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Brando, aquel inglés en Queimada
Marlon Brando, para muchos el último gran mito de la historia del cine, respondió, perplejo y sorprendido, cuando la prensa internacional anunció su “resurrección” en 1972 con El Padrino (Francis Ford Coppola) y El último tango en París (Bernardo Bertolucci), que él nunca había muerto, pues en 1969 había realizado la que consideraba su mejor interpretación: Queimada, del italiano Gillo Pontecorvo (1919-2006). El problema estaba en que pocos habían visto este filme.
Aún hoy Queimada sigue siendo una obra postergada, entre las menos conocidas en las que actuó Brando, por lo que la Cinemateca de Cuba la exhibe, junto a otros filmes del director italiano, en homenaje al centenario este noviembre del autor de Kapó, La batalla de Argel y Operación Ogro.
Desde sus aclamados años 50, con Un tranvía llamado deseo, Julio César, Salvaje o La ley del silencio, Brando no había cosechado grandes éxitos comerciales hasta su conocida interpretación de Vito Corleone. La década de los 60 generalmente ha sido considerada como “menor” en su filmografía, pues sus películas durante esos años no contaron con suficiente éxito comercial, salvo Rebelión a bordo, de Lewis Milestone, en 1962.
Aun así, las interpretaciones de Brando si no son magistrales, sí son sobresalientes, y en buena medida es una de las razones que las mantiene vivas, incluso la fallida La condesa de Hong Kong, de Chaplin. En lo particular, destaco La jauría humana (Arthur Penn, 1966) y Reflejos de un ojo dorado (John Huston, 1967), aunque protagonizó filmes como El baile de los malditos, Morituri y El rostro impenetrable, de 1961, que también dirigió y por el que mereció, a pesar de la frialdad estadounidense, la Concha de Oro en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián.
Queimada, por su parte, suponía su papel ideal: denunciar el feroz colonialismo y defender la igualdad de derechos entre blancos y negros, cuestiones que en esa década lo hicieron volcarse a la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos y los indios norteamericanos (recordemos que renunció al Óscar por El Padrino y en su lugar envió a una actriz de origen indio).
Al frente estaría un director al que admiraba por su trabajo en La batalla de Argel, de 1966, Gillo Pontecorvo. Pero el rodaje, como en varias de las películas con Brando, fue tortuoso. Sus enfrentamientos y su falta de entendimiento ―no hablaban el mismo idioma― con Pontecorvo eran constantes, y, como era habitual en él, quería añadir su particular interpretación, ante la negativa del director, con lo que las escenas se rodaban una y otra vez hasta obtener el resultado que Pontecorvo quería.
Brando se amotinó hasta que a todo el equipo de rodaje se le diera la misma comida, y no a los actores blancos mejor que a los negros, lo cual no tenía sentido en una película que denuncia precisamente eso. Previa huida a Los Ángeles, regresó al rodaje con la promesa de Pontecorvo de que todos serían tratados por igual. A todas estas disputas, hay que añadir el calor agobiante de Colombia, donde se rodó la mayor parte de la película, lo que provocó que acabaran de filmarla en el norte de África.
Mientras Pontecorvo quería un villano, Marlon Brando prefería un hombre con un accionar mucho más humano y creíble. En este caso, Brando tendría razón, y lo demostró con una interpretación que sostiene con fuerza una película en la que abundan los actores no profesionales (Evaristo Márquez como el insurrecto José Dolores y prácticamente todos los demás extras y secundarios colombianos) en variadas escenas de masacres y revueltas, para varios críticos rodadas desde la “fría lejanía” al estilo Eisenstein (ya aplicadas por Gillo en La batalla de Argel, pero aquellas contaban con la fuerza del realismo cuasi documental ausente ahora).
Aunque Queimada recuerda inevitablemente a Brando, el filme es mucho más que su interpretación, al ser considerada como uno de los alegatos anticoloniales más potentes que nos ha legado el séptimo arte. Ya Pontecorvo había enfocado el discurso político en contacto con el espectador en La batalla de Argel, para mostrarnos la lucha colonialista en el momento en que las descolonizaciones en África estaban en pleno auge, y se recrudecía el conflicto de Vietnam.
Queimada se sitúa en el siglo XVIII, y nos presenta una isla ficticia, Queimada, bajo el régimen imperialista portugués. El aventurero y agente secreto británico William Walker, interpretado por Marlon Brando, se dirige a la isla para tratar de levantar a la población indígena, en una intervención estratégica. El pueblo esclavo se levanta en armas, liderados por José Dolores, en la piel de un Evaristo Márquez que apenas tendría otros papeles en el cine, salvo pocos filmes en la década del 70, y que retornaría después a su oficio de pastor.
A partir de este argumento, Pontecorvo analiza y desarrolla un discurso anticapitalista que nos muestra la evolución de la colonia en manos de los intereses extranjeros. A lo largo de todas las peripecias, el interés del cineasta es siempre el mismo: mostrarnos cómo los gobiernos de los países invasores no buscan ningún tipo de mejora para Queimada, sino que únicamente persiguen su lucro personal a toda costa, aunque para ello deban aniquilar a la población indígena.
Pontecorvo utiliza un corte que diferencia claramente la película en dos partes. Entre la primera y la segunda transcurren diez años. Esto ayuda a reforzar la idea de que el filme tiene la intención de desarrollar el estado y la evolución de Queimada como nación antes de enfatizar la relación entre los dos personajes principales. Es decir, para muchos la película tiene una clara mixtura de documental (o falso documental) que pretende establecer y analizar los diversos pasos que preceden a la independencia; cine-tesis que pretende sacudir conciencias y que refuerza la violencia como ejercicio represor, sin dudas, una de las claves de la película.
Por este motivo nos enteramos de que la propia isla de Queimada recibe el nombre a partir de una revolución que tuvo lugar en los orígenes colonizadores de esta, y en la que los portugueses decidieron arrasar la insurrección con el uso de la fuerza, “quemando” todo lo que se opusiera a su gobierno. Se hace tan patente la violencia en la película, que acaba constituyéndose en un elemento indispensable e indisociable del filme.
Casi todo lo que sucede en Queimada es violencia, y el espectador, incluso, acaba por aceptar las sugerentes e impactantes imágenes que nos ofrece el filme, desde fusilamientos militares a los rebeldes insurrectos, hasta el conflicto bélico en todo su esplendor (las secuencias rodadas cámara en mano mientras los militares queman la plantación son magníficas). Violencia que utilizan todos los bandos ―desde los gobiernos hasta los rebeldes―, pero que es incapaz de detener las ideas (este concepto es importante) que se mueven inexorablemente. Por este motivo, el protagonista rebelde, José Dolores, sabe que algún día la revolución triunfará, porque el pueblo de Queimada ya ha despertado, y la represión no es más que un retraso de lo que es inevitable.
Cineasta de manifiesta adscripción marxista, Pontecorvo convierte a Queimada en un manual de teoría política. Su anticolonialismo es fulgurante, reforzado con la actuación de Brando. La música del maestro Ennio Morricone compone la banda sonora, en la que destacan los momentos en que emplea la percusión. Era inevitable que los recursos de montaje a lo spaghetti western, en un drama como este, envejecieran mal; lo mismo que el narrador en off que aparece de la nada a mitad de la película (aunque puede explicarse si tenemos en cuenta que el montaje original de Pontecorvo fue muy recortado). Otras virtudes: buena fotografía y puesta en escena, realizada la primera por Giuseppe Ruzzolini y Marcello Gatti; diálogos mordaces, aunque, desgraciadamente, escasos, salidos del guion de Franco Solinas y Giorgio Arlorio.
Queimada es, en resumen, una de las grandes joyas del cine político, un genial reflejo del paso del mercantilismo al capitalismo, de la esclavitud gratuita a la seudoesclavitud asalariada. Una historia profunda y humana, una mirada que se queda a medio camino entre el seudodocumento histórico y el filme de aventuras convencional y, al mismo tiempo, un gran y olvidado filme de Pontecorvo, aquel director que supo convertir el cine político en arte, y viceversa.