NOTICIA
Cuarenta años después
La invitación del compañero Abel para leer hoy estas líneas, al mismo tiempo me ha honrado y perturbado, y supongo que ambas cosas se entienden con facilidad. Lo menos que puedo decir es que, aunque me enorgullece la solicitud, no me resulta fácil hablar aquí cuarenta años después de haberlo hecho el compañero Fidel, cuando, luego de tres días de reuniones entre miembros del Gobierno Revolucionario y un grupo de escritores y artistas, él pronunció el fundamental discurso suyo que sería publicado con el título Palabras a los Intelectuales: si bien, como sabemos, dichas Palabras no se referían a los intelectuales en su conjunto (de cuya naturaleza y diversidad nos enseñaría tanto Antonio Gramsci), sino a esa zona de los intelectuales formada por escritores y artistas. Reiteradamente Fidel habla en su discurso “de los artistas y de los escritores”, o de “los artistas y los escritores cubanos”, añadiendo más adelante un distingo entre “todos los escritores y artistas revolucionarios, o [...] todos los escritores y artistas que comprenden y justifican a la Revolución”, y “los escritores y artistas que sin ser contrarrevolucionarios no se sienten tampoco revolucionarios”. Y si alguna vez menciona a “un artista o intelectual”, o a “un artista o intelectual mercenario, [...] un artista o intelectual deshonesto”, no parece que en estos casos se trate de sinónimos: la disyuntiva apunta más bien al señalamiento de quienes desempeñan tareas afines, pero no idénticas. Y refiriéndose a sí mismo, dirá con modestia: “nosotros, que hemos tenido una participación importante en esos acontecimientos [los propios de la gestión revolucionaria], no nos creemos teóricos de las revoluciones ni intelectuales de las revoluciones.” Sin embargo, para Gramsci los dirigentes políticos son también sin duda intelectuales, por supuesto de un tipo particular, criterio que comparto, como tantos otros del gran revolucionario italiano.
Una de las primeras cosas que se me ocurrieron al comenzar a esbozar estas líneas fue que en aquellas tres reuniones de junio de 1961, memorables para los que tuvimos el privilegio de participar en ellas, no hubiera podido estar presente nuestro ministro de Cultura, pues (quizá por desdicha) no había allí niños ni niñas de diez u once años, que es la edad que a la sazón tenía Abel. Otro tanto puede decirse de quienes también nacieron, como él, en el nutrido 1950. Por ejemplo, el presidente de la UNEAC, Carlos Martí; el de la Asociación de Escritores, Francisco López Sacha; el de la de Artistas Plásticos, José Villa, sin el cual John Lennon no tendría su estatua meditabunda en un visitado parque de El Vedado; el del ICAIC, Omar González; mi compañero de aventuras en la revista Casa de las Américas, Luis Toledo Sande; otros artistas y escritores de la jerarquía de Roberto Fabelo y Senel Paz. Añádase que en las cuatro décadas y pico que median entre las vísperas de los 40 y los comienzos de los 80 del pasado siglo nació la gran mayoría de quienes son hoy escritores y artistas cubanos (incluyendo desde luego a los actuales miembros de la Asociación Hermanos Saíz), y a ellos, a causa de su edad, no les fue dable ir a las reuniones de junio de 1961. Con raras excepciones, como la de quien acaso fue el más joven de los asistentes, Miguel Barnet, quien no obstante tendría que esperar aún dos años para publicar su poemario inicial. Digamos, para no fatigar con nombres, desde gentes como Eduardo Heras León, Nancy Morejón o Silvio Rodríguez, hasta gentes como Kcho, Elsa Mora o Rolando Sarabia. No pocos y pocas (como me consta directamente en un caso que ustedes adivinarán, pues su madre y yo la dejábamos en su cuna para venir a las reuniones) tenían apenas unos meses entonces, y muchas y muchos nacerían después. No en balde nos separan ocho lustros del acontecimiento que hemos venido a conmemorar. Y como no tiene demasiado sentido que me dirija a los sobrevivientes, ya más bien escasos, de quienes estuvimos en la Biblioteca Nacional aquel junio de 1961 y hemos formado nuestro criterio, hablaré sobre todo para los más, aquellos que saben de los acontecimientos por versiones, a menudo harto diversas, que les han llegado. El discurso de clausura de Fidel ha sido leído con frecuencia, y sin duda seguirá siéndolo. También ha sido objeto de numerosos comentarios, de algunos de los cuales me valdré. E incluso se lo ha citado sin habérselo leído, o alterando sus líneas, o desgajándolas del conjunto, con las intenciones por lo general aviesas que se supondrá. Para apreciarlo debidamente, no sólo es imprescindible remitirse a él con fidelidad, sino que es útil recordar los contextos en que se produjo: contextos que no son siempre círculos concéntricos, y a menudo se mezclan entre sí.
En primer lugar, el discurso fue precedido por un número grande de intervenciones de escritores y artistas. Tales intervenciones, improvisadas como lo sería el discurso de Fidel, no se han publicado aún (ni siquiera sé si existen grabaciones o transcripciones suyas), y los asistentes que quedamos conservamos recuerdos cada vez más desvaídos de ellas, sin excluir las propias: al menos, esa es mi experiencia. Sin embargo, Fidel las comenta a cada rato en sus Palabras, que probablemente ganarían de conocerse con precisión a quiénes o a qué se refieren en cada caso. Al evocar treinta años después tales experiencias, Graziella Pogolotti dijo con vivacidad:
Hoy, sentada aquí, de este lado, no puedo dejar de recordar aquellos días intensos, en que pasábamos juntos las horas, en este mismo local, en un agitado y controversia! desorden, donde se dijeron cosas profundas, cosas brillantes, cosas que no lo eran tanto, como ocurre siempre cuando muchos hablan. Recuerdo que entrábamos y salíamos, que conversábamos por los pasillos, que nos veíamos allá abajo, en el sótano y en la cafetería, donde proseguían el diálogo y el debate.
En segundo lugar, lo que en lo inmediato provocó aquellas reuniones fue el hecho, sobredimensionado, de haberse impedido la exhibición de un documental. Yo no me encontraba entonces en el país, sino en la hoy inexistente República Democrática Alemana, adonde había ido para asistir a un congreso de escritores. Era la primera vez que visitaba un país llamado socialista de Europa, y ello despertaría en mí inquietudes en las que no voy a detenerme ahora. Me limito a decir que durante mi ausencia se celebró en la Casa de las Américas una reunión de escritores y artistas para abordar la cuestión del documental. Tal reunión, que sólo conozco de oídas, resultó un preludio de las que ocurrirían algún tiempo después en la Biblioteca Nacional, esta vez con la presencia también, ya aludida, de miembros del Gobierno Revolucionario. Pero estas últimas reuniones iban a tener lugar de todas maneras, tarde o temprano. Era algo previsible, y Fidel lo aclaró sin ambages al decir: “esta discusión [la de junio de 1961] —que quizás el incidente a que se ha hecho referencia aquí reiteradamente contribuyó a acelerar—, ya estaba en la mente del Gobierno”.
Abultar aquel incidente, como a menudo se ha hecho casi siempre con mala sangre, no es apropiado. Pero tampoco lo es pretender esfumarlo. Lo justo es hacer mención de él, y tratar de darle una explicación. Contamos en este sentido con un testimonio excepcional: el de uno de los protagonistas de la vida cultural en la Cuba revolucionaria, Alfredo Guevara, presidente del ICAIC al ocurrir dicho incidente, quien ha asumido su responsabilidad, y aportado sus razones, en entrevista publicada en La Gaceta de Cuba en diciembre de 1992. En aquella ocasión, el entrevistador le planteó:
En un clima de intensos debates ideológicos, la realización del documental PM en 1961 desató una polémica que desembocó en su prohibición por parte de la Comisión de Estudio y Clasificación de Películas, considerándola “nociva a los intereses del pueblo y su revolución”. A la distancia de 30 años, ¿cuál es su punto de vista sobre aquella decisión?
Aunque la respuesta de Alfredo fue muy extensa, y por descontado polémica, es útil recordarla en su totalidad. Hela aquí:
De aquel instante quedan la noticia lejana y confusa, las interpretaciones diversas, lo que han dicho algunos protagonistas, y nuestro silencio.
PM no es PM. PM es Lunes de Revolución, es Carlos Franqui, es una época convulsa y de extremas contradicciones en que participaban múltiples fuerzas.
No creo que PM merecía tanto revuelo, y la reacción del naciente ICAIC fue muy matizada. De acuerdo con el texto de su pregunta quedamos reducidos a una simple, calculada y también graduada prohibición. Pero convendría recordar que en esos días se esperaba ya el ataque armado y que por todas partes se emplazaban ametralladoras y antiaéreas. Que el pueblo todo se movilizaba para repeler la agresión y que el espíritu guerrillero y de combate estaba en su más alto grado de exaltación. No soy ajeno al mundo que recoge PM. Titón, Guillermo Cabrera Infante y yo, con Olga Andreu y alguna que otra vez con Billo Olivares, estuvimos en El Chori, un cabaretucho de la playa que impregna con su experiencia el hilo conductor del documental; los bajos fondos, la embriaguez (y la mariguana), la música quejumbrosa que acompaña al alcohol y el abandono de sí mismo.
Pero la revolución abrió un abismo en aquel grupo de amigos; unos quedaron indiferentes ante la conmoción transformadora que se desencadenaba, para ellos no pasaba de ser un trastorno bananero que perturbaba sus vidas; para otros era la culminación potencial de la independencia nacional. Reduces el tema a PM. Tengo las de perder ante el audaz periodista. Prohibir es prohibir; y prohibimos. No entraré en los detalles pero sí diré que el film quedó en manos de sus autores, y que cuando salieron pudieron llevárselo. Lo que no estábamos dispuestos, y era un derecho, era a ser cómplices de su exhibición en medio de la movilización revolucionaria. A ellos parece que les sucede lo que a nosotros con El Mégano, prefieren cultivar el mito y dejar la obra en la oscuridad. Fue el ICAIC quien la presentó recientemente en el Centro Georges Pompidou, en París, en un panorama “casi” exhaustivo del cine producido en Cuba.
Si ahora, en las condiciones actuales, me tocara aprobar o prohibir PM, simplemente dejaría que siguiera su curso porque aunque las circunstancias no nos son favorables, no vivimos un instante de tensión y exaltación; y tampoco yo lo vivo de aquella manera. Pero si combatiente revolucionario volviéramos —y eso ya sabes que no es posible— treinta años atrás, no vacilaría seguramente en enfrentarme a los que comenzaron a usar todos los medios de comunicación para servir a su objetivo, el de Franqui en la época: impedir el socialismo. Acaso PM no sería la chispa, pero una chispa habría; y treinta años después alguien, ahora, preguntaría no qué estaba sucediendo contextualmente en el país, sino [si] la chispa era o no apagable con este u otro método.
Aquel grupo, persecutor de Alejo Carpentier y Alicia Alonso, de Lezama Lima y de todo el Grupo Orígenes, no salió triunfador. Por eso es catalogado factualmente como “la víctima”, pero no estamos, amigo entrevistador, revisando una historia de ángeles. Sé que estas palabras pueden ser sospechosas de pasión. Pero en estos días me divierto leyendo el Herald de Miami. En sus páginas el periodista ya de aquellos tiempos Agustín Tamargo, y tras él otros exiliados nada revolucionarios, recuerdan a Carlos Franqui y Guillermo Cabrera Infante su historia de persecutores intolerantes; y no callan casi nada. Le haré llegar copia de esta polémica. Tal vez le resulte más creíble que mis palabras. Y lo digo porque las suyas reflejan cuando menos poca información. Las inquisiciones son muchas. Pero sólo quedan como tales las que producen víctimas. De aquellos victimados sálveme Dios.
El periódico Revolución, dirigido por Carlos Franqui, era órgano del Movimiento 26 Julio; y Lunes de Revolución, dirigido por Guillermo Cabrera Infante, su suplemento cultural. En consecuencia, no podían aparecer como más oficiales. Con posterioridad a las reuniones de 1961, tanto Franqui como Cabrera Infante, consecuentes con la conducta denunciada, abandonaron el país y se desenmascararon como contrarrevolucionarios viscerales. Pero, si bien no es este el momento de dilucidar la cuestión, hay que decir que, a pesar de oportunismos políticos y mezquindades de varia índole, no todo lo publicado en el periódico ni en su suplemento era desdeñable. Sin duda hubo valores positivos en uno y otro que el tiempo, ese autor por excelencia de antologías de que habló Borges, se está encargando de poner en su sitio. Parte de la propia obra literaria de Cabrera Infante tiene méritos, aunque él sea un resentido calumniador de oficio y beneficio. En todo caso, importa subrayar que las reuniones de junio de 1961 y el discurso de Fidel, cuyo cuadragésimo aniversario celebramos, estuvieron lejos de agotarse en la querella en torno a PM: querella ciertamente de raíz política, como ha explicado Alfredo.
Y político, en el más amplio sentido de este término, fue el contexto mayor en que estuvieron situados aquellos acontecimientos. Pues ese contexto era la Revolución Cubana que había llegado al poder, tras combates heroicos, en enero de 1959. Quizá hoy para muchos sea difícil comprender en plenitud el clima de esperanza, fervor y lucha que entonces se vivía, aunque es bien conocido el conjunto de hechos históricos desencadenados a raíz de aquella fecha. Baste recordar que en abril de 1961 había sido derrotada en sesenta y seis horas la invasión enviada por el imperialismo estadunidense; y que la víspera de iniciarse dicha invasión Fidel había proclamado el carácter socialista asumido por nuestra Revolución. Además, ese año 1961 se estaba llevando a cabo la extraordinaria campaña que erradicaría el analfabetismo de nuestro país, e iba a constituir una realización cultural de primera magnitud.
Sin embargo, para numerosos escritores y artistas de izquierda, no sólo en Cuba sino en todo el mundo, un fantasma lo recorría: el de esa monstruosa deformación encarnada en el realismo socialista, que causara incalculables daños en países que se decían socialistas y aún más allá de ellos. No me gusta patear a un mulo muerto, ni dejo de reconocer virtudes en el país nacido de la gran Revolución de Octubre de 1917, ni de agradecer la ayuda material que prestó a nuestra Revolución sobre todo en sus difíciles momentos iniciales. El haber contribuido decisivamente a la derrota del nazifascismo, menos de veinte años antes de 1961, fue sin duda una de las virtudes mayores de la Unión Soviética. Pero los graves errores políticos, las arbitrariedades y las deformaciones intelectuales que acabarían por dar al traste con aquel grandioso experimento ofrecían a los escritores y artistas un rostro particularmente cercano en el realismo socialista, del que se ha dicho que tenía, entre otros, dos defectos ostensibles: no ser realista y no ser socialista. Su fantasma es el que explica la reacción de tantos ante el fenómeno sin duda menor de PM. Declarada socialista nuestra Revolución, lo que no podía sino llenar de júbilo a cuantos desde la más temprana edad nos considerábamos socialistas, así fuera por la libre, no parecían enteramente desencaminadas ciertas inquietudes ante el hecho de que la más joven de las revoluciones de ese carácter en el planeta pudiera incurrir en errores similares a los que habían dañado, en este campo, a los otros países que se decían tales, siguiendo el mal ejemplo soviético.
Resulta más que comprensible la reacción de Fidel ante preocupaciones expresadas por varios de los asistentes a las reuniones. Como figura principal de una revolución que había mostrado una y otra vez su originalidad, su independencia, su autoctonía, la sorpresa de Fidel ante dichas preocupaciones era bien explicable. Pero al menos algunas de ellas no dejaban de tener razón de existir, desde una perspectiva que tomara en cuenta numerosas experiencias de otros países. Cuatro años después de 1961, en El socialismo y el hombre en Cuba, el Che iba a escribir:
Se busca entonces la simplificación, lo que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios. Se anula la auténtica investigación artística y se reduce el problema de la cultura general a una apropiación del presente socialista y del pasado muerto (por tanto, no peligroso). Así nace el realismo socialista sobre las bases del arte del siglo pasado.
Pero el arte realista del siglo xix también es de clase, más puramente capitalista, quizás, que este arte decadente del siglo xx, donde se transparenta la angustia del hombre enajenado. El capitalismo en cultura ha dado todo de sí y no queda de él sino el anuncio de un cadáver maloliente; en arte, su decadencia de hoy. Pero ¿por qué pretenderbuscar en las formas congeladas del realismo socialista la única receta válida? No se puede oponer al realismo socialista “la libertad”, porque esta no existe todavía, ni existirá hasta el completo desarrollo de la sociedad nueva; pero no se pretenda condenar a todas las formas de arte posteriores a la primera mitad del siglo XIX desde el trono pontificio del realismo a ultranza, pues se caería en un error proudhoniano de retorno al pasado, poniéndole camisa de fuerza a la expresión artística del hombre que nace y se construye hoy.
En sus Palabras de 1961 Fidel afrontó la cuestión candente que ya le habían planteado (dijo) visitantes como Jean Paul Sartre y C. Wright Mills, al decir: “El problema que aquí se ha estado discutiendo y vamos a abordar, es el problema de la libertad de los escritores y artistas para expresarse.” Y más adelante:
Se habló aquí de la libertad formal. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que se respete la libertad formal. Creo que no hay duda acerca de este problema. La cuestión se hace más sutil y se convierte verdaderamente en el punto esencial de la discusión cuando se trata de la libertad de contenido. Es el punto más sutil porque es el que está expuesto a las más diversas interpretaciones. El punto más polémico de esta cuestión es si debe haber o no una absoluta libertad de contenido en la expresión artística. [...]
Permítanme decirles en primer lugar que la Revolución defiende la libertad; que la Revolución ha traído al país una suma muy grande de libertades; que la Revolución no puede ser por esencia enemiga de las libertades; que si la preocupación de alguno es que la Revolución vaya a asfixiar su espíritu creador, [...] esa preocupación es innecesaria, [...] esa preocupación no tiene razón de ser.
Como carece de sentido, no obstante la tentación grande de hacerlo, que continúe citando textualmente de aquellas Palabras, me limitaré a las líneas que en cierto modo resumen lo esencial del texto:
dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada. Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir, y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie, por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la nación entera, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella.
Creo que esto es bien claro. ¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho.
Naturalmente que estos juicios, como casi cualesquiera otros, son susceptibles de más de una interpretación, y así ha ocurrido en este caso. Me cuento entre aquellos para quienes “dentro de la Revolución”, lejos de ser un llamado a la obsecuencia, incluye la crítica, desde perspectivas revolucionarias, de los que se estimen conflictos o errores en que hemos incurrido. Es algo que ejemplifican filmes de nuestro admirable cineasta de ficción Tomás Gutiérrez Alea como Memorias del subdesarrollo, La muerte de un burócrata o Fresa y chocolate. Por cierto, no está de más recordar que este artista rebelde secundó en su intervención de junio de 1961 la medida tomada por el ICAIC en cuanto a PM.
Una de las primeras consecuencias de las reuniones de junio de 1961 y del discurso de Fidel fue el cese de la publicación de Lunes de Revolución y la convocatoria a un amplio y movido congreso que se celebró en agosto de ese año, y de donde nacería la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). A su frente se encontró desde el primer momento Nicolás Guillén, junto a un Secretariado de escritores y artistas cuyo promedio de edad era bajo. Entre sus integrantes, Lisandro Otero y José A. Baragaño tenían veintinueve años; yo, treinta y uno. Las Palabras a los Intelectuales iban a ser la línea rectora de la flamante institución, es decir, el sentido de unidad, la amplitud de criterios estéticos, el rechazo a todo dogmatismo o sectarismo, el carácter multigeneracional. Pronto empezó a dar forma a sus publicaciones periódicas, que verían la luz al año siguiente: La Gaceta de Cuba y la revista Unión. En ambas desempeñaría papel capital Guillén, acompañado en La Gaceta sobre todo por Lisandro; y en Unión por Alejo Carpentier y por mí, a quienes se uniría José Rodríguez Feo. A fin de abreviar estas líneas (pues los cuarenta años de la UNEAC merecen trabajo aparte), transcribiré, como mero ejemplo, en su orden de aparición, la lista de autores que colaboraron en el primer número de Unión: Carpentier, Navarro Luna, Labrador Ruiz, Lezama Lima, Piñera, Fayad, Nivaria Tejera, Marinello, Martínez Estrada, Augier, Ardévol, Portocarrero, Feijoo, Baragaño, Díaz Martínez, Lisandro, Rodríguez Feo, Rine, Loló de la Torriente, Graziella. También había unos versos míos. Y como “Documento”, la “Segunda Declaración de La Habana”.
Fechada en París el 21 de septiembre de 1967 (es decir, cuando aún no se vislumbraban la desaparición del llamado campo socialista europeo y la implosión de la Unión Soviética), recibí una carta que era testimonio elocuente de la enorme trascendencia de aquel texto de Fidel. La carta era del firme comunista y amigo de los países socialistas que fue Juan Marinello, quien me escribió allí: “He creído siempre que el discurso del compañero Fidel en 1961, dirigido a los intelectuales, tiene un relieve capital: nos salvó de caer en los feroces dirigentismos que ensombrecieron en otras latitudes la tarea creadora.” Si así opinaba una criatura como Marinello, se comprende fácilmente lo que el discurso implicó para muchísimas otras personas, para el destino de la vida cultural de la Cuba revolucionaria.
Pero aquel mismo 1967 nuestra realidad histórica comenzó a variar, y no para bien. En octubre de ese año fue asesinado el Che, y con tal asesinato, que hizo posponer de nuevo hermosos y audaces proyectos de hacer avanzar la Revolución de nuestra América, se clausuraron nuestros años 60. Hechos posteriores, como el malhadado “caso Padilla”, el incumplimiento de la zafra de los diez millones, no obstante el esfuerzo realizado, o ciertas consecuencias del Congreso de Educación y Cultura de 1971, pusieron al país en situación difícil: todo ello unido a un aislamiento recrudecido. El ingreso de Cuba en el CAME, en 1972, no contribuyó a mejorar las cosas. Nos habíamos sentido orgullosos de merecer la observación de Mariátegui según la cual el socialismo no podía ser en América calco y copia, sino creación heroica. Pero aunque no faltaron, como no lo han hecho nunca, creaciones heroicas de nuestro pueblo, asomaron su oreja el calco y la copia. Aludiendo al ambiente cultural de la época, Ambrosio Fornet acuñaría más tarde la expresión “Quinquenio gris”. Es bizantino discutir sobre si fue sólo un quinquenio o si fue más o menos gris. Lo cierto es que algunos peligros que se daban por conjurados amenazaron entonces con empobrecer nuestra vida cultural, si bien no se llegara nunca al ejercicio de uno de esos “feroces dirigentismos” a que aludió Marinello. Pero se dio entrada a prejuicios absurdos, escritores y artistas valiosos fueron marginados, la mediocridad encontró terreno abonado y se debilitó en parte el impulso creador. No temo evocar las dificultades o las equivocaciones de la Revolución, porque el proceso del aprendizaje, y hasta el del crecimiento, implican lo que se ha llamado ensayo y error. Y además, porque sólo el , ejercicio franco y valiente de la autocrítica (no el regodeo, que puede ser interesado, en las mataduras) nos permite volver a encontrar la ruta correcta.
Aludiendo a esta época ingrata, escribió en 1991 Armando Hart, a quien se le había encomendado en 1976 crear y dirigir el Ministerio de Cultura:
Es cierto que ha habido reveses, algunos dolorosos y bastante amargos, pero ninguno de ellos estratégico ni con el peso como para nublar la obra de la Revolución en la cultura. Hemos dicho, una y mil veces, que lo mejor, más depurado y de más alto nivel intelectual del país permaneció fiel a Palabras a los Intelectuales y se mantiene al servicio de la Revolución Cubana.
Cinco años más tarde, en 1996, añadiría Hart:
Cuando se creó el Ministerio de Cultura, en diciembre de 1976, entendí que se me había situado en esta responsabilidad para aplicar los principios enunciados por Fidel en Palabras a los Intelectuales y para desterrar radicalmente las debilidades y los errores que habían surgido en la instrumentación de esa política. Consideré que sólo era posible hacer más efectiva mi gestión promoviendo la identidad nacional cubana, que se había articulado en nuestro siglo con el pensamiento socialista. Aprecié que para este empeño era necesario emplear, en el campo sutil y delicado del arte y de la cultura, los estilos políticos de Martí y Fidel.
Armando, un histórico de la Revolución Cubana, tras realizar una encomiable tarea al frente del Ministerio, y hacer posible la extinción del “Quinquenio gris”, ha sido continuado por uno de aquellos niños que tenían diez u once años cuando Fidel pronunciara su discurso orientador. Me refiero, naturalmente, a Abel Prieto. Si he destacado desde el primer momento la cuestión de su edad, que es también, más o menos, la de muchísimos de nuestros escritores y artistas, de nuestros dirigentes en el área cultural, es porque veo en ello una señal llena de esperanza. Al concluir sus Palabras, Fidel se refirió “a las generaciones futuras que serán, al fin y al cabo, las encargadas de decir la última palabra”. Mientras exista la humanidad, se sucederán las generaciones como las hojas de los árboles, según el viejo poema, y en consecuencia volverá a decirse la última palabra. Pero para quienes un día inolvidable escuchamos de labios de Fidel aquel discurso, nuestras generaciones futuras inmediatas son las que llevan hoy la voz cantante: lo que en modo alguno supone desconocer la valía de los mayores, como lo muestra, por ejemplo, el caso de Compay Segundo y sus muchachones.
A pesar de realidades muy duras, de descalabros, de tristezas, las promociones recientes tienen ante sí un país con más posibilidades que las que nos fueron deparadas: un país alfabetizado, donde se ha puesto el énfasis en la cultura al punto de decir Fidel que es lo primero que hay que salvar, y que está siendo difundida cuantiosamente en sus más altas producciones; un país que en circunstancias muy adversas, de recrudecimiento del bloqueo, ha conservado, fortalecido y multiplicado sus instituciones culturales; un país que perdió el apoyo material de naciones europeas que se decían socialistas, pero a la vez está liberado de la sombra que las estrecheces espirituales de tales naciones echaban sobre él, a nombre de una deformación teratológica del marxismo; un país libre, independiente y soberano que piensa con su cabeza y siente con su corazón, no obstante estar rodeado de vergonzosos ejemplos de “pensamiento único”, cinismo, corrupción y desaliento. Es natural, es útil que los nuevos critiquen. “Los pueblos han de vivir criticándose," decía Martí, “porque la crítica es la salud; pero,” añadía el Maestro, “con un solo pecho y una sola mente.” Y es imprescindible que sean fieles a otro consejo, también del programa radical, hermoso y vigente que es “Nuestra América”: “Crear, es la palabra de pase de esta generación.”
Se nos pregunta con frecuencia cómo será nuestro futuro. Pero el futuro no empieza con un hachazo, como tampoco lo hace el alba, según experimentamos quienes hemos contemplado el glorioso espectáculo del amanecer en medio del mar; ni la primavera, que “ha venido”, escribió Antonio Machado, y “nadie sabe cómo ha sido”. Hay que ser muy poco perspicaz para no reparar en que nuestro futuro ya ha comenzado, cuarenta años después.
(Leído en la Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, el 30 de junio de 2001. Publicado en La Gaceta de Cuba, no. 4, julio-agosto, 2001, pp. 47-53.)