Tabío y Perugorría

El Cuerno de la abundancia

Vie, 02/05/2021

Con Juan Carlos Tabío, y para él

 

Mi madre me había hablado varias veces del asunto, pero siempre, como diría un amigo, “le puse el automático” a su conversación. Reconozco que ya apenas me divierten esos cuentos en que se recrean, como quienes cocinan todos los días un mismo hueso que ya no da sabor, los tíos que dejé atrás hace muchos años y con los que solo sostengo una relación telefónica y desvaída. El director de cine Juan Carlos Tabío y yo buscábamos, con poca fortuna, un argumento con qué seducir a nuestros productores y fue otro cuento similar a aquellos que mi madre me había hecho, pero ahora portador de una imagen, lo que me hizo pensar que en la enloquecida historia de una herencia posible encontraríamos la película que se nos estaba negando.

Mi vecina Mayra tiene unos familiares de apellido Castiñeiras. Se comentaba que heredarían un dinero cuantioso, que las gestiones, complicadísimas, agotadoras, estaban a punto de alcanzar un fial feliz. La hija de la señora de la casa (la imaginé en sus veinte años) se dispone a freír papas.

Vierte el aceite en la sartén, generosamente, procurando que las papitas cortadas a la francesa queden totalmente sumergidas. La señora protesta: es el único litro que les queda, falta más de una semana para que se inicie el próximo mes y no hay para comprar más. La hija, cansada de regaños, de penurias, mira a la madre. Levanta el litro de aceite, camina hacia el fregadero y va derramando el líquido hasta su última gota: “Somos millonarios, mami, somos millonarios. Olvídate para siempre de esta cabrona miseria”, y tira el envase vacío al latón de la basura.

A Juan Carlos le encantaron el aceite derramado, el cansancio y el gesto con que la muchacha alcanzaba ese fugaz instante de liberación (¿cuántas veces habría soñado con botar irresponsablemente, porque sí, algo tan imprescindible y mínimo como algunos gramos de aceite de soya, o de girasol, ni siquiera de oliva?), y la perplejidad de la señora, incapaz de concebir que pronto podría tener cajas de litros de aceite almacenadas en su cocina. Yo imaginaba una cocina comedor amplia y humilde, donde la familia suele sentarse a conversar mientras ollas y sartenes bullen sobre un fogón a luz brillante. Juan Carlos y yo vimos a la madre dar las espaldas, desconfida, mascullar alguna protesta contra el gesto de su hija.

Llamé a mamá, le hice recordar las anécdotas que circulaban a su alrededor (a los ochenta y nueve años conserva la memoria de una adolescente). Habló de asambleas en un teatro de la ciudad a las que asistían los posibles herederos, o los que albergaban alguna remota esperanza, me describió a alguien que había sido mi compañera en la secundaria y ahora se encargaba de coordinar las gestiones de los Castiñeiras de Manzanillo, y se pasaba la vida viajando a la capital. La precisión de mamá se deshizo frente a las cifras:

–Dicen que es muchísimo dinero. Que son millones.

–¿Para cada uno? –pregunté.

–Sí, es lo que dicen.

La palabra millones hizo que Juan Carlos desconfiara.

–Eso es lo divertido –respondí.

–Pero estamos rozando lo inverosímil –contestó.

Para dar luz verde al proyecto, Juan Carlos necesitaba poner, al menos, un pie en la realidad. La realidad que encontramos permitió que ambos nos sostuviéramos sobre ella, con pies y manos. Mauricio Vicent, un periodista español asentado en la Isla, había publicado en el diario El País un reportaje acerca del asunto. Vicent comentaba que “La bola de nieve ha crecido al extremo de que se han creado comisiones municipales y provinciales de herederos.

Los delegados de estas han explorado bibliotecas y hemerotecas, consultado abogados y bancos y hasta han tratado de implicar en la investigación al Comité Central del Partido Comunista, al Ministerio de Relaciones Exteriores y al Consejo de Estado de la República de Cuba”, al tiempo que calculaba que el total de los reclamantes estaría entre los veinticinco y veinte mil, y la fortuna, colocada en 1776 en un banco británico al cinco por ciento de interés anual, podría acercarse ya a los trescientos mil millones de dólares.

–Este país nunca ha tenido tanto dinero –dijo Juan Carlos cuando leímos la crónica de El País.

Los parientes de mi vecina Mayra vivían en Yaragüey, un pueblito perdido en los territorios que circundan la ciudad, en esa provincia que los capitalinos llamaban, con cierto desprecio, Habana Campo. Emprendimos el viaje con la convicción de que seríamos muy bien recibidos. Con una película de por medio, la herencia parecería también más real (la ficción apuntalando la realidad). El trayecto desde El Vedado, donde vive Juan Carlos, hasta Yaragüey no demora más de cuarenta minutos, y durante los últimos meses hemos hecho el recorrido dos o tres días por semana: una carreterita estrecha, casi siempre llana, que transcurre entre campos de naranjas o toronjas devastados por plagas, terrenos invadidos por el marabú, palmeras y sauces que indican las orillas de un río o de charcos en los que beben unas pocas vacas escuálidas, alguna arboleda de mangos o aguacates, y en el asfalto huecos que me obligan a manejar en zigzag a sesenta kilómetros por hora.

Yaragüey es de esos pueblos que surgen de repente en medio de las brumas que el sol y la humedad levantan en las sabanas. Como dibujadas al extremo de la carretera, aparecen las primeras casas, aglomeradas, terrosas, y al acercarnos a ellas lo que antes era carretera se convierte en calle, con sus salideros de agua, sus perros y aceras desarboladas por las que solo se camina muy en la mañana o muy en la tarde, cuando las sombras protegen este lado o aquel de la vía.

Al darnos la dirección de su prima, mi vecina Mayra advirtió que nos acercáramos con cautela a su padre. La mujer a quien llamamos Nadia (la derramadora de aceite) tiene más de los veinte años que imaginé en un principio, pero encara la vida con la despreocupación de una adolescente. Flaca, enérgica, de pelos que a veces se decolora hasta un amarillo insultante, vive en las afueras de Yaragüey, al sur, en lo que para nosotros representaba el extremo opuesto. Su apartamento está en el último piso de un edificio feo, homogéneo, supuestamente nuevo.

Decir “en las afueras” es una exageración en Yaragüey: de la iglesia, a cuyo amparo solemos dejar el carro, a la casa de Nadia se camina en quince, veinte minutos. Para llegar al centro del pueblo basta con seguir la calle principal (que, dos kilómetros después, recupera su condición de carretera y continúa hasta otro poblado idéntico a este). Tal calle, como es natural, lleva el nombre de José Martí, y antes fue Real. La disposición del parque, de la iglesia y del sólido edificio que, en su fundación, fue el ayuntamiento y ahora es la sede del Poder Popular, cumplen una regularidad propia de manuales. También en torno al parque se encuentran establecimientos que fueron tiendas o cafeterías y que, salvo uno, permanecen sucios, los cristales rotos o tapiados con cortinas, y en las vidrieras se exhiben solo botas de trabajo, piezas para reparar bicicletas y camisas a rayas.

El único sitio que ofrece algún esplendor es la tienda en divisas, La Shopping, como se le llama en todo Yaragüey, con ese artículo, “la”, que enfatiza su excepcionalidad. El parque está generosamente sombreado por almácigos, framboyanes y ceibas, y sus bancos suelen estar ocupados por muchísimas personas vestidas con camisas a rayas que parecen despojadas de otra obligación que la de mirar, cruzarse algunas palabras, esperar.

Nota:

Fragmento del relato El Cuerno de la abundancia. En: La hoja y el cuerno (Ediciones ICAIC, 2019).