NOTICIA
El fetichismo de John Carpenter
Adaptación de la novela homónima de Stephen King, la película Christine (John Carpenter, 1983) despliega cada una de las marcas de estilo y las obsesiones de la profusa narrativa del popular escritor. Ampliamente llevadas al cine, las historias de King han constituido siempre materia prima para el mercado cinematográfico, propician productos con las calidades más desemejantes, en dependencia de la personalidad que dirige tras la cámara. De sus novelas y relatos —resueltos estrictamente bajo los códigos más elementales de la literatura masiva— han emergido desde las películas más superficiales y desustanciadas, hasta obras maestras del cine, como es el caso extraordinario de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980).
No es de extrañar que John Carpenter, ampliamente entrenado en los predios del cine de género, se interesara temprano por la letra del autor estadounidense, con quien guarda múltiples inquietudes estéticas y conceptuales en común. Objeto de opiniones divergentes, Carpenter ha sido calificado por muchos como un auténtico autor cinematográfico, justo por la personalidad que ha logrado imprimir a un conjunto de filmes que califican entre los más relevantes del thriller: Halloween (1978), La niebla (1980), La cosa (1982) o Están vivos (1987), por solo mencionar unos pocos ejemplos. Sin embargo, Christine ha sido una de sus cintas peor recibidas por el público, que percibió cierta ausencia de la sustancia y el carácter que alimentan y particularizan los ejercicios estilísticos del director. De cualquier forma, con el tiempo, esta película ha legado una figura ampliamente manipulada por el imaginario popular, no solo del cine: el automóvil poseído por las fuerzas del mal.
El argumento de Christine no aspira a profundidades especulativas, su esencia radica en la continua sucesión de peripecias dramáticas abiertamente físicas. Nos enfrentamos, en efecto, a la aparición imprevista del mal —cosificado acá en un Plymouth Fury de finales de los 50 poseído por un poder sobrenatural—, que viene a desestabilizar la aparente normalidad del lugar en que trascurre la historia. La lógica de las acciones se limita al básico enfrentamiento entre el bien y el mal, matizado por sugestivos golpes de violencia y tensión emocional que procurar involucrar al público en la anécdota. Esta es la justificación para el desarrollo de una trama cargada de adrenalina y enfocada en activar la desesperación, el miedo y el pavor de los espectadores.
Arnie Cunningham, el protagonista, es un adolescente de clase media que sufre de maltratos y abusos en la escuela, a causa de su imposibilidad de participar de las exigencias que la norma social dicta como necesarias para alcanzar el éxito y la popularidad en el medio. Incomprendido por su familia, culpable en gran medida del infortunio del muchacho, Arnie sufre de complejos y lamenta su falta de atractivo para las chicas del colegio. Un buen día, mientras regresa a casa con su único amigo, Dennis, se encuentra con un automóvil casi inservible del que cae enamorado de inmediato. Tras Arnie comprar y reparar a Christine —nombre al que responde el coche—, su vida da un vuelco inesperado. Repentinamente cobra confianza en sí mismo, lograr comenzar una relación con la chica más popular del momento y se independiza de sus progenitores. Pero, desde luego, los chicos que lo tomaban como objeto de burla intentan destruir a Christine. En ese momento, Arnie descubre que esta última tiene agencia propia y una incontrolable sed de venganza. De ahí en lo adelante, empiezan a involucrarse entre ellos cada vez más, y a perpetrar una serie de crímenes.
En alguna escena, Arnie conversa con Dennis, que estuvo recién hospitalizado, pero conoce de las mutaciones experimentadas por la personalidad de su otrora impopular amigo:
― Voy a decirte algo sobre el amor. Tiene un apetito voraz, todo lo devora: la amistad, la familia. Acaba por devorarlo todo. Pero también te diré otra cosa, aliméntalo y se convierte en algo maravilloso; así es nuestro amor. Es cierto, cuando alguien tiene fe en ti eres capaz de todo. Eres capaz de cargarte el universo. Y cuando tú tienes fe en el otro, ¡cuidado, entonces, mundo, porque ya nada puede frenarte, ni nadie, jamás!
― Arnie, ¿eso sientes tú por Leigh?
― Ja, ja, ja, ¿qué? ¿Pero qué dices? ¡Me refiero a Christine, hombre! ¡Nada puede interponerse entre Christine y yo!
En un esquema psicoanalítico elemental, Christine vendría a ser la exteriorización del mal que Arnie ha estado reprimiendo por tanto tiempo. La materialización de sus deseos más ocultos, aquellos que la estructura cívica le impide exhibir abiertamente y que los otros —su familia y compañeros de colegio— han alimentado en él. No resulta ocioso que el nombre del automóvil sea un nombre de mujer, en tanto deviene el fetiche de una individualidad que se ha visto siempre anulada por los demás. Un fetiche que encarna y simboliza el estatus y el éxito del que él ha sido desprovisto. Arnie y Christine son una única identidad escindida, en la que esta quedaría como una fuerza pulsional, el registro absoluto del deseo del primero; Christine mediante la concretización de varios anhelos conduce a Arnie al encuentro de su más contundente deseo: el reconocimiento y el éxito. Asimismo, este coche es una suerte de metáfora del fetichismo en su acepción mercantilista, allí donde nos habla de la simbiosis entre el hombre y la máquina, esta última es un ideal que dota de sentido a la vida del protagonista. Por esta vía quizás la película hubiese llegado a orquestar una crítica a las consecuencias inevitables de la ética capitalista, pero su previsible estructura limitó el alcance de su planteamiento ideológico.
Con todo, sorprende la limpieza con que el Carpenter orquestó los lugares y motivos más socorridos del thriller para ensayar una anécdota plagada de especulaciones propias de esa tipología ampliamente conocida como cine de terror. Tenemos aquí un estricto programa genérico, edificado en una orgánica combinatoria. Aún se puede hurgar más en Christine, que no por gusto ha devenido una película de culto.