Perfecto amor equivocado

El cine del XXI

Vie, 05/21/2021

Varias obras realizadas a partir del nuevo siglo vuelven sobre el tema. Veamos Lista de espera (2000), nada menos que de uno de los codirectores de Fresa y chocolate, Juan Carlos Tabío, y Perfecto amor equivocado (2004), de Gerardo Chijona, quien, recordemos, en su ópera prima, Adorables mentiras, había introducido cierta alusión a esa tendencia que ha cobrado tanta fuerza en Cuba y en el mundo: la bisexualidad —reprimida en Lista de…, y ya asumida en Perfecto amor…

Lista de espera sumerge a sus personajes en un «sueño compartido» que hace brotar en todos sus personales fantasmas y fantasías —ya sabemos el valor que Freud y otros maestros del psicoanálisis han dado a tales experiencias oníricas, como depositarias de contenidos inconscientes, generalmente inconfesados y hasta rechazados—,1 e impulsa a dos jóvenes varones, que durante la vigilia se han mantenido plenamente heterosexuales, a «empatarse» tiernamente en el sueño.

Perfecto amor equivocado legitima la bisexualidad —tal cual sugiriera Accidente, la cinta inglesa de los sesenta— como algo que incluso no interrumpe una proyección «normal» en la vida —creación de una familia, procreación, etcétera—; pero, comedia «de enredos» al fin, en ella tienen más importancia las circunstancias que van conformando la trama —como esa «rotación» de las parejas—, que el diseño y caracterización de los personajes —personalidad, motivaciones, evolución—, de modo que el tratamiento del tema carece de la profundidad que habría sido necesaria de haber sido otro el tono de la cinta.

En una pieza que también extravió su pulso: Las noches de Constantinopla (2001), Orlando Rojas —quien ya había discursado notablemente sobre «diferencias» y aceptaciones en su ópera prima, Una novia para David (1985)— introduce un personaje que abordaremos con más detenimiento en el acápite siguiente: el travesti, huésped ya nada nuevo en la literatura e incluso el cine internacional desde hacía algún tiempo y del cual nuestro coterráneo Severo Sarduy escribiera que «no copia; simula, pues no hay norma que invite y magnetice la transformación, que decida la metáfora, es más bien la inexistencia del ser mimado lo que constituye el espacio, la región o el soporte de esa simulación, de esa impostura concertada: parece que regula una pulsación goyesca: entre la risa y la muerte».2

Sin embargo, la presencia del travesti en Las noches de… es más bien pintoresquista: aporta color y ritmo al tono hedonístico y la picardía del filme, pero no va más allá. Carece, entonces, de peso específico y presenta una baja densidad diegética y dramática en la trama. De todos modos, es importante su presencia, pues da fe de su realidad dentro del mapa social del nuevo siglo en Cuba y la mirada que se le prodiga no es, en absoluto, peyorativa —muy al contrario: porta esa joie de vivre, ese optimismo y esa «pimienta» por los cuales la película de Rojas brinda—. 

En Bailando chachachá (Manuel Herrera, 2005), cinta ambientada en los años cincuenta, uno de los tres protagónicos sostiene, sin saberlo, una relación con un travesti. Esto resulta significativo por cuanto también se tienden coordenadas de la presencia de esta figura hasta el pasado nacional, y desde entonces, el rechazo social y la persecución policial que la obra revela, esta vez con una connotación de escándalo que, por supuesto, hoy ha disminuido —aunque, lamentablemente, no ha desaparecido del todo—.

De nuevo, lo más interesante en este filme es su indagación en la diferencia, en la otredad que significa el propio personaje enlazado con el travesti, quien aún después de ese affaire exhibe, al menos, una indefinición erótica que parece inclinarlo al bando gay: su pasividad cuando un colega le toma la mano en un bar, la inexistencia de relaciones heterosexuales, la constante referencia del narrador en off a la necesidad de ser auténtico y vivir su propia vida así lo reafirman. Sin embargo, en otro de los abundantes «cabos sueltos» y problemas dramatúrgicos que evidencia Bailando chachachá, el interesante conflicto se diluye, resulta lamentablemente desdibujado y débil.

El personaje reaparece, cierto que con otras connotaciones, en la cinta La noche de los inocentes (Arturo Sotto, 2007). Aquí se trata simplemente de un ardid que, para salir airoso de una circunstancia, utiliza un personaje heterosexual… como también el guionista y director, para sembrar la duda desde los inicios de su comedia de equivocaciones. Sin embargo, justamente el accidente que sirve de motu a toda la trama está dado por una actitud de franca transfobia, conectada a su vez a otra de doble moral: un personaje, que ante el presunto travesti ha manifestado tolerancia o, al menos, indiferencia, le propina una tremenda pateadura cuando un compañero suyo lo conmina a agredirlo para demostrar su «verdadera hombría», según parámetros del más retrógrado heterosexismo.

Dentro de la coralidad en el sistema de personajes que caracteriza la obra de Sotto, encontramos, además —cierto que entre los más secundarios—, un gay, identificado como tal en uno de los desenlaces parciales que revela la comedia, pletórica de sorpresas y mentiras. Aunque la perspectiva autoral es muy positiva, de franca simpatía —el personaje de Susana Pérez habla de huir de su soledad, celebrar la felicidad ajena3 visitando a ese vecino, conversando con él, y una de las veces, celebrando una suerte de boda con un amante—, el episodio se percibe un tanto forzado.

Casa vieja (2010), dirigida por Léster Hamlet —de cuyo guion también es en buena medida responsable, pues lo coescribió junto con Mijaíl Rodríguez—, partió de la obra cuasi homónima de Abelardo Estorino, uno de nuestros dramaturgos imprescindibles, quien la concibió y estrenó a principios de la década de los sesenta. Es un texto, al margen de sus especificidades referenciales, sobre reencuentros, colisiones y fricciones familiares, algo que en el cine cubano posterior a 1959, desde el principio, con mayor o menor grado de acierto, desde un género u otro, se viene abordando —Cuba baila (1962), Lejanía (1985), Cercanías (2005), Polvo rojo (1981), Video de familia, Miel para Ochún (2001), Personal Belongins (2006), La anunciación (2009), …—. La nueva cinta se inserta en este canon con evidente energía, transitando equilibradamente por la cuerda floja que se mueve entre lo (casi) trágico y lo (a ratos) cómico, sin que la dualidad tonal entorpezca el flujo narrativo ni el magma dramático, aportando, en definitiva, una visión no solo sui géneris, sino motivadora y sugerente.

Tras catorce años de ausencia, el regreso de Esteban desde España a Cuba, a su vetusta mansión en un pueblo marítimo —eficaz metonimia de insularidad— mientras su padre agoniza —hasta morir, poco después—, desata poco a poco los demonios de los suyos: todos tienen sus «secretos y mentiras», frustraciones y sueños que empiezan a destapar y hacer desandar a medida que el propio huésped los «escarba», entra en contacto con ellos y los incita, hasta explotar en un clímax que, dosificada y progresivamente, ha ido desarrollando el relato. Una conseguida atmósfera de suspense, la apoyatura en expresivos planos —que se tornan primeros e incluso grandes close ups en los momentos de la catarsis—, caracterizan la puesta, que a la vez se nutre de caracteres sólidamente dibujados.

Hay un aspecto donde, a mi juicio, sí falla la lectura de Léster, y es en la falta de actualización con respecto al conflicto de la diversidad sexual que representa el personaje de Esteban. No olvidemos que Estorino concibió su pieza en la compleja, mas ya lejana, séptima década del siglo pasado: su personaje era cojo, metaforizando «el defecto» que en aquel entonces era, como sabemos, todo un tabú; y si resulta legítima —y hasta convincente— la recontextualización de la historia, había que hacerlo a fondo, en todos sus personajes y motivaciones. Sobre todo, despojando al protagonista de absurdos sentimientos de culpa, de ese sentido vergonzante que, inexplicablemente, Hamlet ha dejado intacto. 

No se concibe que un joven que vive hoy día en el Primer Mundo, imbuido de las conquistas de las minorías sexuales, que incluso defiende la movilidad y lo dialéctico —literalmente, dice: «lo que está vivo, cambia»—, a estas alturas se avergüence de su orientación, casi llore ante el hermano autoritario y dogmático porque «habría querido ser como él», eche de menos la no tenencia de una familia propia —¿dónde quedó la posibilidad, en esos lares, del matrimonio entre homosexuales y hasta de la adopción, si se desea?— y se lamente de no haberle pedido perdón al padre por el nefando secreto. Solo faltó el flagelo literal, el látigo con puntas de escorpión. Resulta contradictorio desde la armazón dramática del personaje y la obra toda, inadmisible entonces, y un retroceso desde el punto de vista de las luchas nuestras por las legitimaciones de los derechos de los gais. Es una reserva importante que tengo contra Casa vieja y que, de veras, lamento, pues, desde el ángulo artístico, la considero un indudable y aplaudible logro.

Notas: 

Uno de los descubrimientos más importantes de Freud es que los contenidos reprimidos del inconsciente burlan la censura de la conciencia y emergen a la superficie durante los sueños, y que recordar fragmentos de los sueños puede ayudar a destapar las emociones y los recuerdos enterrados. Ver Sigmund Freud: La interpretación de los sueños. Edición centenario [1900-2000], Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 2000 (trad.: Jose Luis López Ballesteros y de Torres).

Severo Sarduy: La simulación, Monte Ávila Editores, Caracas, 1982, p. 56.

De cualquier modo, resulta encomiable la asociación que un cineasta heterosexual realiza entre la homosexualidad y la realización humana plena, comoquiera que uno de los lugares comunes que ha sustentado tanto la literatura como el propio cine, incluso en obras firmadas por autores gais (por increíble que parezca) es el sino trágico que se cierne sobre este sujeto, al que se niega de plano la posibilidad de ser feliz tanto erótica como humanamente. Sin ir más lejos, la traducción al español del controversial filme norteamericano Brockback Mountain (Ang Lee, 2005) fue nada menos que Amor imposible, para referirse, no solo de manera cursi, sino unilateral y poco objetiva, a una relación que sí lo fue, aunque terminara (también) trágicamente. Es que para la perspectiva heterosexista, «posible» equivale a casarse y tener hijos, y únicamente así, es entendible el «…y fueron muy felices».