NOTICIA
¡Déjate de intriga!
Los créditos iniciales de La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014) corren sobre unas pictóricas tomas aéreas que registran un intrincado y laberíntico paisaje rural. ¿Qué nos dicen estas imágenes sobre la naturaleza de la trama y el conflicto? Además de la importancia discursiva que reviste la geografía en que es emplazado el relato, uno de los aspectos más relevante de la película reside en la organicidad con que se desarrolla un argumento marcado por el altísimo valor dramático depositado en el desenvolvimiento de la intriga.
La historia nos enfrenta, con un sostenido dominio del tono narrativo, a un grupo de accidentes argumentales muy bien articulados, que se encargan de desbrozar gradualmente un misterio plagado de sinuosidades por todos lados.
Y en efecto, La isla mínima es una cinta resulta con los mejores ingredientes del policíaco y del thriller, además de incorporar con suma coherencia códigos sistematizados por el suspense y el neo-noir. Lo cual se encarga de orquestar un guion y una puesta en escena cargados de sobrecogimientos emocionales, sensaciones de peligro y fuertes tensiones.
Todos estos elementos retóricos están entrelazados no solo con la finalidad de conseguir una trabada relación con los espectadores. La excelente escritura cinematográfica de esta obra está en función, además, de una parábola de sentido mucho más ambiciosa: denunciar los efectos psicosociales derivados del franquismo.
El filme se consagra al proceso de investigación emprendido por dos policías enviados desde Madrid a un pueblo próximo al río Guadalquivir. Encargados de esclarecer la desaparición de dos hermanas adolescentes, se encuentran de súbito inmersos en un problema aún más turbio que involucra a todos los que viven en ese sitio remoto de la España de inicios de los años 80.
Según avanza la trama, vamos conociendo la personalidad de los agentes, cuyas posturas ideológicas opuestas inciden en la actitud con que enfrentan los oscuros acontecimientos; ambos están interesados en resolver el caso, con el objetivo de mejorar su posición en Madrid, pues han sido castigados por comportamientos incorrectos en el cumplimiento de sus labores. De ellos depende el crecimiento del conflicto, consagrado al involucramiento de estos sujetos en el complejo habitus del pueblo.
Pronto, los detectives se encuentran con los cuerpos torturados de las jóvenes, quienes han sido asesinadas y tiradas al río. Entonces se revela un patrón de desapariciones y muertes sobre el que los miembros del lugar prefieren guardar silencio o ignorar. Un comportamiento incómodo, desprendido del ecosistema en que transcurre la cotidianidad del lugar, fuertemente estratificada y sujeta a una estructura de poder que ha instaurado un recio contrato social, que se ve amenazado con la llegada de los policías.
A propósito, esa intriga que se va construyendo a través de una electrizante madeja de sucesos, no plantea un antagonista concreto, físico, localizado en un individuo específico, sino que se corporiza en los obstáculos impuestos por la lógica tácita que domina la dinámica del poblado.
De este modo, La isla mínima hurga en la memoria de España, explora un pasado que todavía pesa en la sensibilidad del país, hasta conseguir un retrato notable de las consecuencias de la dictadura y de sus repercusiones en los supuestos democráticos años 80.
La película alcanza a sopesar —sin caer en el panfleto o la evidencia—, el miedo y la violencia que sobrevivieron después de tanto tiempo de opresión y crimen. Así, se logra materializar una reflexión política sobre un contexto social determinado, en el que pervive una vieja España agonizante —simbolizada en Juan, el policía que fue franquista, quien está aquejado de cierta enfermedad—, al tiempo que se abre paso una sociedad emergente y progresista —encarnada en Pedro, quien, al cabo, termina aceptando un poder que lo trasciende—.
En tal sentido, el final deviene de particular importancia: aunque parece esclarecido el caso, sabemos que a la cabeza de cuanto acontece allí se halla un hombre protegido y libre de culpa gracias a su posición económica y jerarquía política. Con esto, se nos revela una hipocresía civil lamentable, que abraza incluso a los propios protagonistas.
No tengo dudas de que tenemos aquí una de las mejores películas españolas de los últimos años. Si no fuera suficiente con la precisión del guion, se puede añadir la elocuencia de la fotografía y el montaje, consagrados a potenciar no solo la visualidad, que dice mucho de la turbia experiencia existencial de los personajes, sino la riqueza de una puesta en escena que metaforiza a nivel físico la naturaleza de los hechos narrados. Súmese también la organicidad de las actuaciones, sobre todo de los intérpretes principales, quienes dotaron a sus caracteres de una amplia gama de matices histriónicos que densifican la construcción psicológica de sus respectivos roles.
En La isla mínima se advierte, por sus cuatro costados, un certero dominio del lenguaje fílmico y una enorme capacidad para involucrar al espectador en un diálogo inteligente, enfocado en discutir asuntos de importancia medular para la memoria histórica de la sociedad española. Definitivamente, el panorama cinematográfico de ese país tiene en Alberto Rodríguez uno de sus más prometedores cineastas.