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The Witches

El malo, el feo… ¿y el bueno no?

Mar, 12/01/2020

A la cruzada contra los estereotipos raciales en la pantalla se suma y cobra fuerza otra dirigida a los estereotipos  físicos que pueblan infinidad de películas, en particular los que asocian ilícitamente la maldad con cualquier forma de deformidad o trastorno patológico físico o mental.

“Temible es la forma como actuamos, no como lucimos” es la consigna de los promotores de esta campaña.

El tema se hizo viral de nuevo con el reciente estreno de la película The Witches, en la que la Bruja Suprema, interpretada por Anne Hathaway, tiene sus manos desfiguradas y con solo tres dedos en cada una. Las redes se inundaron de fotos de internautas mostrando las más diversas deformaciones y atrofias de miembros superiores e inferiores bajo el hashtag #NotaWitch.

Las correspondientes disculpas de la actriz y los productores llenaron la forma, pero no el vacío de sensibilidad que, desde que el mundo es mundo, y el cine, cine, ha caracterizado cualquier forma de exclusión o encasillamiento por razones de raza, creencia, orientación sexual y también aspecto físico o trastorno mental.

Si nos remontamos a las más altas cimas de la literatura y el arte, hasta el mismísimo Cisne de Avon, William Shakespeare, está implicado en este entuerto, con su descripción del trágico personaje Ricardo III como feo, jorobado y mutilado, motivos de sobra para justificar su perversidad.

En cuanto a la pantalla, el decano de sus monstruos, la célebre criatura creada artificialmente por el Dr. Frankenstein, no tiene otra opción que sembrar el pánico ante la sobrecogedora apariencia que le otorga su condición de un ser vivo hecho a partir de cadáveres.

Contadas y honrosas han sido las excepciones de seres contrahechos o anómalos que no han engrosado las filas del sindicato del crimen o no se han deleitado haciendo daño al prójimo: el Jorobado de Notre Dame, el más ilustre de ellos.

Hay otra excepción ineludible de mencionar y enaltecer como obra cinematográfica: Fenómenos (Freaks), la película que realizó en 1932 el director norteamericano Tod Browning con una galería de artistas de circo reales que exhibían las más disímiles anormalidades físicas, como enanos, gemelas siamesas, mujer con barba, hombre sin brazos ni piernas, etc., protagonistas todos de una historia de pasiones, engaños y venganza que nos hace olvidar sus discapacidades y malformaciones para explorar su mundo interior como seres humanos, con sus luces y sombras. Película única, irrepetible, arriesgada, controvertida, de esas que afirman la razón de ser del cine.

Por cierto, antes de Fenómenos, Browning dirigió a Bela Lugosi en el más célebre Drácula de todos los tiempos, otro malvado incorregible, pero…

Drácula inauguró en el cine la dinastía de los malos atractivos, los seductores terroríficos, los monstruos irresistibles, y de ahí que se apodara “el príncipe de las tinieblas”. Salvo por un par de incisivos que sobresalen cuando se dispone a chupar la sangre de sus víctimas ―tarea de corrección menor para cualquier ortodoncista―, Drácula es un galán, y justo de medianoche, cuando personifica el reverso de una medalla del cine de terror que se afinca en el encanto en lugar de la repulsión.

Por esta senda transita, entre muchos otros, el Jack Nicholson de El resplandor, pero es sin duda Dorian Gray el que desde nuestro punto de vista, primero en la pluma de su creador, Oscar Wilde, luego en su versión cinematográfica dirigida por Albert Lewin en 1945, aporta el enfoque más original en ese litigio artístico entre apariencia física y catadura moral.

El retrato de Dorian Gray (The Picture of Dorian Gray) invierte el esquema de la relación causa-efecto al uso: en lugar de ser la deformación el origen de la perversión, es al revés, se convierte en su resultado. Pasan los años, y Dorian Gray conserva su rostro eternamente joven y angelical; su retrato, en tanto, se desdibuja, distorsiona y se transforma en una imagen horripilante a medida que se acumulan los pecados del personaje. Sabia lección del arte a la naturaleza: de suceder así en la vida real, detectaríamos enseguida a los que son malos, a simple vista y sin riesgo a equivocarnos.

De vuelta al presente, no es de extrañar que en tiempos en que se cuestionan códigos y patrones establecidos, se revalorizan y rectifican rumbos recorridos en el pasado y se analizan los del presente a la luz de un acontecer socio-político tan efervescente como el actual, y en lo que al cine respecta, se reescribe su historia desde una óptica que pretende despojarse de prejuicios y discriminaciones, el lastre de los estereotipos físicos y mentales también se enfrente a su Día del Juicio Final.

Este proceso de reinvindicación ya tiene sus héroes y heroínas en la pantalla. Una de ellas es Fosca, la protagonista femenina de Pasión de amor, filme italiano realizado en 1981 por Ettore Scola. Fosca es extremadamente poco atractiva y sufre de ataques de histeria, pero no puede evitar enamorarse de un apuesto militar que acaba de mantener una relación con una mujer sumamente bella. Con el peso de toda una civilización en contra, Fosca lucha por su amor sin complejos ni inhibiciones, y muere, en la más pura tradición de la pasión romántica, de un “corazón roto”. Un amargo epílogo nos muestra a un parroquiano de una taberna que, luego de escuchar el relato de aquel suceso, se burla incrédulo porque una cosa así no es posible, porque tiene que ser mentira que una mujer tan fea aspire a vivir una bella historia de amor.

Corresponde al cine convencernos de que historias así tienen todo el derecho a ser verdad. Formar una cultura de la discapacidad o la otredad física y mental es una tarea que va mucho más allá de las nobles intenciones, los logros sociales y laborales, las asociaciones y eventos. Pasa por una revisión hasta de los cuentos infantiles, de un vocabulario permeado de expresiones desdeñosas o conmiserativas, de una política de inclusión que se proponga experiencias cada vez más audaces e inéditas que el mero desarrollo de habilidades manuales e intelectuales, y por supuesto, de una imagen que abra una nueva era de visibilidad y participación a personas que no han gozado históricamente del favor de los medios.

Una imagen que no nos haga ver como normal que una bruja tenga solo seis dedos entre las dos manos, mientras Blancanieves tiene completicos sus diez.