Rashomon

En la puerta de Rashōmon vivía un demonio… A 70 años de un clásico impostergable

Mar, 08/25/2020

Antes de Rashōmon, Akira Kurosawa (1910-1998) había realizado otros diez filmes, pero fue esta película con visos de policiaco la que dio a conocer internacionalmente a este gran maestro del cine, luego de que obtuviera el León de Oro en el Festival de Cine de Venecia en 1951.  

Era la primera vez que en la selección oficial de este evento competía una película no europea ni estadounidense. El filme consagró a su autor de forma casi automática y, más allá del León de Oro, hizo que la cinematografía japonesa se colocara de forma directa en el foco de atención de los ojos cinéfilos del mundo entero. Rashōmon, que este 25 de agosto celebra 70 años de su estreno, es todo un hito del cine.

Kurosawa, por entonces con 40 años, pasó a ser uno de los emblemas del cine japonés clásico, junto a Kenji Mizoguchi, Yasujiro Ozu y Mikio Naruse. Además, gracias al reconocimiento del director nipón, el canon crítico se vio obligado a desperezarse y ampliar sus miras a cinematografías ajenas a la estadounidense, francesa o italiana, lo que llevó a incluir dentro de las jerarquías indiscutibles del séptimo arte otras miradas, hasta el momento desconocidas por Occidente.

Y es que Rashōmon abordó, al mismo tiempo, el cine histórico como representación del presente, la expresión del patetismo descarnado de la humanidad tras la Segunda Guerra Mundial y la verdad como presupuesto relativo y voluble a los designios de cada individuo.

Asombrado, después de verla en Venecia, a Joseph-Marie Lo Duca, cofundador y crítico de Cahiers du Cinéma, Rashōmon le pareció una revelación. “Occidente ni siquiera imaginó que podría sorprenderse con una perfección tan técnica, un coraje deslumbrante en la búsqueda de los medios, un impulso de la historia tan confuso”, escribió el crítico ante una obra que requería otro esfuerzo respecto a una mirada completamente ajena a la producción occidental normativa, y para la que la información disponible era mínima, entonces casi inexistente.

La hipnótica obra de Kurosawa ―inspirada en dos cuentos de Ryūnosuke Akutagawa escritos a inicios de siglo: Rashōmon (1915) y En el bosque (1922), publicados en Cuba hace unos años por la editorial Arte y Literatura, y el último de ellos incluido también en la antología Los policiacos involuntarios, que la misma editorial publicó en 2018―, con guion de Shinobu Hashimoto (Los siete samuráis, Vivir) y el propio Kurosawa, da voz a cuatro personajes distintos, en el siglo xii, que narran como supuestos testigos del asesinato de un samurái. Desde esa premisa, la película desarrolla la versión de cada uno de los implicados, incluyendo la del propio muerto, para realizar un portentoso trabajo sobre el punto de vista.

Por otra parte, el particular uso del flashback es fundamental y casi fundacional de Rashōmon al exteriorizar la misma premisa relativista de su propia historia, pues los flashbacks son, al mismo tiempo, reales y falsos,  contradictorios entre sí, ambiguos. Bordeando la línea entre la verdad y la mentira, su conflicto avanza con la resolución como meta ansiada pero nunca alcanzada; y es en su desenlace cuando la película se configura como una terrible imagen de la Segunda Guerra Mundial, en la que no hay verdad, solo víctimas.  

La historia es conocida, se ha escrito mucho sobre el filme, incluso, se adaptó al western en 1964 bajo el nombre de The Outrage, con Paul Newman, Claire Bloom y Edward G. Robinson. En un templo en ruinas llamado Rashōmon tres personajes se cobijan de una tormenta: un monje, un leñador y un peregrino comentan los acontecimientos surgidos tras la violación de una mujer y el asesinato de un hombre en un bosque; a estos tres testimonios hay que añadir el espíritu del samurái asesinado.

Todas las declaraciones coinciden en dos hechos básicos: la mujer del samurái no despreció al violador después de su acto y el samurái murió atravesado por una espada o puñal. Además, los tres implicados se atribuyen la autoría de la muerte (incluido el propio muerto), pero lo relatan de forma que la culpa no recae del todo sobre ellos. Lo único cierto es que ninguna versión coincide, y no se sabe cuál es en realidad la verdad. Sin embargo, los hechos tienen que ser únicos y similares, pero los relatos, aun partiendo de esa misma realidad, resultan incompatibles e incongruentes.

El relato llega al espectador a través del testimonio del monje budista que asistió a las confesiones de los protagonistas en la instrucción policial y el leñador, que asistió a la sesión y, además, fue testigo presencial de los hechos, según versión que solo se sabe hacia el final. El guion usa tres presentes, cuyo intercalado da profundidad y relieve a la historia: el presente narrativo bajo la puerta, el de la instrucción del caso (realizada poco antes) y el de los hechos (tres días antes).

La lluvia se emplea para diferenciar el presente narrativo del pasado. La atmósfera que envuelve el relato es sombría, desolada y opresiva, como la que imperaba en Kyoto en la época de las sangrientas guerras civiles que llevaron la destrucción a la urbe y la muerte a sus habitantes. La obra funciona como una exploración del ser humano, su egoísmo y vanidad, sus capacidades y limitaciones, sus relaciones con la verdad…

El guion, uno de los grandes logros del filme, en forma casi de palimpsesto, nos obsequia frases como estas del gran filósofo Kurosawa: “Aquí, en la puerta de Rashōmon, vivía un demonio y dicen que se fue porque tenía miedo a los hombres”.

Aunque para muchos es una obra que vino a anteceder verdaderas joyas en la carrera del nipón (Vivir, Los siete samuráis, Trono de sangre, La fortaleza escondida, Yojimbo, Barbarroja, La sombra del guerrero) y que nos muestra al gran Toshirō Mifune aún joven y sin el esplendor interpretativo de otros filmes por los que sería mundialmente reconocido, no hay dudas de que, con un montaje, dirección y fotografía exquisitamente compuestos, Rashōmon es un clásico, no solo en la amplia obra de Akira Kurosawa, que se posiciona en este filme como un narrador visual inigualable, sino en la historia de toda la cinematografía japonesa y mundial.  

No es, por tanto, descabellado señalar el triunfo de la obra ―rodada en exteriores y en plató (Puerta de Rashōmon) con un presupuesto modestísimo, obtendría también un Óscar honorífico (mejor película extranjera) y otros premios― en aquel Festival de Venecia como el detonante de una proyección internacional del cine de otras latitudes. Una victoria, la de la película de Kurosawa, sin la que no se puede entender el éxito y la atracción que causan fenómenos como Parásitos, flamante Palma de Oro de Bong Jon-hoo en el pasado Festival de Cannes, o la fascinación por la filmografía de Wong Kar-wai, Apichatpong Weerasethakul, Kim Ki-duk, Chan-wook Park, Hou Hsiao-hsien, sin olvidar los filmes de compatriotas suyos como Naomi Kawase o Hirozaku Koreeda, ambos con reconocimiento crítico en la actualidad.

Rashōmon fue, quizá, la primera piedra de un cine más allá de Europa y Estados Unidos, un monumento de obligada visita y cada vez de mayor altura.