NOTICIA
Belleza robada, vida encontrada (declaración de fe de Bertolucci)
En Belleza robada, también conocida como Belleza inolvidable (1995), palpamos varios de los temas que, como constantes, asedian la filmografía de Bernardo Bertolucci (Parma, Italia, 1941-2018): la imposibilidad de ser feliz en las relaciones de pareja, el cuestionamiento de esa felicidad, las preocupaciones existenciales, la figura del padre, o su ausencia en este caso, la búsqueda constante, el descubrimiento de la sexualidad, el erotismo…
Después de quince años de ausencia del suelo patrio ―de 1981 data su última producción propiamente italiana: La historia de un hombre ridículo― y tras una serie de títulos realizados con el patrocinio de la industria cinematográfica estadounidense (El último emperador, El cielo protector, Pequeño Buda), Bertolucci regresó en 1996 a Italia para rodar Belleza robada. Entonces la crítica local evidenció síntomas del declive artístico del director, ya apreciados en su etapa hollywoodiense calificada de “estetizante”, sobre todo porque la Italia que retrata en el filme responde a una mirada extranjera, a un estereotipo que el cine y la literatura han vertido sobre ese país desde el romanticismo y que Bertolucci recoge aquí, reflejo de la evolución sufrida por la sociedad italiana y por él mismo durante su voluntario exilio americano.
Marcado por los días cruciales de mayo de 1968 e inscrito dentro del movimiento poético de I novissimi ―entiéndase: superador del neorrealismo precedente, en el que lo heterodoxo, tanto a nivel político (eclosión de las diversas lecturas marxistas) como artístico (relegación de lo social por la irrupción de un nuevo vanguardismo individualista) hace acto de presencia en el entramado cultural de los sesenta: los primeros signos de la globalización y de la posmodernidad, mediante la conversión en categoría estética de lo pop, camp, el kitsch, con el relevo en el imaginario cultural de la cultura europea por la norteamericana: cine, rock, jazz, la beat generation―, Bertolucci reencuentra su país adoptando la mirada deslumbrada del extranjero.
Allí, en la campiña toscana, un grupo de artistas anglosajones recibirá la visita de una joven norteamericana de diecinueve años, Lucy Harmon (Liv Tayler), eje sobre el que la película y la perspectiva fílmica se sustenta, que tras el suicidio de su madre (una conocida poeta estadounidense, amiga de ellos y quien vivió también allí) viaja por varios motivos a la Toscana: la excusa será que el anfitrión le haga un retrato, pero detrás de todo está la búsqueda de su verdadero padre y el deseo de encontrarse con un joven vecino al que conoció en un viaje anterior, cuando era una adolescente. Lucy ha conservado para él su virginidad, hecho inconcebible para estos soñadores sesenteros, y con él quiere perderla allí, en Italia.
De ahí que los protagonistas de Belleza robada sean un grupo de exiliados culturales que han buscado refugio en la campiña italiana para desempeñar su trabajo artístico, alejados del mundo moderno, en un espacio de amor libre y fascinación, remedo de la experiencia hippie sesentera: Ian y Diana y los hijos de esta con un anterior matrimonio: Miranda, una joven diseñadora de joyas con múltiples aventuras amorosas a sus espaldas, que resultó el debut en el cine de Rachel Weisz; Christopher, un joven veinteañero de viaje por Turquía y cuya llegada es inminente; y Daisy, una niña de ocho años nacida ya en la villa italiana, hija común de ambos. Pero también Richard, representante y abogado de artistas; Noemí, una madura italiana, periodista titular de una columna de corazones, interpretada por Stefania Sandrelli, la misma bella actriz que Bertolucci nos mostró en El conformista (Il conformista, 1970) y en Novecento (1976); Guy Guilleaume, un viejo y prestigioso marchante de arte con arrebatos de demencia senil, en la piel del mítico Jean Marais, el mismo que Cocteau eligió para La bella y la bestia (La belle et la bête, 1946) y para Orfeo (Orphée, 1949). Y, por último, a Alex Parish, un famoso escritor moribundo, que espera la muerte bajo los atentos cuidados de Diana. A estos se les suman: Niccolo, amigo y compañero de viaje de Christopher, el “príncipe azul” que besó por vez primera a Lucy; Osvaldo, amigo del anterior; Carlo Lisca, reportero de guerra italiano; Michelle, hijo de Carlo… Esta es la trouppe con la que tendrá que lidiar Lucy: por un lado la agasajarán e intentarán ayudarla; por otro, tratarán de “vampirizar” su belleza e inocencia.
Una deslumbrante belleza y una sensualidad casi palpable ―como la naturaleza radiante de la Toscana y claro, como la propia Lucy― caracterizan este filme del maestro Bertolucci, aunque la crítica concuerda en extrañar la solidez dramática de otros trabajos del reconocido cineasta; aunque, para muchos, el resultado es a veces inferior a la suma de sus partes: sus películas están llenas de momentos tan inolvidables como gratuitos, pues él se recrea en la perfección decada plano, en los detalles, en la sombra sobre un rostro, en ese rayo de sol que cae como si nada en el agua. No importa que haya mucha o poca lógica en el relato, o que este termine de manera coherente. Y Belleza robada, al ser un filme episódico, se presta para fracturas narrativas que confunden al espectador, pero que son un sello personal de Bertolucci.
Aquí no lo acompaña en esta ocasión la lente de Vittorio Storaro, sino la de Darius Khondji y el cambio es sensible. El fotógrafo de Delicatessen (1991) y de Seven (1995) es un hombre de mirada osada, sincopada y veloz. De ahí que Belleza robada está llena de primeros planos, contraplanos veloces y secuencias extensas teñidas de amarillo y de tonos ocres, los mismos de la estación veraniega en los que transcurre la historia. Pero hay en las imágenes una fuerza y una textura difícil de expresar con palabras, más alláde la fotografía de Khondji, sino gracias a las intenciones preciosistas del director, un artesano que pone en cada escena una mística muy particular.
A esta joven, Bertolucci le opone una contraparte disímil: Alex (Jeremy Irons), un dramaturgo agónico, aparentemente muriendo, y que es solo aflicción y recuerdos. Entre los dos se establece un lazo complejo, pues es el único adulto con el que Lucy se relaciona con facilidad, mientras Alex ve en ella un bálsamo, un grito de vida antes de morir. Alex viene siendo el puntal donde se apoya el tema básico de esta película, ese que la crítica europea ha definido con la decadencia social europea. Ian, Noemi, Guillaume, Miranda, Richard o Alex no son más que cenizas, rescoldos de un pasado que se cayó por su propio peso: la fiesta en la casa de Niccolo es el ejemplo más evidente de la consumación y la extemporaneidad de esa dolce vita.
Pero la belleza bucólica que propendían no solo se destruyó desde adentro, el mundo exterior la va cercando, sin que podamos hacer nada: aviones que surcan el cielo, antenas enormes donde antes habían bosques, prostitutas rimbombantes a la espera de clientes en la carretera son signos del fin de ese paraíso que han ido construyendo en las verdes colinas italianas.
Lucy es entonces un símbolo: la inocencia (su propio nombre nos remite al clásico tema de The Beatles) de un futuro aún posible, todavía idealista y con la capacidad de soñar y de amar ―en Los soñadores (I sognatori, 2003) insiste en el tema llevándonos al París de 1968―. Su presencia en esta especie de educación sentimental que nos propone el italiano abre los ojos a estos seres que no habían advertido su propia desnudez y les hace reaccionar. Que Lucy haya encontrado o no a su verdadero padre y que deje su virginidad a la sombra de una fogata y refugiada por un árbol no es lo verdaderamente importante. Lo valedero aquí es la declaración de fe en la vida que toda ella encarna y que no es otra que la misma de Bernardo Bertolucci.