cortan a rebanadas en el aire.
Ambos, mirándose al espejo, portan sus armas, como dos guerrilleros, como dos bandidos.
―Che y Fidel, le propone Ramón.
Pero Carlitos acerca su rostro al de este, provocativamente… Y le sugiere, casi al oído:
―Evita y Perón.
Hay desconcierto, fascinación, erotismo… Estamos frente a un tratado sobre la contención y el deseo.
Poco después, ya en una habitación de alquiler, Ramón sale del baño envuelto en una toalla y se tira de espaldas a la cama, fumándose un cigarrillo. Carlitos lo mira detenidamente, tiene un anillo en la boca… Se inclina, le quita el cigarro de la mano, se lo lleva a los labios y le desabrocha la toalla. Deja a Ramón desnudo, expuesto, pero en una especie de éxtasis, sin inmutarse. Entonces empieza a colocarle las joyas robadas sobre el sexo, cual ofrenda. Y cuando ya todas las joyas están allí, deja escapar una bocanada de humo confirmatorio. Todo se queda en los lindes del desbocamiento, pues Luis Ortega ―más que demostrarnos si ambos realmente son pareja― prefiere sugerir, abrir los límites de las posibilidades al máximo. Los vemos, más adelante, coquetear, acariciarse con la mirada, abrazarse, moviéndose al compás de la música, como despidiéndose, pero nada más. ¿Realmente necesitamos algo más para comprobar el grado de tensión sexual que sobrevuela estas escenas?
Otros momentos del filme reflejan la sutilísima aproximación a la dúctil sexualidad de Carlos Robledo, que golpea al espectador desde brillantes líneas de diálogo, como la réplica que le da a la madre de Ramón, “A mí me gusta tu marido”, cuando esta intenta seducirle. O la peculiarísima mezcla de homoerotismo y desencanto que experimenta Carlitos al comprobar que Ramón tiene ambiciones artísticas que amortiguan por completo su lado salvaje, oscuro y sin domesticar, esa parte que es la que Carlitos necesita cerca, y lo acercan más bien a una especie de pastiche (altamente pop) de los cantantes de moda de esa década; la escena del programa de televisión es de un regocijo plástico y lúdico casi delirante.
Carlitos sabe que la fama de Ramón puede alejarlo de él y por eso prefiere perderlo, por lo que provoca el accidente que acaba con la muerte de compañero. Solo así ―y mira qué particularísima es su psicología― puede poseerlo del todo, hacerlo suyo sin miedo, para siempre. Ramón va dormido; él maneja el auto. Al primero le han propuesto irse a Europa, probar suerte allá. Carlitos le acaricia los labios, sabe que nunca más lo hará, e impacta otro auto.
El ángel consigue, sin ser discursiva ni explícita en su mensaje, que simpaticemos de algún modo, silencioso y hasta lúdico, con ese querubín, cual Antínoo, que es Carlos Robledo Puch. Y, al mismo tiempo, nos confirma que la belleza angelical puede ser doblemente peligrosa.