NOTICIA
Del agua y otros demonios
Aunque niño, no olvido aquel día en que el cine Praga de mi Pinar del Río natal se engalanó para estrenar un filme cubano. Esto era un verdadero acontecimiento, pues aun los títulos internacionales llegaban con notable retraso, de modo que ser elegidos para una premier nacional nos vestía de largo.
Estábamos en 1971 y el suceso en el cine cubano era doble, pues no se trataba de un filme más, sino del primer largometraje cubano de ficción en colores y con sonido directo: Los días del agua, de Manuel Octavio Gómez, realizador que par de años antes había dotado a la cultura cubana de una obra decisiva: La primera carga al machete (1969), no solo una atendible lección histórica, sino con más de un acierto en lo morfológico y lo conceptual.
La elección de la más occidental de las ciudades cubanas para la primera exhibición del filme no era gratuita: los hechos reales en que se basa Los días… ocurrieron en Pinar del Río durante 1936 y giran en torno a Antoñica Izquierdo, una campesina que se atribuía poderes curativos a través del líquido. Seguida por una multitud de creyentes, utilizada por los políticos y especuladores de la época, quienes explotan en beneficio propio el oscurantismo y prejuicios de las masas, terminará finalmente en prisión.
Manuel Octavio logró atrapar el elemento mítico, anclado en la religiosidad popular dentro de sus más primitivas formas que albergaba sobre todo el campo, y lo hace destacando la manipulación que convirtió a la “santa” en instrumento de campañas y mezquinos intereses. En esa imbricación del imaginario mítico-popular y el contexto sociopolítico que constituye la plataforma ideica del filme estriba también su principal mérito.
De modo que el aura de “realismo mágico” define el tono de la cinta. Rodada en escenarios naturales pinareños y de otras provincias (Valle de Viñales. Cayo San Felipe, Soroa, Santa María del Rosario, Remedios y Trinidad), estos se incorporaron al relato sin afanes paisajísticos, sino con una esencial funcionalidad dentro de las coordenadas de la trama. En ello desempeñó un papel determinante la fotografía en colores de Jorge Herrera, como decíamos, primera experiencia en la industria fílmica del patio; el destacado cineasta logró manejar las gamas con sutileza, los claroscuros y las gradaciones de la luminosidad, con lo que captó los contrastes entre la abierta espacialidad rural y los interiores donde se obraban los “milagros” de la protagonista, y parangonó el atraso y la precariedad en que el desgobierno de turno sumía al campesinado mediante la superchería y las ingenuas creencias del lugar.
Hay un evidente cuestionamiento sociopolítico en cuanto a situar los hechos en perspectiva: no existe una crítica a la fe, sino a las condiciones que arrojaban a los muchos que padecían el desamparo y la miseria a abrazar supersticiones como única salida para el intento de resolver sus ingentes y urgentes problemas materiales y espirituales. Se focalizan, entonces, el mito y la religiosidad popular (que en casos como los de la protagonista y tantos de sus seguidores llegan a la locura y el delirio) no solo como esencia de la espiritualidad nacional, sino, sobre todo, como refugio de los más humildes, lo cual devino necesidad histórica.
En tal sentido, sin panfletos, sin discursos explícitos, Los días… realizaba un cuestionamiento sobre la pseudorrepública y sus muchos lastres, vicios y miserias.
El propio Manuel Octavio lo resumía al declarar: “En Los días del agua existe una continuación de la conciencia adquirida, de la indisoluble integración entre la obra artística y la realidad misma; constituye una prolongación de la búsqueda de los valores culturales propios (intento dado en esta ocasión con el empleo de ciertos modos de creación populares, aunque no creo que llegan a satisfacer la totalidad de los propósitos que me había impuesto), de una expresión ideológica nacional, descolonizadora y revolucionaria de nuestra realidad”1.
Quizá el autorreparo del director obedezca al hecho de que el “anecdotismo”, la incidencia en las situaciones puntuales que refleja el relato ocupan en demasía el escenario diegético y con ello obnubilan un tanto el trasfondo político y social al tiempo que conforman las coordenadas ideotemáticas del filme.
Pero no deja de ser una obra conseguida. En ello influyen notablemente otros elementos como la música de Leo Brouwer, que refuerza la impronta realista-mágica del filme mediante un buceo en nuestras raíces campesinas; y la edición de Nelson Rodríguez, atenta al empalme riguroso de las secciones dramáticas, tal y como acostumbraba el destacado cineasta.
No puede olvidarse el acápite actoral, comenzando por el protagónico de Idalia Anreus, quien confiere a su manipulada “santa” el dolor y el delirio, la fuerza de la voluntad en contra del utilitarismo de su entorno.
Una película que pudo quizá llegar mucho más lejos en su estudio y plasmación de realidades que pertenecen a nuestro pasado histórico y permiten entender mucho del presente; pero, aun a 50 años de estrenado, Los días del agua se erige como título imprescindible de nuestra cinematografía.
Referencia bibliográfica:
1 García, J. A. (1999). Guía crítica del cine cubano de ficción. La Habana: Editorial Arte y Literatura, p. 120.