NOTICIA
Despedidas de duelo
La marcha hacia necrópolis convoca la palabra. La apertura es provocada por el conocimiento y la deferencia. ¿El desafío? Lo pide el tono como una conveniencia entre cercanía y circunstancia. En la despedida del duelo, el sentimiento parece vencer a la razón. Y, sin embargo, por más de una razón asistimos para hablar cuando alguien querido se va.
Ahora, las despedidas de duelo como las permanencias al lado de los difuntos en casas, centros laborales y, sobre todo, en funerarias, generan todo tipo de situaciones que, a veces, obvian lo solemne de la situación. Esos contextos para la interacción social, donde el chisme e inesperados chistes ganan terreno, pueden reemplazar al dolor más sentido.
La herencia hispánica ha forjado historia en las despedidas de duelo en Sagua de Tánamo, lo cual, como sabemos, no es solo privativo del territorio holguinero. Pero allí hay autenticidad por tradición. Pese a las críticas, disposición y valor asisten a quienes son llamados para comprometido servicio. Vida y muerte intiman como nunca en los cementerios, ya que se pretende subyugar la quietud que ellos imponen. Nos enteramos por Nadie se va sin despedida (Abdiel Bermúdez, 2018): Holguín fue una ciudad entregada a la erección de camposantos. Aunque, conste que los principales o notables corresponden al pasado republicano.
Termómetro de todo lo expresado con anterioridad, el realizador/guionista tiene el tino de salirse del tono plañidero, pues el superobjetivo de su obra es, en rigor, homenajear con todas las de la ley a los despedidores de duelo. De ahí el acierto de entrevistarlos no solo a ellos, sino a otros testigos que aportan la visión desde afuera. De este modo, advertimos cómo se forman estos peculiares personajes mediante previo aviso de un entierro: “Hay gente que ha tenido problemas y eso hay que adornarlo”, sin pelos en la lengua, lo reconoce un testigo ocular.
Considérese también un momento meritorio en Nadie se va… cuando se muestra interés en el cuestionamiento ético no solo del despedidor, sino del propio muerto, en lo que respecta a, si conviene o no, traer a colación determinados procederes en vida como, por ejemplo, recordar si alguien fue un mujeriego o, en el peor de los casos, un ladrón o un asesino.
Imaginemos una despedida de duelo a un homicida con toda la seriedad que se reclama, echándoseles en cara a familiares y conocidos las malas acciones de aquel. Esto último pudiera ser contraproducente. De todos modos, la ceremonia, ganada o no, importa para asegurarse de que, en efecto, la persona se ha ido para siempre.
Entre la pérdida y el recuerdo, toda despedida de duelo reclama aptitud (facilidad de palabras y sensatez biográfica), si bien podemos reconocer cualidades aparecidas de pronto o añadidos impropios que sorprenden al mismísimo fallecido, quien no quiere tal vez —si pudiera— rebatirlos porque, caramba, ¿quién no desearía haber sido “un paradigma para la sociedad o un valeroso hijo de mengana y de fulano”? No en balde un presente en el documental pide: “Quisiera que se dijeran las cosas como son. Aunque aquí se dicen las cosas como son, pero que no dijeran un ápice de mentira en nada de lo que ha transcurrido en mi vida. Que sea una cosa como debe ser. Quisiera que me despidieran así”.
Es verdad que todo el mundo tiene derecho a ser recordado por lo mejor que creó: obras materiales y espirituales o, sencillamente, por haber vivido (o sobrevivido) con dignidad personal y respeto hacia los otros. Pero, vamos, que la elevación a pedestales hay que ganársela de verdad y no son pocos los que desde hace tiempo tenemos que evocar. Y, claro está, bueno, regular o malo, quien haya vivido no se va sin despedida y el popular complemento “descansa en paz” o “paz eterna”. Muchas gracias.