La Bella y la Bestia, de Jean Cocteau

La Bella y la Bestia por Cocteau: una invitación onírica

Jue, 10/31/2019

“En la infancia, creemos todo aquello que se nos cuenta y nunca lo ponemos en duda. Creemos que el hecho de arrancar una rosa de un jardín puede originar dramas en una familia. Creemos que las manos de una bestia humana humean y que a esta bestia le avergüenza que una chica viva en su castillo. Creemos estas y otras tantas cosas ingenuas.

Es un poco de esta ingenuidad la que yo les pido y, para traernos a todos un poco de suerte, permítanme decirles tres palabras mágicas, las verdaderas ʽábrete sesamoʼ de la infancia: Érase una vez”.

Con esta suerte de manifiesto introductorio, el realizador Jean Cocteau decidió comenzar su película La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, 1946), primera adaptación fílmica del relato fantástico tradicional francés, que fuera registrado y versionado en el siglo XVIII por las autoras Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve y Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont —autora de la versión literaria más popular―.

El texto, y la cinta toda, vienen a resultar una invitación a expandir las fronteras de lo posible, a modificar, reconsiderar y reconfigurar los modelos de la “realidad” que la mayoría de los espectadores buscan ver replicados en las obras artísticas, sobre todo en el cine (y en todos los formatos derivados de este), verdadero arte-rey del siglo XX y del XXI.

Es un salvoconducto para irrumpir sin peligro en la esfera de la verdadera y única libertad posible de que podemos disponer: la creación artística e intelectual, el mundo de las ideas, la galaxia de la imaginación, las praderas del sueño. Cocteau expide entonces una licencia —e ineluctable comando— para que se abandone en el camino todo lo que se posea en materia de condicionamientos perceptivos, y se siga con el espíritu bien desnudo a estos profetas y apóstoles de una fantasía que no es más que la reacción alquímica entre los elementos del sueño y la imaginación.

Y el cine resulta crisol ideal para destilar tales esencias imposibles. Así que con La Bella y la Bestia el autor termina proponiendo al séptimo arte como encarnación de lo onírico, como registro palpable de los paisajes cerebrales, como plataforma de la elucubración y canal expedito entre la mente y el mundo: dos dimensiones que existen inalcanzablemente cerca, y tozudamente divergentes. Desde tal abrupto contraste se (re)presentan aquí, respectivamente, el mundo de Bella (Josette Day) y de la Bestia (Jean Marais). Resulta tan brusco y traumático como la colisión de Don Quijote de La Mancha y sus épicas misiones con el mundo de molinos andrajosos donde vive Alonso Quijano.

Precisamente, Cocteau filma la dimensión vital y cotidiana de la heroína con un desaliño naturalista, decadente, harapiento hasta lo más vacío que pueda estarse de magia e imaginación. Mientras que los predios del príncipe convertido en Bestia pertenecen por completo a la esfera de lo sutil, de lo onírico y lo fantasmagórico. El bosque angosto, el palacio tenebrosamente animado —sobrepoblado por estatuas y esculturas conscientes, de paredes casi impalpables—, los caliginosos jardines aledaños y la propia monstruosamente enjoyada figura del monstruo responden a las extrañezas y las densas penumbras del gótico.

La Bestia es un héroe trágico, atribulado, atormentado, de imponente fragilidad, condenado a una soledad más terrorífica que su aspecto de felino hirsuto. Bella es una princesa pobre, mezcla de Cenincienta y Blancanieves, decidida e ingenua, fiel y virginal que, a la usanza de las leyendas europeas convertidos en cuentos para niños, es obligada a tomar un violento detour en su monótona vida que dará al traste con la idea que hasta ese momento tiene del mundo. Transita de la realidad “realista” a la realidad onírica, y se convierte en un ser híbrido de la semivigilia, estado de la conciencia que enlaza armónicamente ambas esferas.     

Los esfuerzos de las hermanas, el hermano y su pretendiente Avenant (también interpretado por Marais) por evitar que Bella regrese al palacio de sueños donde la espera la Bestia moribunda, no son más que tozudos intentos porque la heroína tome partido, deje de soñar, milite en la vigilia, renuncie a la otredad posible, a la escogencia libre del estado del ser en que desea permanecer. Son como intentos por sujetar la creación fílmica —de la cual la cinta es gran metáfora— a rígidos criterios realistas, como xerox más o menos fidedigno, y no interpretación libre del mundo.

Mas, hacia el clímax de la cinta, la inmensidad imaginativa del cine termina triturando dichos afanes, engullendo a los gestores en su infinito vórtice de posibilidades. El propio Avenant, ente de la vigilia, paga el tributo para que la Bestia, ente del sueño, encuentre el balance necesario para vivir con Bella. El príncipe termina convirtiéndose en un ser de la semivigilia, de la confluencia: pantalla blanca matérica donde se proyectan las formas intangibles del sueño en representaciones plausibles.