NOTICIA
El reverso mítico de Elpidio Valdés
A la vuelta de múltiples obsesiones, Cuba lleva atada al cordón de su existencia la necesidad de explicarse como nación. Será acaso porque la más profunda de nuestras raíces llega sólo a 1492, porque seis siglos de importaciones culturales no pueden explicarse con una simple operación aritmética, o porque no han sido pocos los huracanes políticos que han obligado a la sociedad cubana a mudar la piel. En un siglo XX de globalizaciones, en un siglo XX que conversaba con el resto de la historia en lenguaje audiovisual, la saga animada de Elpidio Valdés (Juan Padrón, 1974-2003) se ofrecía como un asta sólida para ondear lo cubano.
Desde las primeras obras del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) y desde mucho antes, la imagen fílmica de la Isla había inaugurado la cruzada por anclar su presente en la historia. Pero no se lograron victorias definitivas hasta cumplidos los Cien Años de Lucha en 1968, y la invitación forzada del Primer Congreso de Educación y Cultura en 1971 a “la continuación e incremento de películas y documentales cubanos de carácter histórico como medio de eslabonar el presente con el pasado”.
De esta rueca nacieron verdaderos clásicos de la cinematografía latinoamericana como Lucía (1968), de Humberto Solás, o Una pelea cubana contra los demonios (1972), de Tomás Gutiérrez Alea. Pero, a pesar de las profundas meditaciones acerca del ethos cubano que llevaba implícito esta mirada a los orígenes de la nación, las historias se apartaban demasiado del gusto cinematográfico más extendido como para encender la pólvora del arraigo popular,[1] y entregarle a los nacionales personajes y situaciones en los que lograran reconocerse.
Otros filmes, como la tríada de Sergio Giral sobre las vicisitudes del esclavo africano en la Isla, pecaron de un folclorismo artificial que les impedía unir su eslabón al presente. El público, siempre crítico, les ensartó a estas tres películas (El otro Francisco, 1974; Maluala, 1979; y Rancheador, 1979) el apellido de “negrometrajes”, según cuenta Reynaldo González.
No es de dudar, entonces, el enorme éxito de Una aventura de Elpidio Valdés (1971), producida por un Instituto que aspiraba al cine de autor, heredero del neorrealismo italiano por descendencia casi directa. Juan Padrón, el creador de la saga, navegaba, sin embargo, por los mares del género aventura para invocar las etapas fundacionales de la cultura cubana, a mediados del siglo XIX.
No era un desatino. Lejos de lo que defendía la Escuela de Frankfurt, cuyos autores se discutían en algunos círculos intelectuales de la época,[2] los códigos de la cultura de masas iban más allá de unas simples estrategias de encantador de serpientes para domesticar cerebros; no eran la deformación de una cultura de élites, sino la transformación de la cultura popular.
Por las venas del cine de aventuras corren los propósitos de la epopeya. Sus mejores exponentes levantan el escenario en los momentos cruciales de un pueblo y escriben sus ideales en la piel de los héroes. Las hay como la Ilíada, Beowulf, o la Eneida abocadas sobre todo a ofrecerle una figura de culto al orgullo nacional. Y otras (aunque los móviles no son excluyentes) más interesadas en legitimar una ideología (religiosa, política…), como en el caso de la Divina comedia, La araucana o el Paraíso perdido.
Como aclara el filósofo español Jesús Martín-Barbero:
Si a la gente le gustan las rancheras, “El Chinche”, las radionovelas, las historietas pornográficas […], no es porque sí, ni es porque los comerciantes son geniales y han encontrado “la fórmula”. Lo que están es explotando unas matrices que vienen de muy lejos, de muy atrás históricamente, y a través de las cuales el imaginario popular se hace cómplice de la dominación de lo masivo. Ustedes saben que no hay dominación sin complicidad y sin seducción entre el dominador y el dominado.[3]
Para entender la relevancia cultural de la saga de Elpidio Valdés en la época, su popularidad durante más de cuarenta años, resulta imprescindible valorar los términos en los que se estableció esta negociación entre espectadores cubanos de múltiples credos e intereses y la ideología dominante. La saga de Elpidio Valdés ofrece a los cubanos un espejo donde asomar sus ideales, les entrega un héroe hecho con retazos de su psicología, y a la par, ratifica los principios del socialismo como doctrina oficial.
El universo en que se desenvuelven los personajes dista mucho de la realidad histórica. Los nativos, en pleno siglo XIX, por una cara de la moneda defendían al unísono sus intereses, y por la otra, cosechaban diferencias. El concepto patria aún destilaba las acepciones que lo envían hacia la región donde se nace, más que al país en toda su extensión. La libertad no tenía iguales significados para un negro que para un blanco, para un terrateniente que para un campesino, aunque lucharan mano a mano por alcanzarla. Elpidio Valdés se convierte entonces, por encima de la Cuba real, en la Cuba deseada, ofreciéndole al espectador contemporáneo un grupo de héroes que, de existir, habrían tomado por sus barbas las adversidades mambisas de casi treinta años en pocos meses.
La saga así devino un mito en los términos en que lo asume Roland Barthes: dos sistemas semiológicos. El primero es lingüístico “dont le mythe se saisit pour construire son propre système”. El otro es mito en sí que deviene un segundo lenguaje cuyo signifiant se corresponde con el signe languistique saussuriano, y cuyo signifié apunta hacia un elemento otro que escapa a este primer sistema. Estos signifiant y signifié de segundo término conforman a su vez un signe que es el mito.[4] Asimismo, Elpidio Valdés se vale del lenguaje audiovisual y las estructuras de la aventura, y se realiza en tanto mito a través de un segundo sistema de enunciación en el que los espectadores se hacen conscientes del diálogo tenso que establece la obra con los principios del socialismo cubano y criterios popularmente aceptados sobre la cubanidad.
Algunos autores como Joel del Río han leído la saga de Elpidio Valdés como una épica complaciente con el realismo socialista. Sin embargo, según define, en su versión original, el realismo socialista debía reafirmar el “Nuevo Hombre Soviético creado por Lenin”, mediante protagonistas “alegres y musculosos”, “líderes”.[5] Aunque este tipo de personajes pueden rastrearse en el cine cubano de la época, en filmes como El hombre de Maisinicú (Manuel Pérez Paredes, 1977) o Guardafronteras (Octavio Cortázar, 1981), ninguno alcanzó la popularidad del primer largometraje de la saga de Juan Padrón, que fuera además el primer largo animado cubano y la película cubana más taquillera hasta ese año: Elpidio Valdés (1979).
La saga, dirigida principalmente al público infantil, desbroza la historia con una didáctica semejante al realismo socialista soviético, que quiere llegar a todos y subestima las capacidades interpretativas del espectador. Elpidio Valdés incorpora en ese pasado parte de la narratividad política oficial de su presente, como puede constatarse ya de manera diáfana en el quinto cortometraje: Elpidio Valdés contra la policía de Nueva York (1976), donde se caracteriza el poder estadounidense como hostil a los deseos de soberanía de la Isla. Sin embargo, el director, Juan Padrón, trocó en héroes a los personajes débiles y rechazados históricamente por las clases dominantes cubanas de todas las épocas, especialmente por la intelectualidad. Aquí quizás radica el interés y empatía de la mayoría de los nacionales hacia la serie, que suscribe en el sistema lingüístico la estética oficial, pero la subvierte y parodia en el mítico.
El personaje de Elpidio Valdés, que encabeza el panteón, dista mucho del ideal heroico, no sólo del realismo soviético o del cómic estadounidense, sino de epopeyas clásicas como la Odisea o el Cantar de mio Cid. Persiste la temeridad, traducida aquí como guapería. Pero estamos frente a un campesino de estatura mediana y rasgos pícnicos, con voz aguda y un acento que apunta al Oriente cubano, motivo de burlas.
Este personaje, desprovisto de cualidades sobrenaturales a diferencia de Superman, se hace acompañar de un caballo, Palmiche, una mujer (María Silvia) y dos niños Pepito y Eutelia. Se trata del tipo de personajes que han sido relegados en la aventura corriente al papel de víctima, objeto del deseo o medio de transporte. En la saga de Elpidio, por el contrario, las más de las veces es el trabajo en equipo el que inclina la victoria hacia los mambises.
No le faltan parentescos a esta historieta y animado cubano con Astérix le Gaulois (René Goscinny y Albert Uderzo), que, con doscientos cincuenta millones de ejemplares vendidos en todo el mundo y varios éxitos de taquilla en el cine, se ha convertido en otro símbolo de la cultura francesa. Por encima de las similitudes físicas entre Astérix y Elpidio Valdés, estas sagas cuentan el desenfado con que viven los galos en su aldea de Armorica y los mambises en la manigua, ambos, espacios míticos más que históricos, convertidos en una especie de Utopía, puesta en escena del ethos nacional.
Tanto la manigua como la aldea gala son microcosmos donde los personajes se integran a la naturaleza con no pocas ínfulas rabelesianas. Ella también es su muralla. El ejemplo ideal es Elpidio Valdés en campaña de verano (1988), donde las inclemencias del trópico, los mosquitos, la lluvia, los pantanos…, se convierten en armas de lucha (y victoria) contra las tropas españolas. Sucede igual con los soldados romanos, que mueren atropellados por jabalíes devenidos proyectil.
A pesar de la superioridad numérica de las tropas enemigas, los mambises y galos siempre vencen gracias al conocimiento de la región. En Elpidio Valdés contra el tren militar (1974), Juan Padrón construye una de las referencias cubanas más complejas sobre el triunfo de David contra Goliat (recurrentes a lo largo de nuestra historia), cuando Elpidio Valdés descarrila un tren empachado con la última tecnología militar y con todo un ejército en su interior, utilizando en vez de una onda, una cascarita de plátano. Más que la victoria de la inteligencia contra la fuerza bruta, más que la derrota de la máquina por la naturaleza, simboliza la perseverancia de una cultura (la cubana) en tiempos de invasión tecnológica.
Las diferencias entre Elpidio Valdés y Las aventuras de Astérix el Galo son, en cambio, definitorias. El héroe francés desenvaina, ante las dificultades, la razón, entendida desde la lógica iluminista. De hecho, los vericuetos de la historia le exigen las más de las veces dotes enciclopédicas. Obélix, su compañero, no figura en el título de la saga original a pesar de su popularidad, entre otras razones, porque su principal función consiste en subrayar por contraste las cualidades de Astérix. No en balde, este último personaje se alza como el salvador de un pueblo ignorante y rústico, que sólo domina el mundo que recorren sus murallas, mientras las dificultades que amenazan su futuro aparecen en lugares remotos.
La inteligencia de Elpidio Valdés no es académica, proviene de cierta facilidad del cubano para subvertir la función original de los objetos. Juan Padrón ha involucrado en este proceso de conversión símbolos de la identidad nacional de modo que el triunfo resulta más cultural que bélico.[6] Así, por ejemplo, el personaje mambí priva a los españoles de sus caballos emborrachándolos con ron y escapa de las autoridades norteamericanas envuelto en una nube de tabaco (Elpidio Valdés contra la policía de Nueva York, 1976); o en una aventura dedicada al machete cuenta cómo se transforma de un instrumento de trabajo en un arma de lucha (El machete, 1975). A grandes rasgos, esta conducta trasciende como una habilidad de los cubanos para alterar la mirada convencional de las cosas y subvertir su uso esperado.
Esta operación lógica se inserta en una práctica mucho mayor que popular, que académicamente se conoce como choteo, y es ampliamente explotada y legitimada por Juan Padrón en Elpidio Valdés. En la saga, la autoridad española, sus expresiones de fortaleza, se derrumban ante el don de los mambises para convertir la superioridad en grietas. De ahí que el conocimiento militar del personaje Cetáceo, que cita los manuales de guerra con puntos y comas, se reduzca a polvo cuando el Ejército Libertador carga al machete; o Resóplez, que tiene el físico de un vencedor, tropiece con su propias ventajas. En Elpidio Valdés fuerza la trocha (1978), una de las construcciones militares españolas más efectivas, la Trocha de Júcaro a Morón, presta su madera a la chacota. El choteo se adhiere de tal forma a la situación que lo provoca que fuera de ella pierde su sentido.
El choteo es, muy probablemente, uno de los puntos de empatía más sólidos que establece la serie con su público; y ha sido uno de los puntos de discordia más frecuentes entre las clases en el poder y sus intelectuales, y el resto de la sociedad. De hecho, marca un punto recurrente en los estudios sobre la “psicología” del cubano que se publicaron antes de 1959. Desde Jorge Mañach (2011) y Fernando Ortiz (1997), pasando por Calixto Masó y Vázquez (1988), las cualidades nacionales adquieren un sesgo mayormente negativo, y el choteo viene a coronar el fondo de ese estudio del ethos de inspiración darwiniana y de determinismo geográfico en el que, como hace Ortiz, el cubano es comparado con el alemán para quedar en situación de inferioridad física y, como consecuencia, intelectual.
Los tres autores coinciden en que el choteo es, a grandes rasgos, un ejercicio retórico que permite desplazar categorías intelectuales fuera de su campo de acción racional, con el propósito de volverlas inoperantes y así, anular los argumentos del interlocutor. En un debate, es un timonazo fuera de la vía. Si bien estos pensadores ahondaron sobradamente en su dimensión patética, no supieron reconocer las capacidades retóricas y las competencias en el tema de conversación que necesita el choteador para ejecutarlo. Tradujeron este rasgo de la psicología cubana como “ligereza”, incapacidad para encontrar la “profundidad” de las cosas o falta de entrega. Sin embargo, el propio Mañach reconoce que es una herramienta lingüística empleada por el cubano para deslegitimar la autoridad, va dirigida contra ella y mina su discurso desde el interior.
El choteo, y Elpidio Valdés sirve de ejemplo, es el arma con que los cubanos menoscaban el orden institucional que los excluye, que no les ha pedido consentimiento para existir. Y no es azaroso. Los personajes españoles, por una especie de contrapeso simbólico, se convierten en excluidos, pasan de centro a periferia: Concentran su guerra en un plano logístico y pierden, porque se les escapan las otras dimensiones de la lucha. Se desplazan en un mundo que no comprenden, no sólo material sino culturalmente. De hecho, nunca logran entrever la burla a que están sometidos. El humor traza una línea de significaciones que comienza con los mambises en la pantalla y que sólo se completa cuando encuentra al público cubano.
En este sentido, que es su sentido último, Elpidio Valdés se niega a reproducir la ideología dominante y estimula la capacidad del cubano para burlarla. Deviene rebelde y espinoso dentro del discurso oficial, pues apunta a revolucionar rabelesianamente todo lo establecido. Los personajes mambises de la serie establecen un contrapunto con la idea de “hombre nuevo” de Ernesto Guevara, que ha sido vulgarizado in extremis en el país para finales de los setenta. Dirá recientemente un apólogo:
Una Revolución sólo es auténtica cuando es capaz de crear un “Hombre Nuevo” y este, para Guevara vendrá a ser el hombre en el siglo XXI, un completo revolucionario que debe trabajar todas las horas de su vida; debe sentir la revolución por la cual esas horas de trabajo no serán ningún sacrificio, ya que está implementando todo su tiempo en una lucha por el bienestar social; si esta actividad es lo que verdaderamente complace al individuo, entonces, inmediatamente deja de tener el calificativo de “sacrificio”.[7]
El arquetipo de cubano espartano, estoico, trabajador, solemne y respetuoso de la autoridad se deshace en esta saga donde los mambises eligen dormir mientras el ejército español trasnocha (Elpidio Valdés en campaña de verano); donde Elpidio mismo, que es el líder, es sometido a la burla de su tropa.[8]
Elpidio Valdés, con tantos anticuerpos contra la censura como propensiones a sufrirla, pasó por la mirilla no sin despertar ciertas dudas que detuvieron su producción por algún tiempo. En medio de otras obras y manifestaciones que no tuvieron igual suerte, su discurso horizontal (por reducirlo a una palabra) circuló por el país como un viento del Caribe sobre la Siberia. Hubo, no obstante, ojos de la inquisición que descubrieron a fuerza de utilizar una mirada hereje, por ejemplo, peligrosas similitudes entre el general Resóplez y la apariencia de los rusos, y lograron exterminarlas a tiempo (no así las infidelidades de su propio inconsciente, que convertía la ayuda soviética en sinónimo de coloniaje cultural). De cualquier forma, el choteo se vuelve incapturable gracias a su ambigüedad de sentidos.
Una lectura extrema del choteo cubano podría llevar a pensar, como lo hace Mañach, que “por su índole ciegamente individualista, el choteador ha sido estéril para toda faena en que fueran requisitos el método, la disciplina, el largo y sostenido esfuerzo, la constante reflexión”. Los dos últimos siglos de nuestra historia se desbordan con ejemplos donde un sector considerable ha conjugado la lucha armada con una no menos heroica batalla cultural. No en balde Elpidio Valdés regresa a una época donde la Isla encontró su fisonomía, se hizo de una constitución, de un himno y héroes propios. Y ese pasado mítico donde la serie abreva se construyó a fuerza de choteo, emparentado desde sus orígenes con la “disciplina”, el “largo y sostenido esfuerzo”, y la “constante reflexión” que exige una empresa bélica. Por fortuna, Juan Padrón ha logrado conciliar la solemnidad de toda guerra con el carácter cubano, probando de una vez que no son excluyentes.
El choteo ha sido la punta de un peligroso iceberg que todavía amenaza en los estudios recientes que atañen la identidad nacional. Ha servido de cómplice el hecho de que un prestigioso científico social como Fernando Ortiz haya proyectado algunos rasgos del cubano como negativos en El pueblo cubano, un ambicioso estudio de psicología nacional que cuenta como el más divulgado y referenciado de su tipo hasta el presente. Sin embargo, más allá de los espacios académicos, el arte se ha ocupado de refutarlo bajo la aprobación taquillera del público.
Cuando Ortiz explica, por ejemplo, que “nuestra sintética característica intelectual es la ignorancia”;[9] Juan Padrón enarbola en la oposición entre el español ilustrado Cetáceo y los mambises dos tipos de conocimiento. Lo que Ortiz interpreta como “ignorancia” figura aquí como una forma de conocimiento otro (textualizado, quizás, bajo la luz de la semiótica), no académico, pero igual de efectivo, pues se basa en la enseñanza generación tras generación de comportamiento de la naturaleza, el clima y el hombre. Este es el tipo de conocimiento que permite ganar las batallas a los personajes de Padrón. Elpidio Valdés además parte de un estudio responsable de la historia y la sociedad de la época, que permite incorporar elementos de creatividad cubana que sí existieron como la confección de un cañón hecho de cuero (Elpidio Valdés asalta el convoy, 1976).
“El cubano es impresionista […] contestará enseguida bien o mal nuestra pregunta, pero no le pidáis que medite antes de contestarnos […]. No reflexionamos suficientemente acerca de los hechos y cosas que nos atañen, no podemos por tanto establecer relaciones de causas a efecto entre los mismos. Somos imprevisores”.[10] El cañón de cuero es sobrado ejemplo de cómo la capacidad de improvisar sobre la marcha ha sido más bien fortaleza. En Elpidio Valdés y el fusil (1979) esta cualidad resulta el centro temático, pues uno de los personajes gana la batalla precisamente por contar con el fusil más anticuado de todos, que le permite convertir en proyectil cualquier pedazo de metal que aparezca en los alrededores.
“Nuestra debilidad psicológica empieza por nuestra talla pequeña […]. Nuestro tipo se aparta mucho del hombre vigoroso, fuerte, alto, de ancha capacidad pulmonar, de rica sangre, de viril andar y de potente cerebración”.[11] Como se ha dicho, esta descripción física se corresponde con la de Elpidio y su grupo, mientras que Resóplez, el antagonista, se ajusta con el perfil que aplaude Ortiz, no muy distante de la representación soviética del hombre nuevo.
Sobre estas capas de lecturas académicas sobre la identidad cubana se sostienen algunos criterios que califican la saga de Elpidio Valdés de “populista”[12] o, como hace Dean Luis Reyes, de impulsora de un “etnocentrismo blando”, entendido este como falta de “autocrítica”. En su recorrido por la obra de Padrón, a Reyes se le escapan los rayadillos, que representan un sector nacional de conductas mezquinas. Si coincidimos en que, a fin de cuentas, es el creador quien chotea, la presencia de estos personajes prueba su criticidad.
Vale mencionar, a propósito, la importancia dramática y simbólica de los latinoamericanos en Elpidio Valdés contra dólar y cañón (1983), que se propone dilucidar la postura de otras naciones frente la independencia cubana. Al final del largometraje, además, se inmola un capitán puertorriqueño, con su embarcación llamada El Puerto Rico, contra un potente navío norteamericano para salvar a los mambises. Tampoco hay crítica o burla hacia el ethos español. Todo lo contrario. Aunque en la estructura dramática funcionan como antagonistas, en sistema mítico, Juan Padrón se ocupa de tender puentes de empatía entre la Madre Patria y Cuba con personajes igual de carismáticos que los mambises y que, de hecho, compiten con ellos por la empatía del público con caracterizaciones visuales y vocales igual de jocosas.
Catalogar la saga de “etnocéntrica”, por otra parte, implicaría asumir que Padrón reconoce una forma monolítica de vivir lo cubano. Lejos de legitimar la narrativa oficial exclusivista según la cual algunos de los nacidos en la Isla no son considerados nacionales por sus posiciones políticas, Juan Padrón registra por lo menos dos variantes de lo cubano con similitudes de rasgos pero connotaciones dispares. La escena donde Elpidio Valdés y el rayadillo Mediacara entablan una controversia a filo repentista (Elpidio Valdés, 1979) dibuja las fronteras de estas dos interpretaciones del ethos nacional. El rayadillo, incapaz de blandir las sutilezas del choteo, se entrega (por contraste) a la burla soez, también parte de nuestro ser. Y Elpidio Valdés, luego de echarle en cara su entreguismo, saca al final su machete.
Si en el primer corto (Una aventura de Elpidio Valdés, 1974) la historia de Cuba carece de relevancia; en el tercero (El machete, 1975) eclipsa la presencia de los personajes. Elpidio Valdés se convierte en un facilitador de informaciones y fechas memorables, y sus acciones dramáticas se disuelven en el espíritu pedagógico. Responde a una inclinación de los Estudios de Animación del ICAIC, el departamento gris del Instituto, por concebir materiales didácticos, que incorporaron con pobreza creativa imágenes de archivo, gráficos y otros elementos del cine documental.[13] Con los años, no obstante, las inquietudes por recrear un icono de la vida mambisa en cada episodio (el fusil, la contraguerrilla, el caballo mambí) se fundieron con las peripecias del relato. La precisión histórica es, de hecho, una de las virtudes de la serie.
La siguiente aventura, El clarín mambí (1975), utiliza un narrador y reproduce gráficamente al Ejército Rebelde antes de acercarse al mundo de Elpidio Valdés. El verismo de aquella representación y la solemnidad del locutor impiden ver semejante arranque como algo más que un inserto prescindible. Es quizás esa la intención. Al separar la estética de la serie de la manera en que es representado el Ejército Rebelde, Juan Padrón pone entre signos de interrogación la manera en que los libros de texto de la época explican la historia nacional, como una suerte de alegoría del presente, un proceso continuo que justifica y legitima la Revolución (asumida ella misma como un todo orgánico) desde el Grito de la Demajagua en 1868 hasta el cumplimiento y consagración de sus ideales en 1959.
Con el tiempo, la serie fue abriéndose a otros públicos además del infantil. Tanto Juan Padrón como otros integrantes del equipo de realización, entre ellos el productor Paco Prats, reconocen que la conducta del héroe se ajustaba en sus inicios a la psicología de un niño; pero la magnitud que fue tomando el animado comenzó a exigirle responsabilidades de mayor peso. Maduró.
La serie fue sumando personajes y situaciones al bando mambí donde la sociedad cubana podía encontrarse. La capitana María Silvia, entre los más relevantes, además de inaugurar una acción secundaria de corte amoroso, representa la lucha de la mujer cubana de la época y de hoy en día por el reconocimiento de sus capacidades (porque Elpidio, como muchos hombres cubanos, confunde la virilidad con el machismo).
El bando español también se enriqueció. Después de múltiples exploraciones visuales, Resóplez y el Oficial Andaluz encontraron su apariencia definitiva, y alcanzaron otras dimensiones al representar cada uno un sector económico diferente. El general, henchido de pundonor y preocupado por no ensuciar sus ideales de nobleza caballeresca; y el subalterno, de orígenes más humildes, entregado a la fe católica para satisfacer sus urgencias prácticas.
Incluso el soldado raso español destella matices ideológicos cuando repite el: “¡y uno de bestia!”, que se ha convertido en un motivo de la serie y aparece a continuación de frases como “estos tíos tomando buen vino…” o “se van ricos a España…” Esto no es más que la expresión de una península Ibérica que se cuestiona su orden social, y que tampoco ha podido resolver en Cuba sus problemas económicos. Juan Padrón inscribe así, en el paisaje económico, los últimos coletazos de la metrópoli hispana por salvar sus tierras en América.
Estas nuevas aristas, además del diseño visual de la saga, que asumía los mejores antecedentes de una escuela de animación cubana aún en la fase de ensayo y error, permitieron al primer largometraje de este tipo en el país, Elpidio Valdés (1979), registrar uno de nuestros mayores éxitos de taquilla. La película hurgaba en los orígenes de toda la saga y desenterraba el detonante de las futuras y pasadas aventuras: el nacimiento de Elpidio, su crianza, la llegada de María Silvia, de Resóplez y su sobrino Cetáceo; y se inscribía en los preparativos de la Guerra del 95, la “Necesaria”. Una vez más se acordonaban los destinos de la epopeya a la verdadera Historia de Cuba.
Convirtiendo en logros lo que podrían ser sacrificios dramáticos, Juan Padrón dibuja el paisaje de la época con precisión barroca. Por ejemplo, la aparición de Mister Chains como dueño de un ingenio azucarero alude a la presencia de Estados Unidos en la Isla, convertido ya desde aquel período en la metrópoli económica del país. A pesar de que a lo largo del filme el autor apostó por la narración sonora y las imágenes padecían de cierto estatismo, en las escenas de batalla la edición saltaba de plano en plano con ritmo trepidante al punto de convertirse en uno de los instantes bélicos de mayor nervio dramático de nuestro cine.[14] También destaca el preciosismo con que los bocadillos reconstruyen el lenguaje criollo y español.
En el segundo largometraje, Elpidio Valdés contra dólar y cañón, el guion abandona la narración lineal de la historia para escindirse en dos espacios simultáneos: Cuba y Estados Unidos. Y ahí puede estar el factor que le agenció menor popularidad que el largometraje precedente, porque el fuerte de la trama se concentra en La Florida y el habitual y simbólico espacio de la manigua queda relegado. Aparece un nuevo bando enemigo: la burguesía norteamericana, que se roba el protagonismo de los españoles; y Elpidio Valdés abandona el choteo como arma de lucha y encarna mejor el discurso del hombre nuevo al oponerse a los enemigos estadounidenses. A diferencia de los antagonistas españoles, los norteamericanos carecen de rasgos empáticos y sí se traza una marcada distinción entre lo que el autor asume como el ethos estadounidense y el cubano. Aquí se manifiestan de forma significativa las tensiones del periodo de Guerra Fría, que Cuba, por su cercanía geográfica a Estados Unidos y sus afinidades sociopolíticas con la Unión Soviética, sufre particularmente. Juan Padrón utiliza los arquetipos del cine del oeste para elaborar su retrato de las autoridades norteamericanas. El sheriff y sus dos secuaces, con su acento pastoso, el cigarrillo en boca y la cadera ladeada al peso de los revólveres, demuestran una agudeza sin igual para llegar a la trampa por los laberintos de la ley. Los hermanos Chains representan, con su voz serpentina y sus ademanes fríos, la ideología mercenaria del imperialismo, tal como es representada oficialmente en la Isla. Estimulan los esfuerzos de los tabacaleros para ayudar a los cubanos, porque este incentivo eleva su producción; le venden armas al Ejército Libertador para recolectar el salario que sus trabajadores donaron a los mambises; y por último se alían a los españoles para recuperar las armas y completar el negocio.
Las ventajas que conducen a Elpidio hacia la victoria definitiva adquieren valores diferentes en esta nueva situación. El bando cubano y sus colaboradores latinoamericanos operan en conjunto para lograr un mismo objetivo. La película es, de hecho, un rosario de sacrificios individuales en aras de una meta común. Pero los norteamericanos, al cuidado de sus beneficios individuales, fracasan por completo tras una cadeneta de zancadillas mutuas.
En esta misma década, considerada por algunos los instantes dorados de la animación cubana, el ICAIC favorece el trabajo en equipo. A partir de 1988 dos nuevos realizadores se incorporan a la producción de Elpidio Valdés, Tulio Raggi y Juan Ruiz, aunque Juan Padrón se mantiene a cargo del guion y las decisiones creativas de mayor rango. El propósito era elevar, por una parte, el número de episodios por año, y por otra, contribuir a su calidad. Los nuevos títulos celebraron la mayoría de edad de la saga y fijaron los hallazgos conceptuales y dramáticos de etapas anteriores.[15]
La popularidad de este personaje ha ido en ascenso, y como un verdadero mito ha trascendido sus márgenes oficiales para desplazarse no sólo hacia otros fenómenos mediáticos, como ciertas campañas políticas, un noticiero infantil, o varios libros de texto; sino también hacia el imaginario popular, que en Cuba es de una fertilidad abrumadora. El propio Dean Luis Reyes menciona un chiste donde Elpidio Valdés tuerce sus arquetipos al ritmo de los años noventa y su Período Especial.
Una triste pero definitiva evidencia de la mudanza y conversión mítica de Elpidio Valdés hacia el patrimonio cultural de la Isla cobró vida durante la presentación en La Habana del tercer largometraje de la saga, Contra el águila y el león (1996). Cuando los espectadores descubrieron que su héroe envejecía, cambiaba la manigua por La Habana, dejaba a Palmiche para cabalgar una moto; cuando los muchos seguidores se encontraron con que Elpidio Valdés se aliaba a un español para luchar contra los norteamericanos, hicieron temblar los cines de indignación.
Fue la gota que divorció los rumbos de Padrón y el animado hasta el día de hoy. Y aunque otros realizadores como Tulio Raggi (Elpidio Valdés contra el fortín de hierro y Elpidio Valdés enfrenta a Resóples) y Juan Ruiz (Pepe descubre la rueda y Elpidio Valdés ataca Trancalapuerta) intentaron resucitar al héroe en el cruce al siglo XXI; no pasaron de ser un intentos fallidos. A pesar de estar inspirado en las historietas de su autor original, los guiones perdieron mucho de la inventiva verbal de su época dorada. Y la dimensión visual, ahora supeditada al diseño por computadoras, en vez de enriquecerse, renunció al desenfado de una manufactura en línea con la mejor tradición de carteles, tabaco, raspadura y café que da a nuestros productos el sello de parecer hechos en casa.
Pero el universo de Elpidio Valdés persiste, no sólo en las repeticiones diarias de la Televisión Cubana, que continúan iniciando a las nuevas generaciones, sino también en las piñatas con que los niños celebran sus cumpleaños, las humildes réplicas en las paredes de las bodegas o los círculos infantiles o las canciones de moda; y persiste, sobre todo, en ese lugar intangible donde guarda el pueblo sus tesoros, donde Elpidio (como pocos personajes cubanos) escapa de lo que proponen los medios de comunicación para realizar su más peligrosa aventura a propósito de la identidad nacional.
Notas:
[1] “El rechazo a los esquemas predominantes en el pasado –dice Reynaldo González–, del que a todo riesgo deseaban distanciarse, los condujo [a los realizadores de la época] por otros caminos. No había espacio para lo que consideraron escapismo y arte burgués. Huían de las tentaciones del color local, los clichés de la sensualidad y el criollismo, aunque fuera para subvertirlos, algo que en el conjunto de la producción hoy se siente como carencia”. (Reynaldo González: “Temas históricos y cine de ficción”, Coordenadas del cine cubano, t. 2, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2001, pp. 71-79.)
[2] Prueba de ello son los manuales que circulaban en el ICAIC mensualmente para elevar el nivel de sus artistas y trabajadores. Las revisiones de los frankfurtianos al marxismo clásico no eran, en cambio, tan bien recibidas ni abiertamente valoradas en otras instituciones culturales de la Isla.
[3] Jesús Martín-Barbero: “De la Comunicación a la Cultura: perder el «objeto» para ganar el proceso”, Signo y Pensamiento, vol. III, n. 5, 1984, pp. 83-84.
[4] Roland Barthes: “Le mythe aujourd’hui”, Mythologies, Éditions du Seuil, Paris, 1957, pp. 181-233.
[5] Joel del Río: “Los grises años setenta y las trampas del realismo (socialista)”, en Armando Pérez Padrón (comp.), El cine, el crítico y el espectador que vino a cenar. Memorias del XVIII Taller Nacional de Crítica Cinematográfica, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2013, p. 28.
[6] Esto no sería aceptable desde la estética del realismo socialista. Principalmente, porque el Hombre Nuevo, que presta su modelo, es desprovisto de su ethos y proyectado como una categoría internacional.
[7] Fidel Canelón: “El Hombre Nuevo según Ernesto Che Guevara”, El Ortiba (página web), 2006.
[8] Elpidio Valdés, en esa ocasión, responde: “Si se me riega este numerito entre la tropa, ¡voy a mandar a unas cuantas gentes para la impedimenta, a cargar frijoles!” Quizás en esta frase, una de las más recordadas de la saga, pueda leerse una vaga referencia a la manera en que la autoridad procedía en aquella época contra todos los ciudadanos que se resistían a entrar en el arquetipo vulgarizado de Hombre Nuevo y llevaban el pelo largo, escuchaban a The Beatles o mantenían prácticas no heteronormativas. Se los llevaba a “reformar” hacia las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), donde realizaban precisamente actividades agrícolas.
[9] Fernando Ortiz: El pueblo cubano, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1997, p. 37.
[10] Ibídem, p. 47.
[11] Ibídem, p. 32.
[12] Cfr. Joel del Río: ob. cit..
[13] Harry Reade marcó una hito con su personaje Pepe, involucrado en las tareas sociales de la época: la defensa civil (Pepe trinchera, 1968), las campañas de recogidas de café (Pepe cafetómano, 1968) o el trabajo voluntario (Pepe voluntario, 1969). Elpidio Valdés tiene allí un antecedente directo.
[14] Para Dean Luis Reyes, “el combate final por Tocororo Macho sigue siendo uno de los momentos más dinámicos del cine cubano, allí donde se consigue el clímax del despliegue espectacular de Elpidio Valdés, y donde la superposición de peripecias y acciones físicas alcanza un ritmo vertiginoso”. (Dean Luis Reyes: La forma realizada. El cine de animación, Ediciones ICAIC, La Habana, 2014.)
[15] De este momento son Elpidio Valdés en campaña de verano, Elpidio Valdés ataca Jutía Dulce, Elpidio Valdés capturado (1988), La abuelita de Weyler, Palmiche contra los lanceros (1989), Elpidio Valdés se casa (1991), Elpidio Valdés conoce a Fito y Elpidio Valdés y los inventores (1992). Estos nuevos episodios, además de ahondar en la psicología de los ya presentes, enriquecieron las aventuras con otros personajes, y otorgaron un mayor protagonismo a los rayadillos. Entre las adquisiciones mejor acogidas se encuentra, sin dudas, Cortico, un contraguerrillero que, como una especie de Casandra borracha, lograba siempre descifrar las estrategias mambisas, pero no era tenido en cuenta.
(Tomado del libro Anatomía de una Isla, Ediciones La Luz, 2015)