NOTICIA
Cine y Literatura
Texto escrito por Alejo Carpentier
Se nos dice que el cine sueco está obteniendo grandes éxitos, en estos momentos, con la adaptación a la pantalla de famosas novelas clásicas… Y, ante la tontería de muchas películas recientes, llega uno a preguntarse por qué los directores no recurren más a menudo a la literatura valiosa de todos los países para encontrar asuntos de fuerza, en vez de confiarse a la magra imaginación de sus argumentistas a sueldo. Desde luego que no olvidamos el Hamlet de Laurence Olivier, ni el Otello de Orson Welles, recordando a la vez que conocimos varias adaptaciones excelentes de Karenina y de obras de Hemingway, sin olvidar la impresionante versión, presentada hace poco en Caracas, de El salario del miedo. En nuestras memorias conservamos el recuerdo de algunas versiones cinematográficas de obras de Zola y Víctor Hugo, que obtuvieron un gran éxito, habiendo podido, con ello, sentar normas ejemplares… Sin embargo, si consideramos lo que lleva de corrido el séptimo arte desde los primeros años de este siglo, veremos que la literatura ha alimentado un número reducidísimo de películas, en comparación con las realizadas sobre argumentos de encargo.
Y es que, entre la gran literatura y el celuloide, se yergue una barrera de convencionalismos que ha llevado la producción comercial, en muchos casos, por pésimos derroteros. Porque, cuando un director se ve en posesión de un argumento nuevo, sabe que en su elaboración se ha previsto todo aquello que << no debe hacerse >> - comercialmente hablando – en los dominios del cine. Y como los más geniales novelistas de todos los tiempos no escribieron pensando que sus novelas pudieron ser traducidas, algún día, a un idioma de imágenes sobre el que pesan innumerables interdictos, resultaron, para los efectos de la producción en serie, unos argumentistas muy pocos recomendados. De ahí que, en ciertos casos, cuando una compañía se empeñó en llevar sus obras a la pantalla, por especular con la celebridad de un título de todos conocidos, se cometieron verdaderos atropellos en la modificación de los asuntos. Así, recuerdo una Salambó filmada en Italia hace muchos años, en que Espendio era transformado en un personaje negro, en tanto que el númida Matho, lucía el más helénico de los perfiles. Pero… ¡figurense ustedes! ¿Cómo iba un númida, de tez bronceada, a estrechar entre sus brazos el leve cuerpo de una princesa cartaginesa?... Además, la doble muerte con que se cierra la novela de Flaubert no constituía un happy end. Por lo mismo, en la última escena, aparecía Amilcar Barca, suegro ejemplar, bendiciendo el feliz enlace de su hija con el mercenario rebelda, en medio de un jubiloso aleteo de abanicos y quitasoles.
Nada ilustra mejor el poder de los convencionalismos que rigen la producción comercial, que esta magnífica anécdota que tengo de boca de su protagonista… En vísperas de la pasada guerra, el escritor vienés Walter Mehring, sabiéndose amenazado por los nazis que pronto invadirían su país, suplicó a Marlene Dietrich, de quien era muy amigo, que tratara de venderle un argumento a alguna de las grandes firmas cinematográficas del momento. La actriz, interesada en el caso, logró muy pronto lo que Mehring le pedía, y el escritor se puso a trabajar, dejando listo, en pocas semanas, un argumento basado en la vida de Lucrecia Borgia. Sometido a los productores, el texto fue aceptado con el mayor entusiasmo, y mi amigo recibió u cable, invitándole a supervisar personalmente la producción… Pero, cuál no sería su sorpresa cuando, al desembarcar pocos días después, halló a los productores enfurecidos:
- ¡Esto es irrealizable! – le gritaron -. ¿No podía usted habernos advertido que esa Lucrecia Borgia era hija de un Papa?...
El Nacional. Caracas, 26 de agosto de 1954
Texto extraído del libro “El Cine, décima musa”. Compilado por Salvador Arias
Selección para la Jornada de la Cultura Cubana 2024 de Daryel Hernández