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De mambises, ñáñigos, macheteros...
Para su siguiente película de ficción el tándem Díaz Quesada-Santos y Artigas convocó a un concurso de argumentos en el que resultó seleccionado La manigua o La mujer cubana, escrito por Andrés Estévez. Los productores tenían acostumbrado al público al mayor realismo posible en sus películas y, por eso, en las últimas escenas mostraban el hecho histórico ocurrido el 20 de mayo de 1902 cuando en el Castillo de El Morro de La Habana se arrió la bandera española y se izó por primera vez en la fortaleza la enseña nacional.
Para filmar la reproducción de este acontecimiento se obtuvo un permiso especial del Gobierno del General Menocal. En este tiempo ocupaba las funciones de Secretario de Hacienda el Coronel Despaigne, quien a su vez era responsable del faro de El Morro.
Por alguna razón desconocida, Despaigne se negó a que se realizase el cambio de banderas, por lo que tuvo que suspenderse el rodaje planificado, teniendo que acudir nuevamente al Presidente Menocal para que accediera a la solicitud. El gobernante encargó al Coronel Pujol, jefe de la fortaleza de La Cabaña, para que hiciera cumplir su orden. La escena pudo filmarse con todo éxito. Los actores protagónicos fueron Pilar Bermúdez, José Soriano Biosca, Alejandro Garrido y la niña Paquita Murillo.
Su estreno, acompañado por una partitura especialmente concebida por el compositor José Mauri, se efectuó el 24 de noviembre de 1915 y todo parece indicar que, pese al precio de la taquilla de 80 centavos, batió el récord de entrada a la función, al asistir 3225 personas esa primera noche. La manigua o La mujer cubana se considera como la película más taquillera del cine silente cubano.
Sus entusiastas productores declararon que era “el imponderable triunfo de la película nacional: loas a la mujer cubana por su sacrificio en la guerra de independencia” (sic).
Un cronista de El Heraldo de Cuba transmitió sus impresiones de este modo: “El argumento es conmovedor, sin recurrir a efectos de falsa patriotería, ni a situaciones dramáticas sacadas de quicio, desarrollándose la película de asunto cubano dentro de un ambiente de naturalidad y verismo”.
La actividad de Enrique Díaz Quesada y sus activos productores Santos y Artigas no se detiene y ya en el período 1916-1917 está todo dispuesto en Camagüey para la filmación de las escenas de El rescate del brigadier Sanguily, sobre un argumento firmado por Eduardo Varela Zequeira. Los productores y el director-fotógrafo, con el propósito de lograr la mayor veracidad y rigor en la caracterización del personaje protagónico, consiguieron que el Coronel Julio Sanguily —hijo del brigadier asistente del Mayor Ignacio Agramonte en la guerra de los diez años— les prestara el aparato ortopédico que utilizara su padre en la vida real. La película fue estrenada en el Teatro Payret el 9 de enero de 1917.
Esta anécdota describe las expectativas provocadas por cada nueva película cubana: en una función dominical del cine París, ubicado en la Calzada de La Ceiba y Puentes Grandes, cercano a varias industrias como la Papelera Cubana, La Tropical, La Polar y varias fábricas de galletas y chocolate que entre sus trabajadores contaban con muchos inmigrantes de procedencia española que, asentados en la Isla, asistieron, por supuesto, a la exhibición de El rescate del brigadier Sanguily. El “gallinero” estaba atestado de público. De un lado estaban sentados los españoles y del lado opuesto los cubanos. Hasta la mitad de la proyección todo parecía rutinario, pero al llegar la escena en que las tropas mambisas perseguían a las españolas se escuchó un grito proferido con el peculiar acento de que: “¡Los españoles no corrían así!”. El cronista relata la atmósfera reinante:
“Enardecidos los ánimos, al poco rato aquello no era un teatro. Aquello se tornó una babel ensordecedora. Los cubanos la emprendieron a piñazo limpio con los españoles y estos a trompadas con los cubanos, al extremo que hubo que encender las luces del teatro y la policía desalojar el salón, con una balanza de varios heridos de ambos bandos y un sinnúmero de lunetas rotas y bancos de tertulia levantados y echados al patio de lunetas. Aquella función se había convertido en campo de Agramonte”.
El Ayuntamiento de La Habana condecoró a los productores Santos y Artigas con una medalla de oro por promover la realización de un filme fidedigno a la historia de Cuba como El rescate del brigadier Sanguily.
En su novela testimonial Gallego (1983), el escritor Miguel Barnet reproduce entre las vivencias del personaje del inmigrante Manuel Ruiz la ocasión en que se pagó el cine con el primer sueldo recibido como peón de albañil:
“Tiraban una película de guerra y de patriotismo. Se llamaba: El rescate del brigadier Sanguily. Y la exhibía el circo Santos y Artigas. Hasta el presidente Mario Menocal le había dado el visto bueno en su gobierno. Era una gran película. Todo se veía clarito, aunque muy rápido. Las figuras parecían que iban volando y no a trote de caballo. Era un movimiento muy agitado de cabezas y piernas. Salimos de allí mareados Gundín y yo. Él hasta se impresionó un poco con los tiros. No se oían, porque todo era mudo, pero se veía el humo. Y como disparaban hacia las lunetas... Era una cosa fantástica ver el polvo de las calles de cocó que se levantaba cubriendo la pantalla. Y los sombreros de los jinetes por el aire. Todo allí, sin salirse del marco.
Más tarde vi otras de aventuras, de amores, como las del cine Campoamor y Olimpic, y también de patriotas cubanos contra los oficiales y quintos recién llegados. Exageraban un poco porque siempre ganaban los cubanos con la carga al machete. Pero el cine es fantasía como los libros. El cine es el libro del porvenir, digo yo”.
El “padre de la cinematografía nacional”, como llamaban con frecuencia a Díaz Quesada en la prensa, asumió idénticas responsabilidades en La hija del policía o En poder de los ñáñigos, filmada en 1917. Su argumento se basaba en una historia de ñañiguismo y puede conceptuarse como el primer intento de acercamiento del cine nacional al folklor afrocubano. Sus intérpretes fueron: Consuelo Álvarez, Sergio Acébal, Mariano Fernández, Luisa Obregón, los hermanos Plaza y Eloísa Trías. Su estreno se efectuó también en el Payret el 1º de agosto del mismo año.
A juzgar por los títulos de las películas realizadas por el consorcio Díaz Quesada-Santos y Artigas puede deducirse el marcado carácter social y nacionalista de toda su producción. Su siguiente filme subraya este interés: en El tabaquero de Cuba o El capital y el trabajo (1917) Díaz Quesada vuelve a desempeñar simultáneamente las labores de realizador y fotógrafo para poner en pantalla un argumento concebido por
Pablo Santos en el que los personajes fueron asignados a Regino López, Blanca Lora y Manolo Adams. Su estreno se produjo el 7 de enero de 1918.
Durante el intenso año 1917 el equipo acomete también el rodaje de La careta social, sobre otro argumento de Santos, decidido a probar su suerte como guionista, sin abandonar sus funciones de productor junto a Jesús Artigas. Los protagonistas fueron los hermanos Corio, Consuelo Álvarez, Santiago García, Claudio García y Juan Antonio Macedo. Fue estrenada en el teatro Payret el 12 de abril de 1918.
En otra demostración del frenético ritmo productivo, entre 1918 y 1919, filmaron La Zafra o Sangre y Azúcar sin escatimar gastos en aras de la posible competencia con cualquier producción extranjera. Al prolífico dramaturgo Federico Villoch se le confió la escritura de un trágico argumento situado en “los umbrosos cañaverales de Bolondrón”, donde el idilio de un humilde trabajador con la hija del hacendado es interrumpido por un millonario norteamericano con quien es forzada a casarse. En los créditos, como fotógrafo y director, además de encargarse generalmente del revelado e impresión, figura como siempre el más prolífico de los cineastas cubanos de esta época: Enrique Díaz Quesada.
El reparto lo conformaron Yolanda Farrar, Regino López, Sergio Acébal y Enrique García Cabrera. En un intento por acentuar “su valor patriótico”, para el estreno en el teatro Payret de esta “cinta de tema sugestivo, de bellezas fotográficas y de interpretación buena”, como la calificaron sus propios productores, que invirtieron cuantiosos recursos, escogieron la víspera del 20 de mayo de 1919. Alberto Ruiz, cronista social de El Mundo comentó: “Se anotaron un nuevo triunfo al presentar tan valiosa joya de la cinematográfica nacional” (sic).
Pese a estas encomiables tentativas de un cine de temática social, el público reclamaba una continuación de La hija del policía o En poder de los ñáñigos y Enrique Díaz Quesada se vio forzado por los astutos productores a satisfacer tales expectativas. Mientras filmaba en 1919 La brujería en acción, en la que uno de los personajes principales era caracterizado por Sergio Acébal, acompañado por Consuelo Álvarez, Mariano Fernández y Pancho Bas —también comediantes del Teatro Alhambra— ocurrió un divertido incidente que por poco le cuesta la vida al conocido “negrito” del teatro vernáculo cubano; cierto día en que Díaz Quesada había escogido como locación un pequeño cerro detrás de Guanabacoa para rodar en exteriores una escena en que Acébal —maquillado como un negro— forcejeaba con una muchacha en un intento por raptarla con el objetivo de inmolarla como un sacrificio a “Boogos”, un dios imaginario. El director, que utilizaba esta vez un ayudante de cámara, se encontraba con sus dos asistentes en una de las laderas del cerro, casi al terminar la pendiente, de modo que al encuadrar hacia arriba podía hacer aparecer la pequeña elevación como toda una montaña sobre cuya cima se debatía la muchacha en brazos de su negro raptor. Pero dejemos que un cronista evoque la curiosa anécdota:
“¡Cámara!, grita Díaz Quesada y la película comenzó a rodar… De buenas a primeras Acébal, que ya había cargado a la muchacha y trataba de bajar cerro adelante, deja caer a la joven y se queda parado como una estaca. ‘¿Qué pasa?’, pregunta Díaz Quesada, mandando parar la cámara y saliendo en pos del negro. ‘Nada —dice Acébal— mira para el otro lado y verás’: Efectivamente, del lado opuesto salían dos guardias rurales, los cuales al ver la actitud del negro queriendo matar a la muchacha y no habiendo visto la cámara de tomar películas, porque se hallaba del otro lado, tomaron en serio el asunto y le habían dicho a Acébal: ‘¡Manos arriba o lo cosemos a balazos!’”.
A propósito de su clamoroso estreno el miércoles 7 de enero de 1920 en el teatro Payret —el “Rojo Coliseo de los Saaverio”, como por aquel entonces se le dio en llamar y donde se exhibieron casi todas las obras de Díaz Quesada—, la prensa escribió sobre La brujería en acción: “Escenas de palpitante actualidad, que conmovieron profundamente a todos los elementos sociales, por la nota trágica que en ellas prevaleció, aparecen en esta película, en la cual se dan a conocer también bailes y ceremonias del africano rito”.
Con La brujería en acción los productores Santos y Artigas, sin dejar de ser propietarios de varios cines diseminados en el territorio nacional, se retiraron del riesgoso negocio de producción de cine cubano para consagrarse con mayor ahínco a su afamado circo, que desde su fundación en 1916 llegaría a ser el más popular de los años republicanos. La ruptura del consorcio no detuvo a Díaz Quesada en su afán de llevar adelante la cinematografía nacional y con la producción un poco más ordenada decidió seguir adelante y, con los resultados de un concurso de argumentos, organizó la filmación de lo que pasaría a la historia del cine cubano como la primera y única serie en diez episodios realizada en la Isla: El Genio del Mal (1919-1920).
Intentaba explotar los seriales franceses y norteamericanos que se habían impuesto en el gusto popular en las tandas de los cines. Aunque Enrique Díaz Quesada volvió a asumir la doble función de director–fotógrafo, el productor en esta oportunidad fue Esteban Ramírez —Santos y Artigas se reservaron el papel de distribuidores— y contó con las actuaciones de María Luisa Santos, José Fuentes Duany y José Maghetti. Se estrenó con gran éxito de taquilla el 8 de noviembre de 1920 en el teatro Campoamor (antiguo Albisu), situado en el edificio de los asturianos frente al Parque Central. Ocho meses antes, su cartelera había estado ocupada por la promoción de Realidad, que marcaba el debut del novel Ramón Peón.
En su sección “Cinematográficas” de la revista Bohemia, el cronista Arístides Pérez Andreu escribió con evidente exaltación: “El Genio del Mal es uno de los más trascendentales acontecimientos cinematográficos de la época actual, en que la cinematografía nacional comienza a evolucionar rápidamente después de atravesar una etapa en que por distintas causas parecía peligrar y estacionarse. Díaz y Ramírez, que fueron los primeros en hacer películas cubanas, venciendo los múltiples obstáculos que obstruían sus loables ideales, son los que hoy figuran a la cabeza de uno de los más legítimos orgullos nacionales”.
Como “el mejor film que se ha impreso en Cuba” fue calificado en su estreno, el 7 de abril de 1921 en la Función de Moda del teatro Campoamor, Frente a la vida (1921), que volvió a contar con el financiamiento de Esteban Ramírez para la puesta en pantalla de un tema sobre “la lucha de clases”. Un reportero reseña en estos términos ese “histórico jueves para la cinematografía cubana”: “(...) Pasando las primeras escenas, en la sala no se sentía más ruido que el casi imperceptible de los aparatos de ventilación. Todos los espectadores estaban pendientes del lienzo, del argumento de la película y de la belleza de los paisajes tan sabiamente tomados por el lente.
En algunos de estos últimos se sentía en la sala el murmullo característico de cuando las cosas agradan en el teatro. Al final aplaudieron todos, los de luneta, los de los palcos, los humildes que ocupan las localidades altas, que son los aplausos que más agradan al artista, porque sabe que aquellos son siempre sinceros, pues allí reside por lo general la verdadera afición: “los que van a ver y a sentir no a pasar el rato”.
Los personajes de Frente a la vida, todo un entretenido dramón en el que una madre y una esposa acuden a una carretera donde asesinaron al hijo y al marido, respectivamente, fueron interpretados por Martha D’Arcy, Alex W. Renée, José Artecona, José Maghetti y la niña Josefa Berrio. Con posterioridad se exhibió en los cines Olimpic, Gris, del Vedado y en el Fausto.
Para su cinta de seis rollos ¡Alto al fuego! (1921), el incansable realizador y fotógrafo sumó como productor a Tomás Portolés, uno de los iniciadores del negocio de distribución de películas en Cuba con la colaboración de Enrique Perdices —el hermano de Antonio, el futuro “Valentino cubano” de El veneno de un beso (1929), a las órdenes de Ramón Peón—.
Esta “superproducción nacional que reviste todas las características de un film producido en cualquiera de los talleres de los más famosos en los Estados Unidos”, como la promoviera la revista Civilización, fue una versión de la “comedia patriótica” Con todos y para todos, de Ramón Sánchez Varona, con una trama que recreaba hechos de la guerra de independencia. Juan Díaz Quesada se desempeñó como fotógrafo y su hermano multiplicó sus funciones esta vez como editor.
“Como adelantan estos entusiastas que se iniciaron ayer en el arte de Griffith”, expresó el crítico e historiador Enrique Agüero Hidalgo al referirse a las interpretaciones de Marina Cabrera, Concepción Pau, Sarita González y José Artecona como el villano. Un reportero de la filmación que entrevistara al cineasta en pleno rodaje escribió: “Cuando este comenzó a filmar vestía pantalones cortos”.
(Tomado de La Jiribilla, 2002)