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Buñuel se transforma en Buñuel
La cinta Buñuel en el laberinto de las tortugas (Salvador Simó, 2018), basada en la novela gráfica homónima de Fermín Solís, se deslinda afortunadamente del sobresaturado redil del biopic canónicamente hollywoodense, y trasciende a su vez el pintoresquismo expositivo de otras tantas películas que apuestan todo a los rótulos “Basado en hechos reales” y “Basado en una historia real”.
Desde un sincero fundamento en sucesos verídicos, la película resulta intensa cartografía de obsesiones, dilemas, conflictos ingentes y axiales de los creadores fílmicos y más allá. A su vez, la disección a sangre fría de la personalidad humana y artística en bullente contradicción del aún joven director español Luis Buñuel (1900-1983), la convierte en una historia de crecimiento. En azaroso camino del héroe que, durante el accidentado rodaje del documental Las Hurdes, tierra sin pan en 1932, alcanza y sufre una definitiva anagnórisis que desgarra el velo de su percepción y condiciona en gran medida el resto de su obra.
Tras la realización de los verdaderos manifiestos surrealistas que son Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929) y La edad de oro (L'âge d'or, 1930), puras emanaciones oníricas, puras sopas de símbolos y torrentes de líricas libertades expresivas, Buñuel da un timonazo violento a sus rumbos y se lanza a filmar un documental sobre una de las regiones más empobrecidas de España: Las Hurdes, la extrema y ajada corona de Extremadura.
Desde el compromiso social, pero también desde la prepotencia omnisciente del artista-dios, Buñuel inicia una suerte de “conquista y colonización” de las realidades que se escurrían como sarmientos líquenes entre los collados y las barrancas de Las Hurdes. Por lo que el relato desarrollado en la historieta de Solís y en la cinta de Simó no busca tampoco ser el making of de esta obra, sino la crónica de una violenta colisión cultural entre sujeto (Buñuel) y objeto (Las Hurdes). Pues este rodaje arroja a sus protagonistas —además de Buñuel, el productor Ramón Acín, el guionista Pierre Unik y el cinematógrafo Éli Lotar— directo a las llamas del eterno conflicto entre el realismo como perspectiva creativa y la realidad externa e inabarcable en todas sus complejidades. El realismo no pasa nunca de ser una mera recreación, aunque se niegue desde la más pura honestidad.
El creador se revela como un eterno intruso en los contextos revelados. Es un manipulador ya bienintencionado, ya malintencionado, ya dialogante, ya impositivo. Pero resulta ineluctable su rol invasivo y de modificador del estado virginal de los contextos filmados. La observación, por muy neutral y embozada que pretenda ser, modifica lo observado por la simple añadidura a sus rutinas vitales de elementos ajenos y disruptores como son las cámaras y sus operarios. La simple conciencia de saberse filmado detona —cual el más natural de los reflejos incondicionados— los mecanismos íntimos de autorrepresentación, en la que la imagen que se quiere ofrecer de uno mismo prevalece sobre el yo.
La mayor virtud puesta en la recreación de circunstancias dadas implicará siempre la obligada modificación de estas. Sus ritmos y dinámicas resultan violentados, no importa la nobleza que rija las acciones de los violentadores. Las situaciones son inducidas y reconfiguradas. El tiempo fílmico asfixia el tiempo real. La película estrangula a la realidad. Los personajes asesinan a las personas. Las Hurdes, tierras sin pan destruyen a las hambrientas regiones de Las Hurdes.
A Buñuel le son reveladas de sopetón todas estas verdades. La brutalidad del trauma llega a superar incluso la gravedad de sus violentas inducciones de la muerte en esta región de muertes, que no necesitaba de más agonías ni cadáveres de asnos y cabras montesas.
Buñuel en el laberinto… no es muchas de las cosas que aparenta tras un visionaje somero, sino la historia de una crisis personal, catalizada por la inmensidad de un purgatorio erizado de verdaderos muertos en vida, apenas subsistente en sus abigarrados caseríos. La sub-realidad devorando al surrealismo. La pesadilla exterior ahogando los sueños más recónditos. El infierno del mundo calcinando los infiernillos de la mente. Buñuel experimenta un bautismo-exorcismo-iniciación que estremece el andamiaje filosófico, artístico y moral sobre el que ha procedido hasta ese momento. Su cine cambia para siempre. Buñuel libera a su perro andaluz. Da por concluida su edad dorada. Y se transforma en Buñuel.